– ¿Señor Florio?
Florio se volvió, con su sonrisa feliz en el rostro, su mano preparada para estrechar cualquiera que se tendiera hacia él. ¿Sí amigo? ¿Qué puedo hacer por usted?
Wycza se acercó a él, con una actitud que daba a entender que deseaba excluir al jefe de camareros de la conversación. Señaló hacia el comedor y dijo:
– ¿Ve a aquellos dos caballeros en mi mesa?
Florio esperaba que le pidiesen un autógrafo, cosa que daría, o que fuera a tomar una copa con estos desconocidos, cosa que no haría.
– Sí -contestó-, los veo.
– Bien -prosiguió Wycza- el tipo con las manos bajo la mesa tiene una pistola de gran calibre y le está apuntando al ombligo.
Florio se endureció. Wycza le había cogido el brazo de manera amistosa y ahora decía tranquilamente:
– No haga ruido, señor Florio, porque tengo que decirle una cosa. Conozco a ese tipo desde hace mucho y sé que se pone muy nervioso en momentos de tensión. ¿Me sigue?
Florio no dijo nada. Ni por un momento se le ocurrió que esto podía ser una broma; sabía que era verdad desde el primer momento.
– Por ejemplo -dijo Wycza-, si a usted se le ocurriera hacer un movimiento brusco, o si quisiera gritar, cualquier cosa así, ese nervioso hijo de perra seguro que dispara. Detesto trabajar con él porque me pone nervioso a mí también, pero hay que reconocer que tiene buena puntería. Puede acertarle al ojo de una mosca que esté volando a veinte metros de distancia; es algo magnífico. Si fuera un tipo tranquilo, como usted o como yo, sería algo realmente de primera, pero es un histérico; es por su tamaño. Un tipo alto como nosotros puede mantener la calma, pero uno de su estatura se pone nervioso por nada.
Florio, que ahora miraba a este gigante calvo de habla tan meliflua, no pudo dejar de notar que aunque Wycza hablaba de los dos como personas altas, Wycza era con mucho el más alto y fuerte. Florio, acostumbrado a ser el hombre más fuerte y rudo en cualquier reunión, se sintió mal. Aparecieron gotas de sudor sobre su labio superior y dijo en un susurro:
– ¿Qué es lo que quieren?
– Que me acompañe a la mesa -respondió Wycza-. Charlaremos un rato. -Apretó un poco el brazo de Florio, que comenzó a caminar.
Los dos avanzaron entre las mesas, casi todas vacías, hacia la que ocupaban Devers y Carlow. Carlow seguía con las manos debajo de la mesa y Devers seguía vigilando a los empleados tras la espalda de Wycza, sin notar que ninguno de ellos se comportara de forma especial.
Mientras cruzaban el salón, Florio le dijo a Wycza:
– En realidad, no soy el dueño de este lugar, sabe. Me limito a estar al frente para alguna gente de la ciudad.
– Ernie Dulare -dijo Wycza. Complacido por la mirada de asombro que logró pronunciando el nombre, agregó otro-: Adolf Lozini.
– ¿Los conoce usted?
– ¿Conoce un bebé el pecho de su mamá?
Llegaron a la mesa. Wycza hizo sentar a Florio junto a Carlow y él se sentó a la derecha de Florio. Este dijo:
– Si los conocen, ¿qué es lo que están haciendo?
– Un pequeño robo -contestó Wycza-. Nada de qué preocuparse.
Devers seguía mirando al salón.
– No habrá problemas, ¿no te parece? -dijo Carlow, dirigiéndose a Wycza.
En realidad no parecía nervioso, sino algo tenso, como si en cualquier momento el rígido control que tenía sobre sí mismo pudiera estallar.
Wycza, tranquilizándolo, le palmeó el hombro y le dijo:
– No hay problema. Tony va a cooperar. ¿Qué son para él unos pocos dólares? Este lugar es una fábrica de dinero; para el fin de semana ya se habrá recuperado. -Se volvió hacia Florio-. ¿No es así Tony?
– No hay dinero aquí -repuso Florio-. Les juro por Dios que no les engaño, pero aquí no hay dinero.
– De eso queremos hablar, Tony -dijo Wycza-. Pero mientras hablamos, mande traer un teléfono a esta mesa. ¿Lo haría por favor, Tony?
– ¿Un teléfono?
Devers ya había levantado un brazo para llamar al camarero. Cuando el hombre vino, de prisa porque el jefe estaba sentado a la mesa, Devers hizo un gesto en dirección a Florio.
Florio vaciló, no por rebelión, sino por un simple desconcierto. Pero, al sentir el silencio, se volvió abruptamente hacia el camarero y dijo:
– Paul, tráiganos un teléfono aquí, por favor.
– Enseguida, señor Florio.
El mozo se fue y Wycza dijo:
– Pues bien, hablemos de lo que pasa allá arriba, Tony. Tenemos un hombre con su administrador en este momento.
Florio lo miró atónito:
– ¿Qué dice?
– El administrador todavía no sabe lo que está sucediendo -siguió Wycza-. Cuando traigan el teléfono, quiero que llame a su oficina y le diga que debe hacer lo que nuestro hombre le ordene.
– Dios mío -exclamó Florio. Era la primera vez en los nueve años de existencia del Riviera que recibían visita de ladrones, y justo empezaba a admitir que era cierto. Esta vez se trataba de un robo a gran escala, totalmente profesional.
– ¿Cuántos son? -preguntó.
Wycza le respondió con una sonrisa seca:
– Bastantes -y en ese momento vino el camarero con el teléfono. Esperaron en silencio mientras lo depositaba sobre la mesa y llevaba el largo cable a enchufarlo en la pared más cercana. Volvió a la mesa, alzó el auricular y escuchó, volvió a posarlo y dijo:
– Aquí lo tiene, señor Florio.
– Gracias, Paul.
El camarero se fue, y Stan Devers dijo:
– Se me ocurre que el nombre del camarero podría no ser Paul.
Wycza cambió ligeramente el gesto y le preguntó a Florio:
– ¿Usted no haría una cosa así, no es cierto?
– ¿Me cree loco? -respondió Florio estirando los brazos-. ¿Cuánto me pueden sacar? No vale la pena dejarse matar por las ganancias de una noche de lunes.
Devers miró al camarero y comentó:
– Parece que todo está en orden.
Wycza, hablando suavemente, le dijo a Florio:
– ¿Y qué me dice de los cuarenta mil en la caja fuerte? ¿Sí vale la pena morir por eso?
Florio lo miró:
– ¿Qué cuarenta mil?
– Usted guarda cuarenta mil en efectivo en la caja fuerte -aseguró Wycza-. Dinero de reserva, en caso de que alguien tenga una racha de suerte. Ése es el dinero que queremos, Tony.
– De eso no se habrán enterado en la calle -contestó Florio. En sus mejillas aparecieron pálidos círculos de ira-. Algún hijo de puta me ha traicionado.
– Me lo dijo Ernie Dulare -dijo Wycza sonriendo. Luego borró la sonrisa de su cara como si nunca hubiera existido y agregó-: Ahora llame al administrador. Nuestro hombre está ahí con él, y se llama Flynn.
– ¿Flynn? El nombre de mi administrador es Flynn.
– Una coincidencia -repuso Wycza-. Salvo que Flynn es el verdadero nombre de su administrador. Llámelo.
Florio levantó el auricular y vaciló con el dedo en el disco.
– ¿Qué le digo?
– Dígale la simple verdad -contestó Wycza-. Que usted está aquí abajo con una pistola en las costillas y que su señor Flynn tiene que hacer todo lo que nuestro señor Flynn le diga que haga, o usted dejará de existir.
– ¿Y si no me cree?
– Tendrá que convencerlo -respondió Wycza-. Llame.
Arriba, Mackey y el señor Flynn habían pasado al tema complementario de la recomendación de Frank Faran, y Mackey contaba un par de anécdotas que eran absolutamente ciertas excepto por el nombre de los participantes. Ahora revisaban el cuestionario que Mackey había rellenado, y Mackey lamentaba no haber hecho una copia con papel carbón; una cosa era llenar cuatro páginas de preguntas estúpidas y otra cosa era tratar de recordar esas mentiras diez minutos después.
Pero al fin sonó el teléfono y Mackey se tranquilizó un poco. La llamada llegaba con retraso y ya empezaba a preguntarse si algo habría fallado, si el casino estaría enterado de todo el plan y este idiota lo estaría entreteniendo con el cuestionario mientras esperaba que llegase la policía. Pero al fin sonó el teléfono y Mackey se tranquilizó. Metió la mano en la chaqueta y cerró los dedos alrededor de la pistola.