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– Bravo, Fazio.

Mientras el comisario examinaba la llave, Fazio lo metió todo en el cajón en el mismo orden de antes y lo cerró con su propia llave, que se guardó luego en el bolsillo.

– En mi opinión, esta llave abre una pequeña caja fuerte empotrada en la pared -dijo el comisario.

– En la mía también.

– ¿Y tú sabes lo que eso significa?

– Que hay que ponerse a trabajar -contestó Fazio, quitándose la chaqueta y remangándose.

Tras pasarse dos horas desplazando cuadros y espejos, muebles y alfombras, medicamentos y libros, la lapidaria conclusión de Montalbano fue:

– Aquí no hay una puta mierda.

Se sentaron exhaustos en el sofá del salón. Se miraron. Y a ambos les acudió el mismo pensamiento:

– El cuarto de arriba.

Subieron por la escalera de caracol. Montalbano abrió y salieron a la azotea. La puerta del cuarto no se había vuelto a colocar en sus goznes, la habían dejado simplemente apoyada en su sitio con un papel pegado en el cual se decía que estaba prohibido el paso y que todo se había incautado por orden judicial. Fazio desplazó la puerta y entraron.

Tuvieron dos suertes. La primera, que el cuarto era pequeño; por consiguiente, no hubieron de pegarse una paliza moviendo demasiados muebles. La segunda, que la mesa carecía de cajones. De esa manera, no perdieron demasiado tiempo. Pero el resultado fue el mismo que el obtenido en el apartamento y que el comisario había definido con pocas y lapidarias palabras, aunque no demasiado correctas. Sólo que sudaron a mares porque el sol golpeaba de lleno sobre el cuarto.

– ¿Y si fuera la llave de una caja de seguridad de un banco? -apuntó Fazio cuando regresaron al apartamento.

– No creo. Esas llaves llevan un número, una sigla, algo que a la gente del oficio le permite identificarlas.

– Pues entonces, ¿qué vamos a hacer?

– Irnos todos a comer -contestó Montalbano en un poético arrebato.

Después de haber comido a base de bien y dar un lento paseo meditativo-digestivo adelantando primero un pie y después el otro hasta llegar al faro y volver, el comisario regresó al despacho.

– Dottori, ¿me ha traído la hoja que él necesita? -le preguntó Catarella nada más verlo.

– Sí, dásela. -Según el complejo lenguaje catarelliano, el dativo se refería a él mismo, el propio Catarella.

Se sentó, se sacó del bolsillo la llave encontrada por Fazio, la dejó encima del escritorio y se puso a mirarla fijamente como si quisiera hipnotizarla. Pero ocurrió lo contrario, que la llave lo hipnotizó a él. En efecto, poco después empezaron a cerrársele los ojos, vencido por un profundo arrebato de sueño. Se levantó para ir a lavarse la cara y fue entonces cuando se le ocurrió la sensacional idea. Llamó a Galluzzo.

– Oye, ¿tú sabes dónde vive Orazio Genco?

– ¿El ladrón? Pues claro que sí, yo mismo he ido a detenerlo un par de veces.

– Has de ir a verlo, preguntarle cómo está y transmitirle mis saludos. ¿Sabes que desde hace un año Orazio ya no se levanta de la cama? No tengo valor para ver el estado en que se encuentra.

Galluzzo no se sorprendió, sabía que el comisario y el viejo ladrón de viviendas se tenían simpatía y eran amigos a su manera.

– ¿Sólo he de transmitirle sus saludos?

– No; enséñale también esta llave. -La cogió y se la entregó-. Pregúntale de qué clase es, qué abre según él.

– Pues no sé -dudó Galluzzo-. Ésta es una llave moderna.

– ¿Y qué?

– Orazio es viejo y hace años que no ejerce.

– No te preocupes, sé que se mantiene al día.

Mientras el sueño volvía a apoderarse de él, apareció inesperadamente Fazio con una bolsita de plástico en la mano.

– ¿Has ido a hacer la compra?

– No, señor dottore, he ido a Montelusa a pedirle a la Científica lo que usted quería. Está todo aquí dentro. -Dejó la bolsa encima de la mesa-. Y también he hablado con la compañía telefónica. Me han concedido autorización. Dicen que intentarán identificar desde qué aparatos se efectuaron las llamadas.

– ¿Y las noticias acerca de Angelo Pardo y Emilio Sclafani?

– Dottore, por desgracia no soy Dios. Sólo consigo hacer las cosas de una en una. Ahora empezaré a buscar información. Ah, quería decirle una cosa. Tres. -Y le mostró el pulgar, el índice y el dedo medio de la mano derecha.

Montalbano lo miró perplejo.

– ¿Ahora empiezas a soltar números? ¿Qué significa tres? ¿Quieres jugar a la morra?

– ¿Recuerda aquel chaval que murió por sobredosis, y recuerda que le dije que el ingeniero Fasulo también había muerto a causa de la droga, aunque la cosa se hizo pasar por infarto?

– Sí, lo recuerdo. ¿Y el tercero quién es?

– El senador Nicotra.

La boca de Montalbano formó una O.

– ¿Estás de guasa?

– No, señor dottore. Era bien sabido que el senador consumía droga esporádicamente. De vez en cuando se encerraba en su chalet y hacía un solitario viaje de tres días. Esta vez se ve que olvidó comprar el billete de vuelta.

– Pero ¿eso es seguro?

– Tan seguro como el Evangelio.

– ¡Hay que ver! ¡Uno que no hacía más que hablar de moral y moralidad! Tengo una curiosidad: cuando fuisteis a casa del muchacho, ¿encontrasteis las cosas de costumbre: la cinta elástica, la jeringa…?

– Sí, señor dottore.

– En el caso de Nicotra debió de ser otra cosa, a lo mejor droga mal cortada. Pero yo de eso no entiendo nada. Sea como fuere, descansen en paz.

Al salir, Fazio por poco choca con Augello.

– ¡Mimì! ¡Qué maravilla! ¡Dichosos los ojos!

– ¡Déjame en paz, Salvo, hace dos noches que no duermo!

– ¿El chiquillo se encuentra mal?

– No, pero no para de llorar. Sin motivo.

– Eso lo dices tú.

– Pero si los médicos…

– Déjate de médicos. Se ve que el chiquillo no está de acuerdo con vosotros sobre que lo hayáis puesto en este mundo. Y teniendo en cuenta cómo está el mundo, me siento incapaz de llevarle la contraria.

– Oye, por lo que más quieras, no me vengas ahora con guasas. Quería decirte que hace cinco minutos me ha llamado el jefe superior.

– ¿Y a mí qué coño me importan tus llamadas amorosas? A estas alturas, tú y Bonetti-Alderighi ya sois uña y carne, sólo que todavía no se sabe quién es la uña y quién la carne.

– ¿Ya te has desahogado? ¿Puedo hablar? ¿Sí? El jefe superior me ha dicho que mañana sobre las once vendrá a visitarnos el comisario Liguori.

A Montalbano se le nubló el entendimiento.

– ¿Ese cabrón de la lucha contra la droga?

– Ese cabrón de la lucha contra la droga.

– ¿Y qué quiere?

– No lo sé.

– Pues no quiero verlo ni en pintura.

– Precisamente por eso he venido a decírtelo. Tú mañana a partir de las once procura no estar por aquí. Yo hablaré con él.

– Te lo agradezco. Saludos de mi parte a Beba.

Llamó a Michela Pardo. Quería verla no sólo para hacerle unas preguntas, sino también para averiguar si se había deshecho de algunas cosas del apartamento de su hermano. Le dolía en el alma la estupidez que había cometido al permitirle que se quedara a dormir en casa de Angelo.

– ¿Qué tal le ha ido esta mañana con el fiscal Tommaseo?

– Me ha tenido esperando media hora en la antesala y después ha mandado decirme que la convocatoria se aplazaba a mañana a la misma hora. Comisario, ha hecho bien en llamarme, de lo contrario lo habría llamado yo a usted.

– ¿Qué ocurre?

– Quería saber cuándo podremos recuperar a Angelo. Para el entierro.