Andrea Camilleri
La Luna De Papel
Título originaclass="underline" La luna di carta
Traducción: María Antonia Menini Pagès
1
Como todas las mañanas de un año a esa parte, el despertador sonó a las siete y media. Pero él había despertado una fracción de segundo antes de que se disparara el timbre, le había bastado el sonido del muelle que ponía en marcha el mecanismo. Por eso tuvo tiempo, antes de levantarse de un salto, de volver los ojos hacia la ventana, y la luz le indicó que el día iba a ser bueno y despejado. Después apenas le dio tiempo a prepararse el café, beberse una tacita, hacer sus necesidades, afeitarse y ducharse, beber otra tacita, encender un cigarrillo, vestirse, salir de casa, subir al coche y llegar a las nueve a la comisaría: todo a la velocidad de una película de humor de Jaimito o Charlot.
Hasta hacía un año, el proceso de despertar por la mañana seguía unas pautas distintas y, sobre todo, se desarrollaba sin agobios y sin carreras de velocista de cien metros libres.
En primer lugar, nada de utilizar el despertador.
Montalbano tenía la costumbre de abrir los ojos después del sueño de una manera natural, sin necesidad de estímulos externos: una especie de despertador natural, dentro del cerebro; le bastaba con ponerlo antes de dormirse, «recuerda que mañana has de levantarte a las seis», y a las seis en punto abría los ojos. Siempre había pensado que el despertador, aquel artilugio metálico, era un instrumento de tortura: las tres o cuatro veces que había tenido que despertar con aquel sonido de barrena porque Livia, que debía irse, no se fiaba de su despertador interior, había pasado todo el día con dolor de cabeza. Entonces Livia, después de una discusión, adquirió uno de plástico, de esos que, en lugar de soltar timbrazos, emiten un sonido electrónico, una especie de biiiiiip interminable, casi como el zumbido de un mosquito que se hubiera introducido en la oreja y allí se hubiera quedado aprisionado. Como para volverse loco, vaya. Lo lanzó por la ventana, lo que dio lugar a otra pelea memorable.
En cuestión de segundos él autodespertaba deliberadamente con una anticipación de unos diez minutos como mínimo.
Eran los mejores diez minutos del día que tenía por delante. ¡Ah, qué delicia permanecer tumbado entre las sábanas pensando chorradas! Ese libro que todo el mundo dice que es una obra maestra, ¿lo compro o no lo compro? ¿Hoy voy a comer a la trattoria o regreso a Marinella y me zampo lo que haya preparado Adelina? ¿Le digo o no le digo a Livia que los zapatos que me ha comprado no puedo ponérmelos porque me aprietan? Bueno, cosas así. Divagaciones, pero evitando con cuidado que le acudiese a la mente nada relacionado con el sexo o las mujeres: a aquella hora eso podía convertirse en un terreno muy peligroso de explorar, salvo que tuviera durmiendo a su lado a Livia, la cual habría estado encantada de asumir las consecuencias.
Sin embargo, una mañana de hacía un año la situación cambió de golpe. Acababa de abrir los ojos, calculando que podría dedicar un cuarto de hora escaso a sus divagaciones mentales, cuando un pensamiento repentino le pasó por la cabeza, no un pensamiento entero sino un principio de pensamiento, que empezaba con estas palabras: «Cuando llegue el día de tu muerte…»
Pero ¿qué pintaba aquel pensamiento entre los demás? ¡Era una putada! Era como si uno, mientras hacía el amor, recordara que no había pagado el recibo del teléfono. Y no es que la idea de la muerte lo asustara especialmente, pero a las seis y media de la mañana estaba fuera de lugar. Si uno comenzaba a pensar en su propia muerte a las tantas de la madrugada, seguro que a las cinco de la tarde o se pegaba un tiro o se arrojaba al mar con una piedra atada al cuello. Consiguió detener el avance de aquella frase, la bloqueó poniéndose a contar precipitadamente del uno al cinco mil con los ojos cerrados y los puños apretados. Después comprendió que el único remedio que le quedaba era ponerse a hacer las cosas que tenía que hacer, concentrándose en ellas como si fuera una cuestión de vida o muerte. A la mañana siguiente la cosa fue más traicionera. El primer pensamiento que se le ocurrió fue que al caldo de pescado tomado la víspera le faltaba un condimento. Pero ¿cuál? Y justo en aquel instante regresó a traición el maldito pensamiento: «Cuando llegue el día de tu muerte…»
A partir de entonces comprendió que ya jamás se iría, e igual se quedaba escondido en su cerebro durante uno o dos días para emerger a la superficie cuando menos lo esperara. Vete tú a saber por qué llegó al convencimiento de que, por su propia supervivencia, la frase no tenía que completarse, pues en caso de que así fuera, él moriría coincidiendo con la última palabra. Y de ahí el despertador. Para no dejarle al maldito pensamiento ni una sola grieta a través de la cual pudiera filtrarse.
Livia, que había ido a pasar tres días en Marinella, señaló con el dedo la mesita de noche mientras deshacía la maleta y preguntó:
– ¿Qué hace ahí ese despertador?
Él le soltó una trola.
– Pues mira, es que hace una semana tuve que levantarme muy temprano y…
– Y después de una semana, ¿el despertador todavía está ahí?
Cuando quería, Livia era peor que Sherlock Colmes. Un tanto avergonzado, le dijo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Livia se puso como una furia.
– Pero ¡tú estás loco!
Y quitó de la vista el despertador guardándolo en un cajón del armario.
A la mañana siguiente, en lugar del despertador, fue Livia quien despertó a Montalbano. Y fue un despertar delicioso, con pensamientos de vida y no de muerte. Sin embargo, en cuanto Livia se fue, el despertador volvió a la mesita de noche.
– ¡Dottori, ah, dottori dottori!
– ¿Qué pasa, Catarè?
– Hay una siñora que lo espera.
– ¿A mí?
– A usted personalmente en persona no lo ha dicho, ha dicho que quería hablar con uno de la policía.
– ¿Y no podía decírtelo a ti?
– Dottori, quería hablar con uno supirior a mí.
– ¿No está el dottor Augello?
– No, siñor dottori, ha tilifoniado que llega tarde con retraso porque se retrasó.
– ¿Y eso por qué?
– Dice que anoche el chiquillo se encontró mal y esta mañana va el médico dottori.
– Catarè, no hace falta que digas el médico dottori, basta y sobra con decir doctor.
– No basta, dottori. Puede haber una cunfusión. Usía, por ijempio, es dottori pero no médico.
– Pero ¿y la madre? ¿Beba? ¿No podría quedarse ella a esperar la visita del dot… del médico?
– Sí, siñor dottori, la siñora Beba está. Pero él dice que también quiere estar prisente.
– ¿Y Fazio?
– Fazio está con un chico.
– ¿Qué ha hecho ese chico?
– Él nada, dottori. Muerto está.
– ¿Y cómo ha muerto?
– Soberedosi, dottori.
– Muy bien pues, vamos a hacer una cosa. Yo voy a mi despacho, tú dejas transcurrir unos diez minutos y después me mandas a la señora.
Estaba enfadado con Mimì Augello. Desde que naciera el niño, pasaba más tiempo con él del que antes pasaba con las mujeres. Había perdido la cabeza por su hijo Salvo. Pues sí, porque a Montalbano no sólo lo habían hecho padrino, sino que, además, le habían dado la bonita sorpresa de bautizar al crío con su nombre.
– Pero, Mimì, ¿no podríais ponerle el nombre de tu padre?
– Verás, es que se llama Eusebio.
– Pues entonces el del padre de Beba.
– Peor que caminar de noche. Se llama Adelchi, como el de la tragedia de Manzoni.