Era un trabajo fácil, sin problemas, sin esfuerzos. Le permitía pasar cuatro noches y tres días enteros con su familia todas las semanas, le ofrecía viajes interesantes y le presentaba una amplia variedad de tipos humanos; la paga era buena y nunca había surgido ningún problema.
Hasta esta noche.
– Aquí vienen -dijo Carlow.
Habían localizado el Oldsmobile Cutlass de Pelzer, casi a una manzana del apartamento, y estaban aparcados detrás, en un coche diferente, pues Carlow había cambiado el Mercury por un American Motors Ambassador. El aire acondicionado funcionaba mejor en este coche, pero no había sitio para los tres delante, especialmente por el tamaño de Dan Wycza. De modo que él se sentaba detrás; Wycza, Devers y Carlow observaban salir a los tres hombres del edificio, a una manzana de distancia, y venir hacia el coche; el hombre más pequeño, entre los otros dos, transportaba una maleta aparentemente pesada, mientras los otros miraban a derecha e izquierda al caminar.
– Los miro -dijo Wycza-, miro a esos tipos y pienso que no son sensatos.
– ¿Te parece que nos darán problemas? -preguntó Devers.
– Creo que tendremos que empezar matándolos.
Devers pareció preocupado.
– No sé -dijo.
– Yo sí sé -repuso Carlow. Señaló con la cabeza a Wycza y le dijo a Devers-: Tiene razón. A esos dos tan grandes los contrataron para cuidar el dinero. Si lo pierden, están muertos de todos modos.
– Yo tengo buena puntería -aseguró Devers-. Dejadme herir a uno y les daremos la oportunidad de ser sensatos.
Carlow se volvió hacia Wycza para conocer su opinión. Estos tres hombres no se conocían entre sí, nunca habían trabajado juntos. Hoy se habían visto por primera vez; Wycza y Devers en el avión, y Carlow, en el apartamento de Parker. Les era difícil saber cómo repartirse el trabajo, en qué cosas era experto cada uno. Carlow y Wycza, mirándose en la débil iluminación de una calle perpendicular, trataron de llegar silenciosamente a un acuerdo sobre Devers, y al mismo tiempo de medirse entre sí. Wycza bajó los ojos y asintió ligeramente, encogiendo los hombros, como si dijera: «Qué diablos, dejémosle que haga lo que le parezca, tendremos tiempo de cubrirnos». Carlow torció los labios y miró hacia el frente antes de contestar, gestos que para Wycza significaban claramente: «La decisión te corresponde a ti, yo sólo soy el conductor, y si sale mal, no será culpa mía». En voz alta, Carlow le dijo a Devers:
– Como te parezca.
– Vale la pena probar -contestó Devers. Se volvió y dijo a Wycza-: Dime qué te parece. Si a pesar de todo quieren causar problemas, intervienes tú. -De modo que Devers también se mostraba prudente en esta nueva asociación y no aceptaba toda la responsabilidad sobre sus hombros.
Wycza asintió. Devers dispararía contra uno en el hombro, y si no se calmaban Wycza dispararía contra los tres a la cabeza.
– Perfecto -contestó.
El corredor de Bolsa Andrew Leffler no pensó en el cuarto trasero cuando los ladrones aparecieron en su casa a mitad de la noche. Se despertó al encenderse la luz y se sentó, atónito, y vio a dos hombres vestidos de negro, con capuchas negras en la cabeza, en el umbral del dormitorio, apuntándolo con sus pistolas. En esos primeros segundos de vigilia pensó que eran simplemente rateros que venían a apoderarse de cualquier cosa de valor que hubiera en la casa.
Automáticamente su mano derecha tanteó la mesilla de noche en busca de las gafas. En la otra cama, Maureen también se había despertado y su esposo oyó la respiración entrecortada que indicaba que ella también había visto a los hombres y sus armas, pero no gritó, y al pensar en la tranquilidad y presencia de ánimo de Maureen disminuyó también su pánico, causado por la torpeza de sus dedos con las gafas. Al no poder ver correctamente, todo parecía peor.
– Tranquilícese -dijo uno de los hombres-, y no haremos daño a nadie.
Cuando al fin logró ponerse las gafas, cambió de opinión al instante y decidió que estos eran dos secuestradores. «Que sea a mí a quien quieren -pensó- y no a Maureen.»
Con las gafas podía verlos con más claridad. Los dos eran hombres delgados y parecían más delgados aún por las ropas negras. Sostenían con firmeza sus pistolas y se habían separado. Ahora estaban flanqueando el umbral. Y también estaban, notó Leffler, fuera del campo visual de las ventanas.
Uno de ellos dijo:
– Levántense. Los dos. Pónganse una bata y zapatillas. No necesitarán más; afuera hace calor.
«¿Los dos?», pensó Leffler.
– Llévenme a mí -dijo-, sólo me quieren a mí.
– No pierda tiempo -le contestó el hombre. Su voz estaba extrañamente alterada y deshumanizada por el efecto de la capucha negra-. Si tenemos que llevarlos por la fuerza -añadió-, lo lamentará.
Con voz débil pero gestos firmes, como casi siempre, Maureen dijo:
– Hagamos lo que dicen, Art. -Y fue la primera en apartar la manta y salir de la cama.
Leffler se dio prisa para estar a su lado. Le enfurecía que estos dos hombres vieran a su esposa en camisón, aunque el grueso algodón no mostraba nada y el camisón era tan amplio que había que adivinar la forma del cuerpo. Pero su sensación de intrusión personal, de violación de la propiedad, comenzó con Maureen y su camisón. Con la voz más trémula por la ira que por el miedo, dijo abruptamente…
– Ustedes dos pagarán por esto.
Ellos no se molestaron en responder y, en cierto modo, eso fue peor que la respuesta más dura. Oyendo una y otra vez el eco de su estereotipada bravata, Leffler se sintió embarazado y se dio prisa con su bata y sus zapatillas, como si quisiera terminar lo antes posible con esta experiencia tan humillante.
Cuando los dos estuvieron listos, uno de los hombres dijo:
– Ahora apagaremos la luz, pero los alumbraremos con la linterna; y podemos ver muy bien en la oscuridad, de modo que no se pasen de listos. Caminen hasta la puerta de entrada y salgan.
¿Discutir con ellos? ¿Tratar de que explicaran qué plan tenían? Leffler vaciló, pero supo que ninguna discusión serviría de nada, y que sólo terminaría peor de lo que estaba, así que cogió a su esposa del brazo y los dos fueron hacia la sala.
Durante los primeros pasos la luz estaba encendida, pero pronto fue apagada y ocupó su lugar el pequeño rayo de una linterna; apuntaba a sus espaldas y arrojaba grandes sombras hacia delante; apenas si iluminaba las paredes y los muebles a los lados. Siguieron caminando por la casa, por un camino que hubieran podido recorrer con los ojos cerrados. Pero este sistema era peor que caminar con los ojos cerrados; las sombras que se alteraban constantemente transformaban el terreno familiar en un territorio desconocido. Cuando entraron a la sala, Leffler se golpeó la rodilla contra un ángulo del piano.
La mano de Maureen apretó su brazo.
– ¿Estás bien?
– Sí -contestó él y, aunque le dolía terriblemente, se las arregló para seguir como si nada hubiera pasado y para no inclinarse a tocar la rodilla golpeada. No mostraría debilidad frente a estos hombres delante de Maureen aun en estas circunstancias. La palmeó en el brazo y le susurró:
– Lo siento querida.
– No seas tonto. -Ella se apoyó en él y él sintió su sonrisa-. Esto es una aventura, nada más -dijo.
Una aventura. «Tengo cincuenta y siete años -le dijo él con el pensamiento- y tú cincuenta y cuatro. Ya no necesitamos aventuras.»
Pero no dijo nada en voz alta. Y el valor y la calma de su esposa lo ayudaron a seguir adelante hasta la puerta, con los dos pistoleros que los seguían silenciosamente.
Y aún no había pensado en el cuarto trasero.