– ¿No pudieron hacer nada? -Era una pregunta estúpida, y Calesian lo sabía, pero no encontraba nada sensato que decir y el silencio hubiera sido peor.
– Voy a casa de Buenadella -dijo Dulare. Era mal síntoma que llamase a Dutch por su apellido-. No quiero que ninguno de vosotros siga haciéndose cargo de la situación, no mientras esté Parker dando vueltas. Estaré en quince minutos, y es mejor que estés tú también.
– Por supuesto -contestó Calesian, pero Dulare ya había colgado.
Calesian colgó, luego se puso en pie y se quedó un instante en la oscuridad, negándose a encender la luz, a afrontar la realidad, a empezar a moverse.
Debería haber sabido. Debería haber sospechado que Parker haría algo así; ahora entendía por qué el bastardo había desaparecido. El modo en que había presionado a Lozini la semana anterior, robando en el New York Room y en la cervecería, y en el garaje del centro. Sólo que esta vez, en lugar de tres pequeños golpes anónimos, había dado un gran golpe y se había hecho con cincuenta mil dólares.
¿Un gran golpe? De pronto, con la convicción de una revelación del más allá, supo que habría más golpes. Mirando por la ventana, Calesian pensó: «Está ahí afuera, en algún lugar, ahora, robando algo. ¿Dónde demonios estás, Parker?».
Aún en la oscuridad, volvió la cabeza hacia el teléfono que no podía ver. ¿Llamar a alguien? ¿Dar la alarma? ¿A quién? No tenía la menor idea de adónde irían, o incluso si la policía podría hacer algo. Un asalto en el Riviera estaba fuera de la jurisdicción de la ciudad. Y si no había habido heridos o clientes que se hubieran enterado, probablemente no lo denunciarían.
Cincuenta mil. Y sólo era el primero.
Calesian fue a la ventana, miró la ciudad oscura bajo el cielo sin luna. Las luces de las calles daban más relieve a la oscuridad. Calesian sintió a Parker en algún lado, escurriéndose en las sombras con su ejército.
Miró al cielo. ¿Por qué no había luna? Afuera debía de hacer calor, pero aquí dentro funcionaba el aire acondicionado, y sintió un escalofrío. «Una maldita noche para morir», pensó.
XLVI
Antes de reemprender su nueva vida, Ben Pelzer había permanecido preso dos años, experiencia que le sirvió para recuperar el gusto por el orden y la limpieza en todo lo que hacía. El apartamento del tercer piso en la East Tenth Street, donde era conocido como Barry Pearlman, estaba siempre tan limpio como una patena, y lo mismo su casa en Northglen, donde vivía bajo su propio nombre con su esposa y sus mellizas de tres años, Joanne y Joette.
La vida de Pelzer estaba organizada con tanta limpieza como sus casas, y el comienzo de su semana era el viernes, cuando en su casa de Northglen hacía su maleta y cogía un avión; a veces a Baltimore, o a Savannah, o a Nueva Orleans, o, más raramente, a Nueva York. Nunca sabía de antemano adónde iría, y no le importaba. Simplemente pasaba por la oficina de Frank Schroder, recogía los billetes, las instrucciones, la bolsa con el dinero y partía.
En el aeropuerto de esa ciudad, cualquiera que fuese, tenía que hacer una llamada telefónica, aunque de vez en cuando había un encuentro real en el aeropuerto; en Nueva York solía suceder así. Él entregaba el dinero, recibía la mercancía y volvía en el vuelo siguiente a Tyler. Conducía su coche hasta la casa de la East Tenth Street, subía a su apartamento y esperaba la primera llamada en la puerta.
Nunca tardaba mucho. Ben Pelzer era la Madre de las Madres, el mayorista de todos los distribuidores callejeros de Tyler. Frank Schroder disponía de otros para otros territorios, pero la acción centavo a centavo en las calles, por la cajita de píldoras o el sobre de papel que se compra en un portal o en un banco del parque, se realizaba con la mercancía que había pasado por las manos de Ben Pelzer.
Y el fin de semana era de lo más activo. La noche del viernes y la mañana del sábado los minoristas hacían cola en la puerta de Barry Pearlman para proveerse, y la noche del sábado volvían a por más. No podían comprarla toda a la vez, porque la compra se hacía estrictamente en efectivo y ninguno de los minoristas tenía tanto dinero en efectivo el viernes como para comprar la provisión de todo el fin de semana.
En una sesión normal, las mercancías puestas en circulación por Pelzer producían unos cien mil dólares en la calle. El veinte por ciento de esa cifra les correspondía a los minoristas, el resto venía al apartamento de Pelzer. La parte de Pelzer era el dos por ciento del efectivo semanal, lo que hacía una media de unos mil seiscientos dólares, lo que no estaba nada mal por una semana. Los setenta u ochenta mil restantes eran de Frank Schroder, y con eso se volvía a comprar más a la semana siguiente, se pagaba a la ley y los socios principales recibían su dividendo; durante todo el fin de semana, ese dinero se guardaba en una maleta bajo la cama de Pelzer.
Era demasiado dinero para tenerlo en un solo sitio, especialmente si gente como los clientes de Ben Pelzer lo sabían, pero nunca había habido un intento de robo. En primer lugar, todos los que conocían la existencia del dinero también sabían a quién pertenecía. Y en segundo lugar, Pelzer y el dinero nunca estaban solos en el apartamento; dos de los hombres de Frank Schroder permanecían con él; llegaban el viernes, no más de media hora después que el mismo Ben, y se quedaban con él y con el dinero durante todo el fin de semana. Los dos que habitualmente ocupaban ese puesto, Jerry Trask y Frank Slade, eran grandes y fuertes, un gran contraste con el delgado y meticuloso Ben Pelzer, y durante los tres últimos años los tres habían llenado las horas muertas de los largos fines de semana con una interminable partida de Monopoly. Se prestaban dinero unos a otros, se perdonaban deudas, inventaban nuevas reglas y hacían todo lo posible por mantener viva la partida. Ya los tres eran millonarios en la ficción y usaban los billetes de tres juegos. Ninguno se cansaba nunca del juego, que estaba permanentemente puesto sobre una mesa en el medio de la sala del apartamento.
La semana del trabajo de Pelzer -y su período de ser Barry Pearlman- terminaba la noche del lunes, muy tarde. Como residuo del tráfico del fin de semana, siempre había una última erupción de compras el lunes, cuando los minoristas se proveían para sus operaciones diarias con los clientes serios, muy distintos de los aficionados del fin de semana. A la medianoche del lunes se completaba el negocio, pero Pelzer siempre lo mantenía abierto hasta la una de la mañana. Por último, a la una en punto, abandonaba el juego del Monopoly y se encerraba en el dormitorio mientras Trask y Slade lavaban los platos y limpiaban todo. Si alguien llamaba después de la una, no tenía suerte: nadie respondía.
En el dormitorio, Pelzer colocaba la maleta sobre la cama, sacaba el dinero y lo contaba lentamente. Esta semana el total fue de ochenta y dos mil novecientos dólares. Su dos por ciento ascendía a mil seiscientos cincuenta y cinco dólares y veinticuatro centavos, pero siempre bajaba la cifra a la centena, de modo que esta semana había realizado exactamente su promedio: mil seiscientos dólares. Apartó ese dinero en los billetes más nuevos, casi todo en billetes de veinte y de cinco, y lo guardó bajo su camisa. Sacó otros quinientos dólares, en billetes de diez y veinte, los puso a un lado de la cama y cerró la maleta. Luego abrió la puerta del dormitorio y llevó la maleta y los quinientos extra a la sala.
Los quinientos eran la paga de sus asociados: doscientos cincuenta para cada uno. Nunca hablaba con ellos de su propio salario, de modo que ellos no sabían la disparidad entre sus mil seiscientos dólares y los escasos doscientos cincuenta de ellos; al no saber nada, nunca causarían problemas.
A partir de aquí, la rutina indicaba que saldrían del apartamento e irían en el coche de Pelzer hasta el aparcamiento que había detrás de la oficina de Frank Schroder, donde los estaría esperando otro coche y Pelzer se iría a casa, donde su esposa lo estaría esperando con una cena tardía. Comerían juntos, lavarían los platos y se irían a la cama; a partir de ahí, Pelzer se quedaba en casa, entreteniéndose con su jardín y su trabajo de carpintería hasta el viernes por la mañana y el comienzo de otra semana laboral.