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– Quédese aquí, George -ordenó Flynn-. Tenemos que bajar unos minutos.

George, sorprendido y curioso, contestó:

– Está bien, señor Flynn.

– Si pasa algo antes de que vuelva, estaré con el señor Florio.

– Sí, señor.

Bajaron y encontraron a Florio y a los otros tres conversando junto a la puerta de la entrada. Los dos grupos se reunieron y los ocho salieron y caminaron hasta el estacionamiento, que ahora tenía la mitad de coches que había tenido una hora antes; el lunes es una noche para acostarse temprano.

El estacionamiento estaba iluminado por faroles en lo alto de postes muy altos. Cuando caminaban, Wycza les dijo a los otros, como pidiendo disculpas:

– Le prometí al señor Florio que no golpearíamos a nadie en la cabeza. ¿Por qué no nos limitamos a llevarlos a una milla o dos de camino? Eso nos dará el tiempo que necesitamos.

No hubo ninguna objeción. Mackey, encogiéndose de hombros, dijo:

– Por mí está bien. ¿Le parece bien, señor Flynn?

Flynn no tenía nada que decir. Florio le dijo a Wycza:

– Gracias, aprecio ese gesto.

– Es lo menos que podía hacer -contestó Wycza.

XLIV

Era la una de la madrugada cuando finalizó la programación televisiva local y Parker decidió volver a introducir a Faran en el armario. Buscó un manojo de naipes y se entretuvo un rato haciendo solitarios.

La primera vez que registró el apartamento había encontrado, en un cajón de la mesa del dormitorio, un juego de llaves del portal y del apartamento. Había ordenado hacer cuatro juegos más y los había repartido entre Elkins, Mackey, Devers y McKay, de manera que los diferentes grupos pudieran entrar y salir sin tener que llamar al timbre en mitad de la noche. Elkins usó ahora su llave y entró, junto a Wiss, con el maletín de cuero negro. Los dos parecían bastante satisfechos de sí mismos.

Parker jugaba a las cartas en la mesa del comedor. Se puso en pie y preguntó:

– ¿Algún problema?

– Sin complicaciones -contestó Wiss. Dejó el maletín en el sofá y él y Elkins vaciaron el dinero de sus bolsillos y del maletín en una mesita-. Todo muy bien -dijo.

Parker miró el montón de billetes.

– ¿Lo contasteis?

– Diez mil cuatrocientos cincuenta -respondió Elkins.

– Un poco más de lo que pensábamos.

Elkins sonrió.

– Pensé en guardarnos un par de cientos; nadie se enteraría. Pero no vale la pena.

– A todos les irá bien esta noche -le dijo Parker-. No necesitaremos propinas.

– ¿Tuviste noticias de los otros? -preguntó Wiss.

– En la compañía de alarmas todo está bien. Y el gerente del Riviera llamó hace un rato para preguntar por el crédito del señor Flynn.

– Encantador -dijo Wiss. Buscó en el maletín a ver si había quedado algún billete, no encontró ninguno, y lo cerró-. Nos vamos -dijo.

– Llamaré a Webb.

Fueron hacia la puerta. Elkins se despidió:

– Hasta luego.

Parker hizo un gesto. Salieron y llamó a Philly Webb, en la compañía de alarmas.

– Wiss y Elkins están de camino -informó, y volvió a su solitario.

Diez minutos después, Mackey, Hurley y Dalesia entraron con las bolsas llenas de dinero. Mackey sonreía con su sonrisa dura y agresiva.

– Parker, deberías haber estado allí.

Parker volvió a dejar las cartas.

– ¿No hubo problemas?

– Fue como cortar una tarta -dijo Mackey.

Hurley intervino:

– Ese monstruo calvo, ¿cómo se llama…?

– Wycza -contestó Parker.

– Sí, Wycza y Florio se hicieron amigos. Nunca he visto cosa igual.

– ¿Qué hacemos con el dinero? -preguntó Dalesia.

Parker apartó las cartas de la mesa.

– Ponedlo aquí. ¿Lo contasteis?

– Es lo que vamos a hacer ahora -respondió Mackey. Se frotó las manos, le sonrió a todo el mundo y agregó-: Me encanta contar dinero. Dinero ajeno.

– Ahora es nuestro -repuso Hurley.

Abrieron las bolsas, sacaron los fajos de dinero y lo apilaron como una montaña verde sobre la mesa. Los cuatro empezaron a contar haciendo montones y cuando terminaron sumaron los cuatro totales. Dalesia fue quien sumó, con lápiz y papel.

– Cuarenta y siete mil seiscientos -dijo.

– Está verdaderamente bien -dijo Mackey.

Hurley miró el dinero de la mesa pequeña y preguntó:

– ¿Eso es lo del cine?

Parker asintió.

– Diez mil cuatrocientos cincuenta.

Dalesia dijo:

– Hasta el momento, cincuenta y nueve mil cincuenta dólares.

– ¿Y esos cincuenta dólares? -preguntó Mackey riéndose.

– Se los dejaremos a los dueños de esto, por el alojamiento -dijo Hurley, señalando la sala.

– ¿Wycza y los otros ya fueron al siguiente? -preguntó Parker.

– Exacto -contestó Dalesia. Miró su reloj y agregó-: Y nosotros también nos tenemos que ir. Nos vemos después, Parker.

Los tres salieron del apartamento. Parker fue al dormitorio, echó una mirada al armario cerrado y revisó los cajones de una cómoda. El de arriba estaba casi vacío; puso su contenido en otro cajón, llevó el vacío a la sala y lo llenó con el dinero de los dos robos. Volvió al dormitorio y colocó el cajón en la cómoda. Regresó a la sala para empezar una nueva partida al solitario.

Todavía no eran las dos de la mañana.

XLV

Calesian soñaba con un esquiador blanco sobre una montaña negra. No podía verle el rostro, sólo las piernas, los esquíes blancos, la ladera negra resplandeciente, el cielo gris blanquecino. El esquiador corría hacia abajo en ángulo, muy rápido, y el viento silbaba a su paso, y seguía y seguía, aunque nunca parecía llegar abajo; y la enorme ladera estaba desierta.

El sonido del teléfono confundió su mente, que trató de interpolarlo en el sueño como unas campanas. Pero no había iglesia, y la imagen se destruyó y se despertó, con la boca seca y desorientado. Oyó el teléfono, que sonaba por segunda vez. No necesitaba encender la luz para coger el auricular de la mesilla de noche. Tendido de lado, oyendo el latido de su corazón en el oído apretado contra la almohada, se llevó el auricular a la otra oreja:

– Hola.

– ¿Calesian? -Era una voz enojada, y una voz que reconocía, aunque no pudo unirla a ningún hombre por el momento. Pero sabía que era alguien con poder; el tono de la voz bastaba para indicarle eso.

– ¿Sí? -dijo-. ¿Quién es?

– Dulare, bastardo imbécil. Despiértate.

Dulare.

– Estoy despierto -contestó Calesian, y sintió un movimiento nervioso en todo el cuerpo. Levantó la cabeza de la almohada, se apoyó sobre un codo y repitió-: Estoy despierto. ¿Qué pasa? -Parpadeó en la oscuridad; del otro lado de la ventana de su dormitorio, no brillaba la luna. Todo estaba oscuro como el interior de un armario.

– Ya verás qué pasa -dijo Dulare-. Seis tipos acaban de asaltar el Riviera.

– ¿Qué?

– Ya me oíste, ¡maldito seas!

– Asaltaron…

– Tiene que ser tu amigo Parker -dijo Dulare-. No puede ser ningún otro.

– ¡Dios santo!

– Dios no tiene nada que ver con esto… -Dulare estaba furioso; sus palabras parecían acuñadas en metal-. Calesian, te aseguro que ningún ladrón va a quitarme cincuenta mil dólares.

– No… -Calesian se pasó la mano libre por la cara, tratando de pensar. Ahora estaba sentado en la cama y se había olvidado del sueño.

– ¿Dijiste que eran seis?

– Ha traído amigos -respondió Dulare-. El hijo de perra está empezando una guerra, Calesian. Has cometido todos los errores posibles en este asunto, tú y ese imbécil de Buenadella.