Выбрать главу

– Iré abajo.

Wiss ya estaba concentrado. Respondió con un vago asentimiento, sacando cosas de su maletín, y no miró cuando Elkins salía del cuarto.

Elkins bajó en medio de la oscuridad, entró en la taquilla y se sentó en un taburete con los codos en el mostrador. Diagonalmente podía ver a través del cristal de la taquilla y las puertas de la calle, donde no sucedía absolutamente nada.

Un minuto después comenzó a oír el zumbido del taladro eléctrico.

En la compañía de alarmas, los cuatro guardias y uno de los serenos estaban atados, amordazados y encerrados en uno de los pequeños cuartos de la planta baja. Handy McKay, Fred Ducasse y Philly Webb estaban arriba jugando a las cartas. El otro sereno estaba atado a una silla con una venda en los ojos, de manera que los tres se habían quitado las capuchas. Necesitaban a ese hombre por si sonaba el teléfono. Handy le había dicho:

– Si llaman, usted contestará. Si dice lo que debe decir no pasará nada. Pero si dice algo que nos cause problemas…, adivine quién será el primer muerto.

– No estoy loco -respondió el hombre. Todavía seguía cabreado por el hecho de que Handy y Ducasse tampoco estuvieran locos.

– Perfecto -afirmó Handy, y llamó a Parker-. Por aquí todo bien -le dijo.

– Me alegro.

Handy le dio el número de la compañía y añadió:

– Nos veremos.

– Hasta luego -contestó Parker.

Flynn estaba en el umbral de la habitación donde se encontraba la caja fuerte y fruncía sus labios en un gesto de desaprobación, mirando a Dalesia y a Hurley, que llenaban con fajos de billetes dos bolsas negras que llevaban bajo sus camisas. Cuando las dos bolsas estuvieron llenas, los dos comenzaron a meter el dinero en unos bolsillos que colgaban de sus cinturas. Más allá, Mackey estaba sentado tras el escritorio de Flynn, con el teléfono en el oído, intercambiando ocasionalmente alguna palabra con Wycza. Había puesto los pies sobre el escritorio y fumaba uno de los cigarrillos de Flynn. Había considerado la posibilidad de hacer esperar a Wycza y llamar a Brenda, que lo esperaba en el hotel, pero decidió que no convenía hacer tonterías. Además, probablemente ya estaba dormida.

En el piso de abajo, Wycza y Florio conversaban sobre dietas naturistas. Wycza, como la mayoría de los profesionales, confiaba en el sistema de mantener a sus víctimas en la mayor calma posible, ya que la gente nerviosa suele insistir en hacerse matar, con lo cual había tratado de iniciar una conversación sobre varios temas con Florio, empezando con el mundo del boxeo, el mundo de los night-clubs y el mundo de las apuestas, hasta que la conversación había derivado en el tema del ejercicio físico, el cuidado del cuerpo y la comida saludable. Y ése había resultado ser el tema favorito de Florio; las compuertas se habían abierto y se sentían viejos amigos.

– Ahora bien, Adelle Davis…

– Carlton Fredericks…

– La sal marina natural -insistía Wycza- es una estafa. Es uno de los casos en los que es indiferente; la sal es siempre sal…

– Lo que importan son los fertilizantes que usan. -Florio se había olvidado de la pistola de Mike Carlow, se había olvidado del robo que estaba teniendo lugar y se inclinaba sobre la mesa, hablando con entusiasmo y haciendo gestos de entendido.

Wycza también era un fanático del tema y casi se había olvidado del motivo por el que estaba allí. Se explayaba casi con tanto entusiasmo como el mismo Florio. Ambos encontraban muchos puntos en común, y a veces puntos sobre los que disentían completamente, con una seriedad casi religiosa.

Carlow se mantenía totalmente ajeno a la conversación. Su hobby personal eran los coches de carreras, lo que no tenía que ver nada con la salud o con el cuidado del cuerpo humano. Simplemente se limitaba a estar en su sitio, con la mano derecha bajo la mesa. Observaba el comedor y dejaba que las palabras de los otros lo envolvieran.

Stan Devers prestaba atención por momentos. Se mantenía en buen estado físico, pero nunca se había preocupado demasiado por eso ni había ajustado sus costumbres a la mesa de acuerdo con ningún ideal físico. Estaba convencido de que tanto Wycza como Florio estaban locos. Casi siempre se guardaba para sí su opinión, pero de vez en cuando los oía afirmar, ambos de acuerdo, algún punto que le parecía propio de la mayor demencia, y se alteraba y les decía que estaban equivocados. Entonces los dos se unían contra él, Wycza apoyándose en las estadísticas, Florio contando historias espeluznantes sobre boxeadores y luchadores y otros grandes especímenes físicos que se habían arruinado con el tabaco o los carbohidratos, o con hábitos de sueño perniciosos. Devers se retiraba vencido, pero no convencido.

Para todos esa noche se estaba convirtiendo en un acontecimiento social inolvidable.

A la una menos veinte, Ralph Wiss abrió su sexto agujero en la parte frontal de la caja fuerte; oyó el chasquido del mecanismo dentro, bajó la manija y la puerta se abrió lentamente.

– Bien -dijo para sí mismo, guardó sus herramientas en el maletín y se puso en pie. Se sentía agarrotado, sobre todo las rodillas y la espalda, y tenía la boca muy seca. Siempre se le secaba la boca cuando trabajaba en una caja fuerte, pero era el resultado de su silbido inconsciente y no de los nervios.

Había vasos de papel junto a la nevera. Bebió dos vasos de agua, arrugó el vaso y lo tiró. Salió hacia la escalera:

– Frank.

– Ya voy.

Wiss sostuvo la linterna para que Elkins viera la escalera. Elkins había estado dormitando en la taquilla y subía bostezando y desperezándose. Cuando llegó arriba preguntó:

– ¿La abriste?

– Por supuesto.

Entraron en la oficina y sacaron el dinero de la caja, que totalizaba diez mil cuatrocientos cincuenta dólares. La mitad la metieron en sus bolsillos y el resto fue al maletín de Wiss junto con las herramientas. Luego sacaron pañuelos y limpiaron rápidamente las pocas superficies que habían tocado. Bajaron la escalera, salieron del teatro y caminaron hacia el coche.

El teléfono le dijo a Wycza:

– Ya está todo listo. Bajamos.

– ¿Eh? ¡Ah, está bien!

Él y Florio estaban hablando de los polisaturados. Wycza, algo embarazado, como un vendedor de seguros que hubiera simulado hacer una visita de cortesía, colgó el teléfono y dijo:

– Lo siento, señor Florio, pero hay que volver a los negocios.

Florio lo miró sin comprender por un segundo. Luego miró a Devers y a Carlow, volvió a mirar a Wycza y dijo con una sonrisa agria:

– Me había olvidado de eso.

– No estaba engañándole, señor Florio -dijo Wycza-. Me gustaría que pudiéramos seguir hablando.

Florio lo estudió con mirada escéptica, luego volvió a sonreír, ya no tan agriamente.

– Sí, creo que sí -dijo-. Bien, le diré una cosa, amigo. Usted no escogió un trabajo bueno para su salud.

– Espero que esté equivocado -respondió Wycza-. De todos modos, ahora tendrá que salir con nosotros.

Florio asintió.

– Me lo esperaba. ¿Me golpearán en la cabeza después? No me gustan las contusiones.

– Ya veremos -prometió Wycza.

– Gracias.

– Vamos -dijo Wycza y se puso en pie.

Arriba, Mackey volvía a tener un pequeño problema con Flynn.

– Si salgo con ustedes -decía Flynn-, ¿cómo sé que no me matarán en el aparcamiento?

– Porque no estamos locos -le contestó Mackey.

– ¿Por qué íbamos a querer que nos buscasen por homicidio? -le preguntó Dalesia.

Pero fue Hurley quien dio el mejor argumento:

– Si quisiéramos matarlo, imbécil -le dijo-, lo haríamos aquí, en su oficina. Así que cierre la boca y camine.

Flynn se calló y caminó. El, Mackey, Hurley y Dalesia salieron a la sala de juego, Mackey y Flynn delante, Hurley y Dalesia con las bolsas detrás. George, el hombre de la puerta, los miró sorprendido cuando aparecieron, pero esta vez Flynn hizo bien su papel y le habló como Mackey se lo había ordenado.