¿Existía una forma de sobreponerse? Por ahora no, al menos no la veía, pero aun así, no se rendiría. Tenía que mantenerse al margen, observando y esperando, esperando que se produjera un hueco en alguna parte; sentado en el estudio de Buenadella, oscuro e ignorado en un rincón, observaba a Quittner y a Dulare en el escritorio como dos comandantes en un cuartel preparando una batalla decisiva. Observaba y escuchaba y esperaba que se abriese un nuevo hueco, algún camino que lo devolviera al poder.
Dulare estaba al teléfono, hablando con Farrell. Hasta ese momento, una comunicación entre Farrell y alguien de este lado de la barrera habría sido impensable; pero ahora estaban en una situación de crisis, y la seguridad había sido arrojada por la borda. Además, con las elecciones mañana mismo, era demasiado tarde para que nadie se aprovechara de la propaganda adversa que podían significar los contactos de Farrell; y una vez elegido, ¿qué podrían hacer?
– George -decía Dulare-, estate tranquilo. Estás rodeado de hombres capaces y… Ya sé que lo hicieron. Y por esa misma razón ahora tu seguridad es mayor. Quédate donde estás, quédate al margen, por encima. Mañana temprano irás a votar, y después ocúltate hasta que todo termine. Nosotros nos ocultaremos… También tiene su utilidad, George, quedarse quieto y esperar… Ya lo sé. Si yo hubiera estado antes en esto, no habría sucedido nada… Es cierto, George, eso es lo que va a suceder… Por supuesto, George, te lo haré saber antes que a nadie… Está bien. Adiós, George.
Dulare colgó y se volvió hacia Quittner:
– Este tipo es más imbécil que el pobre Wain.
– Se sobrepondrá -contestó Quittner. Tenía una voz suave, sin fuerza; a veces era difícil de oír-. Está asustado, eso es todo.
Dulare gruñó y miró la hoja de papel con la que había estado jugueteando.
– Sigo pensando -dijo- que caerán sobre otros lugares. El Riviera, Nick Rifkin, ese hombre vuestro, Pelzer.
– Saben mucho -comentó Quittner-. Saben más que yo. Nick Rifkin, por ejemplo; yo no sabía nada de él.
– Pequeñas operaciones de préstamo. -Dulare se encogió de hombros y cambió de tema-. Lo que importa es a quién robarán ahora.
– ¿Cómo se habrán enterado?
– Es ese maldito Faran -contestó Dulare-. Es uno de esos payasos sociables, siempre invitando a la gente a tomar un trago. Te sientas con él, comienzas a charlar y en unos pocos minutos se ha enterado de toda tu vida.
– Resulta demasiado caro -afirmó Quittner.
– Frank tiene cantidad de amigos -dijo Dulare-. Cantaradas, todos querrán perdonarlo, dejarlo pasar, no hacer ruido.
– Resulta demasiado caro. -Quittner tenía un modo suave, sin énfasis, de repetirse, que lo hacía mucho más impresionante que un grito o que una relación de argumentos variados.
Dulare se encogió de hombros.
– Veremos si vuelve con vida -dijo-. Entonces hablaremos.
Hubo un silencio. Calesian observó cómo Quittner pensaba, lo observó decidir no repetir su comentario y dejar la cuestión por el momento. Supo que Quittner decidió que Faran muriese. Calesian lo consideró un hecho, la muerte próxima de Frank Faran.
¿Qué quería Quittner? Mientras él y Dulare hablaban sobre los otros lugares en los que podía robar Parker, Calesian estudiaba a Quittner, tratando de comprenderlo. ¿Se haría cargo él cuando Frank Schroder muriese o se retirase? Schroder ya tenía más de sesenta, de modo que existía esa posibilidad, y Quittner tenía el aspecto de ser un hombre con la suficiente paciencia como para esperar que las cosas se desarrollaran por sí mismas. ¿Pero querría más? Era difícil ver a Quittner, por ejemplo, en el puesto de Al Lozini; el hombre que tomara ese cargo tenía que tener, al menos potencialmente, la disponibilidad de cierto contacto humano con la gente que estuviera bajo sus órdenes, y Quittner parecía demasiado frío y desligado, parecía vivir demasiado para sí mismo. Era imposible pensar en Quittner cocinando para sus invitados como lo hacía Al Lozini una o dos veces por semana.
De pronto, Calesian sintió una súbita nostalgia por el orden antiguo. Antes, cuatro o cinco años atrás, cuando Lozini estaba en la plenitud de su poder, antes de que Dutch hiciera su aparición, antes de que todo esto empezara. Qué sencillo y bueno parecía todo aquello ahora.
No. Con el sentimiento de quien aparta lentamente y con fuerza una visión, Calesian apartó de sí su debilidad. Había estado pensando en Quittner, preguntándose qué clase de hombre sería, preguntándose si habría algún modo de que Quittner resultara útil a su propia rehabilitación. Debía de existir algún modo de impedir que lo archivaran para siempre: ¿sería Quittner ese modo?
Dulare estaba de nuevo al teléfono, hablando con Artie Pulsone, de los Transportes Tres Hermanos. Allí tenían doce camionetas equipadas con radio, y Dulare les pedía que saliesen a patrullar la ciudad; se mantendrían en contacto constante con Artie, quien le transmitiría a Dulare cualquier novedad.
Quittner se había puesto de pie y estaba junto a los ventanales, mirando al jardín iluminado por los faroles. Simulando distracción pero sintiendo la necesidad de hablarle, Calesian se levantó y fue hacia él.
– Una cosa es segura -dijo, mirando también el jardín-. Aquí no va a venir.
– Vendrá a por su amigo -contestó Quittner.
Calesian lo miró sorprendido por la tranquila seguridad del hombre. ¿Cómo podía estar tan seguro de lo que haría Parker?
– Creo que llamará -repuso Calesian-. Mañana. Lo hará como con Al Lozini.
– Vendrá á por su amigo.
Pese a la situación en la que se encontraba, Calesian sintió irritación y no pudo evitar mostrarla.
– ¿Por qué estás tan seguro?
Quittner miró a Calesian. Sus ojos eran azul celeste, casi parecían los de un ciego. Sin ninguna expresión, contestó:
– No debiste mandarle el dedo. No es de la clase de hombres a los que se les puede hacer eso.
No valía la pena tratar de defenderse, pero Calesian no pudo impedirlo:
– Es más fácil verlo ahora -dijo-. En su momento parecía lo indicado.
– No es esa clase de hombre. Nunca lo fue.
Quittner apartó la mirada, volvió a fijarse en el jardín. Calesian trató de encontrar algo que decir en su defensa, pero lo distrajo el ruido de la puerta del estudio. Era Buenadella.
Tenía un aspecto terrible. Era increíble lo que había cambiado en el transcurso de unas horas. Dentro de su gran cuerpo parecía macilento y trémulo. Su rostro estaba surcado de profundas arrugas dirigidas hacia abajo, como la máscara de la tragedia. Había enviado a su familia fuera de la ciudad y él debería haberse ido con ellos, pero había insistido en quedarse. No porque sirviera de nada; se había transformado en una vieja histérica y asustada.
Dulare en ese momento colgaba el teléfono. Lo miró y le preguntó:
– ¿Qué pasa, Dutch?
– ¿Hay novedades? ¿Lo atraparon? -En la voz de Buenadella había un débil jadeo; era la peor de sus nuevas características.
– Todavía no -contestó Dulare-. ¿Qué tal por arriba?
– El doctor dice que Green se despertó un momento.
– Por fin -comentó Dulare.
Quittner volvió la cabeza, atento. Calesian seguía mirando a Quittner.
– Unos pocos minutos -dijo Buenadella.
– ¿Le habló alguien? -preguntó Quittner dirigiéndose hacia el escritorio.
– No estuvo tan despierto como para poder hablar. Sólo abrió un poco los ojos.
– Si realmente se despierta -le dijo Quittner a Dulare-, tendremos que hablar con él.
Calesian, que estaba junto a los ventanales, tocó con la palma uno de los cristales. Estaba caliente, más caliente que el aire de la habitación, de modo que debía hacer calor afuera, aun cuando las luces de los faroles daban un aspecto frío a la vegetación.