– Sinceramente, no puedo decírselo. Lo preguntaré. Oiga, ¿podría pasarse por la comisaría?
– Dottor Montalbano, he pensado que era mejor decirle a mamá que Angelo había muerto. Le he contado que ha sido un accidente de tráfico. Ha experimentado una reacción muy fuerte, y he tenido que llamar a nuestro médico. Le he administrado unos sedantes y está descansando. No me atrevo a dejarla sola. ¿No podría pasarse usted por mi casa?
– De acuerdo. ¿Cuándo?
– Cuando quiera; total, no puedo moverme de aquí.
– Estaré en su casa sobre las siete de la tarde. Deme la dirección.
Al cabo de media hora apareció Galluzzo.
– ¿Cómo está Orazio?
– Dottore, más allá que aquí. Espera su visita. -Se sacó la llave del bolsillo y se la entregó-. Según Orazio, es la llave de una caja blindada portátil marca Exeter de cuarenta y cinco por treinta centímetros y de veinticinco de altura. Dice que son cajas que no se abren ni con una mina anticarro. A no ser que se tenga la llave.
Él y Fazio habían registrado el apartamento y el cuarto de la azotea en busca de una caja fuerte empotrada en la pared. Pero una caja blindada de semejantes dimensiones la habrían visto con toda seguridad. Lo cual significaba que alguien se la habría llevado. Pero ¿para hacer qué, si no tenía la llave? ¿O acaso quien se la había llevado tenía un duplicado? ¿Y Michela no sabía nada? Cada vez resultaba más necesario hablar con aquella mujer. Le había prometido obtener información acerca del entierro y por eso llamó a Pasquano.
– ¿Lo molesto, doctor?
Con Pasquano convenía andarse con mucho cuidado, pues tenía un carácter endemoniado e inestable.
– Pues claro que me molesta. Es más, voy a puntualizar: me rompe los cojones. Está haciendo que manche de sangre el auricular.
– Me importa un carajo, doctor.
– ¿Qué?
– Que lo haya molestado o no.
Acertó. Pasquano soltó una sonora risotada.
– ¿Qué quiere?
– La familia de Angelo Pardo desea saber cuándo le devolveremos el cadáver para el entierro.
– Cinco.
Pero ¿qué les había dado a Fazio y al médico? ¿Se habían convertido de pronto en sibilas cumanas? ¿Por qué se ponían a soltar números?
– ¿Y eso qué significa?
– Le explico lo que significa. Significa que, antes de la de Pardo, he de practicar cinco autopsias. Por eso los familiares tendrán que seguir esperando. Dígales que su querido allegado no se lo pasa mal en el frigorífico. Ah, y ya que estamos, le digo que yo estaba equivocado.
¡Virgen santísima, la paciencia que había que tener!
– ¿A propósito de qué, doctor?
– A propósito de la suposición de que Pardo había mantenido una relación sexual poco antes de que lo mataran. Lamento decepcionar al dottor Tommaseo, que ya se había excitado.
– ¡Pues entonces es que ya lo ha examinado!
– Sólo por encima y sólo en la parte que había despertado mi curiosidad.
– Pues entonces ¿por qué…?
– ¿Por qué la tenía fuera, quiere decir?
– Exactamente.
– Vaya usted a saber, puede que hubiera ido a mear a un rincón de la azotea y no le diera tiempo de volver a metérsela. O quizá tenía intención de disfrutar de un poco de placer solitario, pero se le adelantaron pegándole un tiro. Además, no es cosa que me corresponda. Es usted, señor comisario, el que hace la investigación, ¿no?
Colgó sin despedirse.
Pensándolo bien, quizá Elena tuviera razón al no dar crédito a la posibilidad de que Angelo se hubiese reunido con otra mujer mientras la esperaba a ella. Pero la hipótesis del doctor Pasquano tampoco se sostenía.
En el lavadero transformado en cuarto no había escusado, sólo un lavabo. En caso de que a Angelo le hubiesen entrado ganas y no le hubiera apetecido bajar al apartamento, no tenía ninguna necesidad de ir a mear a un oscuro rincón de la azotea, podía usar el lavabo como taza.
Y tampoco lo convencía la hipótesis de la masturbación.
Pero en ambos casos resultaba muy extraño que no hubiera tenido tiempo de arreglarse. No; la explicación debía de ser otra.
Volvió a aparecer Mimì Augello en la puerta.
– ¿Qué quieres?
Presentaba unas marcadas ojeras, peor que cuando se iba de parranda por ahí.
– Siete -dijo Mimì.
De repente fue como si Montalbano se hubiese vuelto loco. Se levantó de un salto con la cara congestionada y gritó con tal fuerza que debieron de oírlo hasta en el puerto:
– ¡Dieciocho, veinticuatro, treinta y seis! ¡Coño! ¡E incluso setenta!
Augello se pegó un susto mientras en la comisaría se desencadenaba un estruendo descomunal de portazos y carrerillas. En un instante se presentaron Gallo, Galluzzo y Catarella.
– ¿Qué ha sido?
– ¿Qué ha pasado?
– ¿Qué fue?
– Nada, nada -contestó Montalbano, sentándose-. Regresad a vuestros puestos, he sufrido un ataque de nervios. Ya se me ha pasado.
Los tres se retiraron. Mimì seguía mirándolo, perplejo.
– ¿Qué te ha dado? ¿Qué significan los números que cantabas?
– Ah, ¿conque yo cantaba números? ¿Yo? ¿Y tú no has entrado aquí diciendo siete?
– ¿Acaso es pecado mortal?
– Dejémoslo correr. ¿Qué querías decirme?
– Pues que, como mañana llega Liguori, me he documentado. ¿Sabes cuántos muertos ha habido en la provincia a causa de la droga en los últimos diez días?
– Siete.
– Exactamente. ¿Cómo lo sabes?
– Mimì, me lo has dicho tú. No tengamos un diálogo de besugos.
– ¿Qué besugos?
– Dejémoslo correr, Mimì, de lo contrario me da otro ataque de nervios.
– ¿Y tú sabes lo que se dice del senador Nicotra?
– Que ha muerto de la misma enfermedad que los otros seis.
– Y eso explica por qué la brigada antidroga de Montelusa ha decidido empezar a moverse. ¿No tienes ninguna idea al respecto?
– No. Y tampoco quiero tenerla.
Mimì se marchó y sonó el teléfono.
– ¿Dottor Montalbano? Soy Lattes. ¿Todo bien?
– Todo bien, dottore, gracias a la Virgen.
– ¿Los cachorros?
Pero ¿de qué coño estaba hablando? ¿De los hijos? ¿Cuántos creía que tenía? Y en cualquier caso, ¿qué pintaba eso de cachorros?
– Creciendo, dottore.
– Bien, bien. Quería decirle que el señor jefe superior lo espera mañana por la tarde entre las diecisiete y las dieciocho horas.
– Allí estaré sin falta.
Ya era la hora de salir para ir a casa de Michela. Al pasar por delante del trastero de Catarella, lo vio con la cabeza pegada al ordenador de Angelo Pardo.
– ¿En qué punto estamos, Catarè?
Catarella experimentó un sobresalto y se levantó de golpe.
– ¡Dottori, ah, dottori! Con el agua al cuello estamos, dottori. ¡El guardia de los pasos no mi deja entrar! ¡Esto es impenetrabilísimo!
– ¿Crees que no vas a conseguirlo?
– Dottori, si me quedo toda la noche en vela sin cerrar el ojo, ¡yo la palabra sicreta del primero siguro que la encuentro!
– Catarè, ¿por qué dices del primero?
– Dottori, los fails con guardia de los pasos son tres.
– A ver si lo entiendo. Si tú tardas unas diez horas en encontrar la contraseña de un archivo, ¿eso significa que necesitas como mínimo unas treinta horas para encontrar las tres?
– Justo como dice usía, dottori.
– Felicidades. Ah, si encuentras la primera, llámame a cualquier hora de la noche, no tengas reparo.
6
Subió al coche, se puso en marcha, y al cabo de unos cien metros se pegó un manotazo en la frente, soltó un juramento e inició una peligrosa maniobra en curva cerrada mientras tres automovilistas que circulaban detrás de él le daban a entender a gritos que: