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Cuando la luz se apagó, la policía y el departamento de bomberos del área afectada pusieron en marcha de inmediato el procedimiento de emergencia; se llamó a personal extra, se puso más gente para atender las llamadas telefónicas, salieron más coches a patrullar las calles y furgonetas de bomberos con equipos de radio salieron a recorrer la zona. Dos calles comerciales quedaron dentro de la zona a oscuras, y allí se concentró la atención principal de la policía y los bomberos. Las calles residenciales quedaron sin vigilancia especial, excepto en los casos en los que había llamadas.

Cuando empezó el tiroteo en la casa de Buenadella, los vecinos en un radio de una manzana se despertaron. Nueve familias salieron de sus camas y fue para todos ellos una experiencia terrible y desconcertante. Incluso pensaron que podía tratarse de una invasión o una revolución. Primero fue el tiroteo y muy poco después la comprobación de que no había electricidad. Y cuando trataban de llamar a la policía, cosa que casi todos intentaron, tampoco los teléfonos funcionaban. Un hombre reunió a su familia y sacó de un armario un fusil que había traído de la guerra, en 1953; lleno de un sentimiento exultante de violencia, cargó el arma, se apostó en la ventana y se preparó para derribar al primer vecino que se pusiera a tiro. Otros dos hombres de la vecindad también cargaron sus armas y salieron a hacer guardia a la puerta. Casi todas las otras familias encendieron lámparas de keroseno, o los fogones de la cocina, que desprendían una luz azulada, y hablaban a media voz; nadie sabía qué convenía hacer. Pasaron veinticinco minutos antes de que a un hombre se le ocurriera vestirse y salir sigilosamente en su coche en busca de la policía o de un teléfono que funcionase, o, al menos, de una explicación de lo que estaba sucediendo; y para ese entonces el tiroteo ya casi había terminado.

En la casa de Buenadella, Handy McKay, Dan Wycza y Fred Ducasse recorrían todas las habitaciones del primer piso liquidando a los hombres de Dulare, asegurándose de que no quedaba uno solo vivo. Parker permanecía en la puerta de la habitación de Grofield, esperando y escuchando. Mike Carlow y Philly Webb estaban fuera, en la parte delantera, utilizando los coches como escudo y disparando a cualquiera que osase asomarse. Los de dentro habían logrado apagar dos de los faros, pero aún quedaban diez encendidos. Nick Dalesia se había unido a Stan Devers en el lateral derecho de la casa. Ayudados por el resplandor que venía de la parte delantera, cuidaban de que nadie saliera por ese lado. Ed Mackey y Tom Hurley hacían lo mismo en el lado de la izquierda.

Los hombres de Dulare estaban desanimados y sin dirección. La mitad estaban muertos o malheridos, y el resto no tenía ni idea de lo que convenía hacer. Dulare y Quittner seguían tratando de organizar la defensa, pero en la oscuridad y la confusión no había manera alguna de mantener comunicación entre ellos. Los defensores eran como pájaros posados en una valla a quienes los de fuera usaban como blancos.

En el segundo piso se habían agrupado seis hombres en la oscuridad del vestíbulo y susurraban tratando de decidir qué hacer. Dos de ellos estaban a favor de bajar la escalera y unirse a la lucha, pero los demás no querían saber nada. Uno sugirió que trataran de salir por las ventanas y bajar hasta el jardín, pero otro dijo:

– Hay tipos a ambos lados de la casa. Si nos asomamos, nos liquidan.

– ¡Dios santo!, ¿pero cuántos son?

– Creo que deben de ser cien.

Siguieron discutiéndolo. Eran los que quedaban de los hombres de Dulare arriba y no les agradaba la idea de quedar aislados en el segundo piso. Alguno sugirió que bajasen por la escalera de atrás hasta la cocina y huyesen por la puerta trasera, pero los otros pensaron que tampoco eso serviría; cualquiera que escapase esta vez tarde o temprano tendría que vérselas con Ernie Dulare. Uno dijo:

– Bajemos por la escalera de atrás y ataquemos a esos hijos de puta por la espalda. Hagámosles lo mismo que nos hicieron a nosotros.

Parker, desde la puerta de Grofield, oyó toda la conversación. Si hubieran decidido huir, los habría dejado marcharse, pero como finalmente decidieron bajar a la cocina y atacarlos por atrás eso no podía permitirlo. Parker sacó la linterna del bolsillo y los siguió hasta la escalera. Esperó hasta estar seguro de que todos estuvieran en la estrecha caja de la escalera, se paró en el último escalón, encendió la linterna y comenzó a dispararles.

Abajo, en el vestíbulo de la entrada, frente a la escalera delantera, Dulare y Quittner se sentaron en el suelo lejos de las ventanas, y al reflejo pálido de los faros trataron de pensar en una defensa sensata. Rigno, el hombre de Dulare, había ido a recorrer la casa, reuniendo al resto de los hombres para traerlos aquí. Quittner decía:

– No tienen mucho tiempo. Saben que tienen que actuar y huir antes de que llegue la policía.

– Pero están actuando, ¡maldita sea! -decía Dulare-. Creo que elegí el bando equivocado en esta guerra.

– No -contestó Quittner-. Tenías que respaldar a Buenadella. Y Frank también, por eso estoy aquí. Por más destrucción que provoque este tipo aquí esta noche, no deja de ser un ave de paso; igual que vino se irá. La organización tiene que seguir unida.

– Pero nos está destrozando -exclamó Dulare.

En la parte delantera, Fred Ducasse entró lentamente en el comedor. No había nadie allí para detenerlo, pero no sabía que había un hombre en el suelo a su derecha. Durante un segundo, Ducasse quedó enmarcado contra una ventana; una bala le alcanzó en el lado izquierdo de la cabeza y lo hizo caer sobre un mueble lleno de porcelanas.

Entraron más hombres en el vestíbulo, todos agachados para no sobresalir por encima de las ventanas. Rigno entró el último, y le dijo a Dulare:

– Éstos son todos; grité arriba y no respondió nadie.

Dulare contó a diecisiete hombres en la sala, incluyendo a Quittner y a sí mismo.

– Tendremos que resistir -dijo-. La policía vendrá pronto y esta gente tendrá que irse. Todo lo que tenemos que hacer ahora es sentarnos aquí y esperar.

En ese momento, Handy McKay arrojó la bomba por la puerta de la parte delantera.

LIII

Frank Elkins aparcó su coche junto al hospital y apagó las luces. El y Richard Wiss esperaron un minuto para habituarse a la oscuridad.

Las luces del hospital, al otro lado de la calle, eran las únicas del barrio. Contaba con generadores de electricidad suficientes para mantener en funcionamiento los quirófanos, los equipos, la refrigeración y algunas luces internas, pero no para iluminar el aparcamiento y otras áreas externas, así que desde donde estaban los enfermos sólo era una estructura de ventanas claras que parecían colgadas de las tinieblas.

– Parece una calabaza de Halloween -comentó Wiss.

– No veo ninguna cara -respondió Elkins, que carecía de sentido del humor.

– No, una calabaza hecha como un edificio. ¿Te das cuenta? En lugar de una cara.

Elkins no comprendía; arrugó la frente en la oscuridad.

– ¿Una calabaza hecha como un edificio?

– Olvídalo -dijo Elkins-. Vamos.

Salieron del coche -el interior fue una oasis de cálida luz amarilla cuando abrieron las puertas- y caminaron hacia el hospital. El rótulo luminoso de la entrada de urgencias estaba apagado, pero podían ver la calle oscura que llegaba hasta allí. La siguieron hasta ver el resplandor de unos focos sobre las puertas de cristal que conducían a la sección de urgencias. Bajo las luces amarillentas, junto a la entrada, estaban aparcadas dos ambulancias.

Wiss y Elkins evitaron las luces y rodearon el edificio, dirigiéndose hacia la parte trasera. La débil luz de las ventanas sobre sus cabezas les bastaba para ver lo que hacían.

Dentro de un patio rodeado por una valla de metal estaba el parque motorizado del hospital; otras cuatro ambulancias, una unidad de quirófano móvil y dos vehículos especiales más. Wiss corrió el simple cerrojo que mantenía cerrada la entrada y la abrió. Se quedó allí mientras Elkins elegía la ambulancia que quería, la puso en marcha haciendo una conexión en los cables y salió sin encender las luces. Wiss volvió a correr el cerrojo, subió a la ambulancia junto a Elkins y salieron a la calle. Elkins se detuvo junto a su coche y Wiss dijo: