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Entonces, de pronto, todo se tranquilizó y el que había estado dando golpes y tirando cosas se detuvo en medio del cuarto, con la pistola apuntada hacia el suelo y empezó a reírse. No una risa de loco o sádico, sino una risa verdaderamente divertida. Los dos hombres lo miraron desconcertados y oyeron que le decía al otro, en medio de la risa:

– Fred, estuvo perfecto.

El otro también se rió. Toda su furia había desaparecido, como si nunca hubiera existido.

– Es divertido, ¿no? -preguntó.

– Nunca lo había hecho así -dijo el primero-. Yo siempre lo hago con amabilidad. Tranquilizo a todos, diciéndoles que no les pasará nada, que lo tomen con calma, que no se preocupen por nada, que somos profesionales, que no queremos derramar sangre, todo eso. Les pregunto sus nombres de pila, hablo con calma.

– Sí -contestó el segundo-. Yo también lo he hecho así. Pero a veces esto es divertido. Entrar como un loco, gritando, haciéndose el demente. Entonces son ellos los que quieren tranquilizarte.

Los dos se rieron, y los hombres sentados en el suelo se miraron uno al otro por encima de los hombros con una mezcla de cólera y de humillación.

En la joyería Best resultó que alguien había arrojado un ladrillo a un escaparate, pero al parecer no se había llevado nada. Cuando el coche de la compañía llegó, ya había dos coches patrulla de la policía. El dueño del establecimiento había sido informado y ya estaba de camino. Los hombres de la compañía, de acuerdo con la policía que seguían siempre, esperaron su llegada para demostrarle que cumplían con su deber.

Philly Webb estacionó su Buick anónimo en una manzana del edificio de la compañía, caminó esa manzana y golpeó la puerta del garaje. Se abrió y apareció Handy McKay, sonriendo.

– Dos hombres nada más -le informó-. Fred está arriba con ellos.

– Me gusta -dijo Webb-. Parker sigue en forma, ¿no? -Él y Handy habían trabajado juntos en el pasado, hacía diez años o más, pero era la primera vez que trabajaban juntos con Parker.

– Mi vuelta al trabajo tenía que ser con él -contestó Handy-. Hay cartas en la sala.

En la joyería Best, los guardias de la compañía se tocaron las viseras de las gorras en saludo al cliente, volvieron al Polara y se dirigieron hacia el cuartel general. El conductor ahora iba despacio, con la luz azul apagada, y prefirió ir por la London Avenue aun cuando eso supusiera recorrer dos o tres manzanas más.

Era una noche tranquila, sin luna, oscura, la London Avenue estaba desierta, excepto dos tipos que miraban las carteleras del cine pornográfico.

– Se pusieron temprano en la fila, ¿eh? -comentó uno de los guardias, y los otros rieron.

– Las doce -dijo Elkins-. Pero espera a que desaparezca ese coche.

En la compañía, Philly Webb y Handy McKay jugaban al póker.

– Escalera de reyes -dijo Handy.

Webb, con una sonrisita, mostró sus cartas:

– Póker de ases.

– Maldita sea. -Handy arrojó a la mesa sus cartas con cólera no disimulada-. Estas cartas están en mi contra -dijo.

Desde arriba vino un zumbido.

– Eso fue el cine -comentó Webb.

Arriba, Ducasse miró con el ceño fruncido al mapa de la pared con su luz encendida y el molesto zumbido. Llamó a uno de los guardias en el rincón:

– ¿Cómo se apaga esto?

– Váyase a la mierda -contestó el guardia. Los dos estaban desilusionados al saber que Ducasse y Handy, después de todo, no estaban locos.

Ducasse se acercó y le dio un golpecito en el mentón.

– No diga palabrotas -le ordenó-. ¿Cómo se apaga esta cosa?

El guardia, aunque atemorizado, trató de mirar desafiante a Ducasse, pero cuando lo vio levantar la pierna para descargarle un puntapié, se apresuró a contestar:

– Hay un botón en ese escritorio. Hágalo girar.

– Bien -dijo Ducasse.

Abajo, Webb y Handy siguieron jugando a las cartas hasta que oyeron abrirse la puerta del garaje. Entonces se cubrieron las caras con las capuchas y se colocaron a ambos lados de la puerta con las pistolas en la mano.

Los guardias entraron charlando, descuidados, y los cuatro entraron al cuarto antes de que hubieran visto a los intrusos. De pronto se quedaron inmóviles, y Handy, que esta vez decidió hacerlo a su modo, dijo:

– Está bien, caballeros, tómenlo con calma. No queremos tener que usar nuestras armas.

No había máquinas tragaperras. La imagen que pretendía tener el Riviera de Tony Florio era la de la discreción, pero no tanto como para que no se reconociera su verdadero negocio. Una elegancia al estilo James Bond, ésa era la intención. Los jugadores, viendo las cortinas de terciopelo ocre, pensaban que era elegante. Los mismos jugadores, cuando veían máquinas tragaperras y máquinas de pinball en un ambiente de un restaurante de carretera, pensaban que era barato. Así que no había máquinas tragaperras.

Pero había cantidad de terciopelo ocre. Dalesia, Hurley y Mackey siguieron al camarero escaleras arriba, a través de innumerables cortinas de terciopelo ocre, hasta el salón de juego principal, una larga sala de techo bajo cuyas paredes estaban cubiertas de espesos cortinones que, junto con la espesa moqueta verde, ahogaban de tal manera los sonidos que toda la sala parecía un equipo estereofónico con el control de bajos puesto al máximo.

– La caja a su derecha, caballeros -dijo el camarero, inclinándose ligeramente, con una sonrisa-. Y buena suerte.

– Buena suerte para usted también -le contestó Hurley.

El camarero se fue y los tres hombres se tomaron un minuto para estudiar la sala. Había seis mesas de dados, sólo tres de ellas ocupadas. Y dos ruletas, ambas funcionando. En el extremo más alejado, mesas verdes en las que se jugaba a las cartas. Los jugadores eran casi todos hombres, y la mayoría de las mujeres parecían estar casadas con los hombres con quienes estaban. Parecía tratarse de profesionales, abogados, médicos, hombres de negocios, casi todos con chaqueta y corbata. Muy pocos de los clientes parecían tener menos de treinta y cinco años, y estos pocos imitaban a los mayores en el modo de vestir, en el estilo y en el corte de pelo. El salón no estaba atestado, pero tampoco estaba vacío; probablemente trabajaba a la mitad de su capacidad.

– Bastante bien para la noche de un lunes -comentó Dalesia.

– Quizá deberíamos invertir -dijo Mackey.

– No, no lo creo -contestó Dalesia-. Creo que es muy arriesgado.

Los tres fueron hacia la ventanilla del cajero. Era un agujero de forma ovalada en la pared, flanqueado por los omnipresentes terciopelos ocres. En el centro de un cristal grisáceo antibalas, al nivel de la boca, había un micrófono, y por debajo de la ventanilla un altavoz transmitía la voz de la empleada. Era como una ventanilla para automovilistas en un banco; el dinero se ponía en un receptáculo metálico que la cajera hacía girar hacia su lado y luego devolvía hacia afuera con las fichas. Cada uno de ellos compró cien dólares en fichas azules de cinco dólares. La voz metálica de la joven, por el altavoz, dijo:

– Buena suerte.

– Y buena suerte para usted también -contestó Hurley.

Recorrieron el salón durante unos minutos, observando el juego. Las ruletas eran accionadas por hombres, pero todas las mesas de naipes estaban atendidas por mujeres que lucían atrevidos escotes y sonrisas artificiales.

– Eso es lo que llamo dientes de póker -dijo Dalesia-. Más difíciles de interpretar que la cara de un jugador.

– Bien -repuso Mackey-, si es que tengo que perder rápido creo que voy a hacerlo mejor en la ruleta. Nos vemos.

Mackey se alejó, y Hurley y Dalesia observaron varias partidas de bacará. La chica a cargo de la mesa les dirigió un par de sonrisas mientras esperaba a que se concretaran las apuestas.