– Sí, señor Florio. -Flynn asintió y le sonrió a Mackey pidiéndole que esperara un segundo-. Sí, está aquí conmigo. -Esta vez le dedicó una sonrisa sorprendida a Mackey-: Caramba, el señor Florio lo conoce. -Pero al instante, su expresión cambió-: ¿Qué? ¿Qué dice?
Mackey sonrió y sacó la pistola. Se la mostró a Flynn y volvió a guardarla.
Flynn estaba muy erguido en su silla.
– No comprendo, señor Florio. -Escuchaba parpadeando y parecía un hombre que no quiere comprender-. Se da cuenta de que me está pidiendo…
Mackey no oía las palabras, pero sí el irritado zumbido de la voz de Florio en el oído de Flynn. Flynn parpadeó, tragó saliva, comenzó a asentir.
– Sí señor -dijo-. Sí, señor, por supuesto, es que no creía… Sí, señor. -Su cara estaba pálida como la miga del pan y le tendió el auricular a través de la mesa a Mackey-: Quiere hablar con usted.
– Gracias, primo -dijo Mackey y cogió el auricular-: Sí, aquí estoy.
Era la voz de Florio, reconocible y amarga, que decía:
– Uno de sus amigos quiere hablarle.
Mackey esperó; y enseguida oyó a Dan Wycza:
– ¿Todo bien?
– No podría estar mejor -respondió Mackey.
– Perfecto. Espera -Mackey mantuvo el auricular cerca de su cara para que Wycza pudiera oírlo, y le dijo a Flynn-: Tengo dos amigos afuera, quiero que los haga pasar aquí.
– Usted quiere que vaya a…
– No, no, no señor Flynn -dijo Mackey-. Llame a su hombre en la puerta. Dígale que dos caballeros van a venir y que los deje pasar. Y luego dígale a su recepcionista que les abra la puerta.
– Está bien -contestó Flynn, pero hubo algo en su voz y en su mirada que no le gustó a Mackey-. Espere -dijo.
Flynn lo miró atentamente.
Mackey dijo al teléfono:
– Creo que este tipo necesita un poco más de conversación con Florio. Parece que se está preparando para hacernos algo.
Flynn, todo inocencia ultrajada, protestó:
– No tengo… -Pero Mackey lo calló con un gesto de la mano.
Wycza dijo:
– Espera -y se volvió hacia Florio. Le informó-: Mi Flynn dice que su Flynn no comprende la situación. Parece tener algo en su mente.
Irritado, Florio masculló una maldición.
– Exacto -dijo Wycza. Le tendió el auricular a Florio-: Quizá le convenga decírselo personalmente.
Mackey, que oía a Wycza, le pasó el teléfono a Flynn.
– La voz del amo -dijo.
Flynn cogió el teléfono, vacilando, lo sostuvo con precaución cerca de su oreja como si temiera un mordisco.
– ¿Señor Florio?
El teléfono lo mordió. Asustado, Flynn trató de interrumpir tres o cuatro veces sin éxito, y al fin logró decir:
– Por supuesto, señor Florio. Yo no quería… No, señor, por supuesto.
Mackey esperaba, mirando a su alrededor. De acuerdo con la información de Faran, esa puerta a la derecha llevaba a la caja fuerte donde se guardaba el dinero, y la puerta de la izquierda daba al salón donde los empleados descansaban y fumaban y donde se retiraban los tres guardias armados cuando no estaban recorriendo el piso. Con esta manera de llegar al dinero, directamente a través de Florio y de Flynn, pasaban por alto todos los sistemas de seguridad, los guardias, las alarmas y todas las demás disposiciones protectoras de que disponía el local.
Era el plan de Parker, según la información de Faran, preparado en pocos minutos, y estaba funcionando a la perfección.
Flynn, sumiso, le devolvió el teléfono a Mackey. Aún mostraba signos de resistencia, pero esta vez Mackey no dudaba de que haría todo lo que dijera. Dijo:
– Estoy a sus órdenes.
– Perfecto -convino Mackey, y luego, al teléfono-: ¿Estás ahí?
– Aquí estoy -respondió Wycza.
– Ahora todo está en orden.
– Necesitaré un teléfono -dijo Flynn-. Pero si quiere su amigo, no necesita colgar.
– Buena idea. -Al teléfono, Mackey dijo-: Espera un minuto.
Flynn cogió el teléfono, llamó a la recepcionista y le dijo:
– Dígale a George que hay dos hombres en el salón que van a entrar. Que los deje pasar y usted tráigalos directamente aquí. Está bien. Gracias. -Apretó un botón, volvió la comunicación con Dan Wycza y le devolvió el aparato a Mackey-. Aquí tiene -le dijo.
Afuera, Hurley había abandonado la mesa con sólo veinte dólares y había ido a la mesa de dados donde Dalesia llevaba ya perdidos treinta y cinco. Hurley vio al hombre en la puerta coger el teléfono de la pared y le tocó el hombro a Dalesia.
– Es hora de ir -dijo.
– Está bien. -Dalesia dejó una última ficha de cinco dólares sobre el nueve, y los dos hombres caminaron a través del salón hacia el hombre que hablaba por teléfono.
– ¿Ustedes son los dos caballeros que espera el señor Flynn? -preguntó.
Pensaron que se refería a Mackey.
– Exacto -contestó Dalesia-, somos nosotros.
La puerta zumbó y el hombre la empujó.
– Adelante -les indicó.
– Gracias -respondió Dalesia.
Dutch Buenadella era dueño de otros dos cines pornográficos en Tyler, además del Teatro de Arte Adulto. Uno se llamaba simplemente Cine, y el otro, era el Pussycat. Pero sólo el Teatro del Arte Adulto contaba con un buen sistema de alarma contra ladrones y una caja fuerte sólida, así que allí se escondía todo el dinero escamoteado de las tres salas, donde se guardaba hasta que, una vez por mes, se dividía en partes y se distribuía entre los socios.
Habían pasado tres semanas desde el último reparto, y la caja fuerte de la oficina del administrador del Teatro del Arte Adulto contenía nueve mil doscientos dólares. Además, había ochocientos cincuenta dólares que se guardaban como fondo de reserva para silenciar a las autoridades si se presentaba algún problema. Y había también un paquete sellado y atado con dos tiras adhesivas con la palabra «Personal» escrita con letra de Dutch Buenadella y que contenía cuatrocientos dólares: uno de los recursos privados de Buenadella para un caso en que fuera necesario salir de la ciudad en un momento en que los bancos estuvieran cerrados, por ejemplo a las cuatro de la mañana.
Ralph Wiss había soplado contra la puerta del vestíbulo y la había abierto. Elkins había mirado en la taquilla y la había visto vacía, así que los dos habían subido la escalera, siguiendo la linterna de Elkins. La oficina del gerente estaba junto al servicio de caballeros, del que venía un olor rancio al que parecía imposible llegar a acostumbrarse.
Como la oficina del gerente daba a la calle, no podía encender la luz, pero con las persianas bajadas podían trabajar a la luz de la linterna de Elkins. La oficina era un pequeño cuarto con un escritorio viejo cubierto de papeles, una cantidad increíble de notas y avisos pegados en las paredes, una pequeña nevera junto a un fichero de metal y una pila de rollos de película en un rincón.
En otro rincón estaba la caja fuerte, un cubo de metal verde oscuro de cincuenta centímetros de lado, con una manija cromada en forma de L y un gran dial. Elkins le pasó a Wiss la linterna y Wiss estudió todas las caras de la caja fuerte, pasando los dedos por el metal, deteniéndose en las juntas de la puerta. Mientras estudiaba las posibilidades soltaba un sonido silbante entre la lengua y los dientes superiores, un sonido que durante un tiempo había molestado a Elkins -parecía un neumático que se desinfla-, pero al que, con el correr de los años, se había acostumbrado. Ahora ni siquiera lo oía.
– Hay que agujerear -decidió Wiss.
Elkins asintió.
– Perfecto.
Wiss trajo una lata de películas vacía, colocó la linterna sobre ella de modo que iluminara la caja y se sentó en el suelo a su lado con su maletín de cuero negro. Mientras lo abría, Elkins dijo: