primero, era un grandísimo cabrón,
segundo, su madre había sido una mujer de costumbres disolutas,
tercero, su hermana era peor que su madre.
Al regresar a la comisaría, pasó por delante de Catarè sin que éste lo advirtiera por lo muy enfrascado que estaba en el ordenador. Prácticamente todo un regimiento de facinerosos habría podido ocupar los despachos sin derramamiento de sangre.
En su oficina, abrió la bolsa que le había llevado Fazio y sacó el manojo de llaves de Angelo. Vio una llave idéntica a la que él tenía en el bolsillo y que estaba destinada a la caja blindada. Por regla general, esas cajas se vendían con sólo dos llaves. Por consiguiente, la que encontraron debajo del cajón era la de repuesto, que Angelo guardaba escondida.
Lo cual significaba que se había equivocado con respecto a Michela: no era ella la que había cogido la caja, pues no habría tenido ninguna posibilidad de abrirla.
A lo mejor, la caja blindada no había desaparecido del apartamento de Angelo porque jamás había estado allí; la tenía en otro sitio.
En otro sitio, ¿dónde?
Y se dio otro fuerte manotazo en la frente. Estaba llevando a cabo la investigación como si fuese un auténtico viejo chocho, de esos que se olvidan de las cosas más elementales. Angelo era viajante de comercio y recorría toda la provincia, ¿no? ¿Cómo era posible que no se le hubiese ocurrido primero que Angelo tendría necesariamente un coche y quizá también un garaje?
Vació la bolsa de plástico sobre la mesa. El móvil. El billetero. Y las llaves de un coche. Sí, sin duda era un gilipollas.
Volvió a guardarlo todo en la bolsa y se la llevó consigo. Esa vez Catarella tampoco se enteró.
Michela vestía una holgada bata informe con un flojo nudo que la convertía en una especie de uniforme de reclusa, y unas pantuflas. Mantenía hacia el suelo su peligrosa mirada. Pero ¿qué pecados, mejor dicho, qué malas intenciones tenía su cuerpo para que lo castigara escondiéndolo de aquella manera?
Lo hizo pasar al salón. Muebles de buena calidad pero viejos, seguro que eran de la familia, heredados de padres a hijos.
– Disculpe que lo reciba vestida de cualquier forma, pero como siempre tengo que estar pendiente de mi madre…
– ¡Faltaría más! ¿Cómo está la señora?
– Por suerte, en este momento descansa. Es el efecto de los sedantes. El médico lo quiere así. Pero es un sueño muy agitado, como si tuviera pesadillas, se queja.
– Lo siento -dijo Montalbano, que en esos casos no sabía qué decir y prefería quedarse en el plano de las generalidades.
Fue ella quien abordó la cuestión. Directamente.
– ¿Ha encontrado algo en casa de Angelo?
– ¿Algo en qué sentido?
– Algo que pueda ayudarlo a comprender quién…
– No, todavía nada.
– Usted me hizo una promesa.
Montalbano lo comprendió al vuelo.
– He llamado a Montelusa. Necesitarán por lo menos tres días más antes de conceder la autorización para la entrega del cadáver. Quédese tranquila, la mantendré informada.
– Gracias.
– Me ha preguntado si hemos encontrado algo en el apartamento de su hermano y yo he contestado que nada. Ni siquiera hemos encontrado lo que tendría que haber habido.
Había arrojado el anzuelo. Pero ella no picó. Sólo se quedó un poco sorprendida, como era lógico.
– ¿Por ejemplo? -preguntó.
– ¿Su hermano ganaba lo suficiente?
– Lo suficiente. Pero no se confunda, comisario. Quizá sería mejor matizar: suficiente para sus necesidades y las nuestras.
– ¿Dónde guardaba el dinero?
Michela lo miró, afortunadamente sólo un instante, extrañada por la pregunta.
– En el banco.
– ¿Y cómo explica que no hayamos encontrado un talonario de cheques, un extracto de cuenta, nada?
Michela sonrió y se levantó.
– Vuelvo enseguida.
Cuando regresó, traía una carpeta de gran tamaño que depositó encima de la mesita. La abrió, sacó un talonario de cheques de la Banca dell'Isola, siguió buscando, sacó una hoja y se la entregó junto con el talonario.
– Angelo tiene una cuenta corriente en este banco, le he dado también el último extracto.
Montalbano contempló la cifra correspondiente al apartado «saldo»: noventa y un mil euros. Devolvió ambas cosas a Michela, quien las guardó de nuevo en la carpeta.
– Este dinero no son sólo ganancias de Angelo. Unos cincuenta mil euros son míos, una herencia de un tío que me tenía un cariño especial. Como ve, con mi hermano compartía una sola cuenta corriente de doble titularidad.
– ¿Y cómo es que lo tiene todo usted?
– Verá, es que Angelo se ausentaba a menudo de Vigàta por motivos de trabajo, y, por consiguiente, no podía atender el pago de algunos plazos. Yo me encargaba de hacerlo y después le daba los recibos. ¿Los ha encontrado?
– Ésos sí. Aparte del apartamento y el cuarto de la azotea, ¿tenía también garaje?
– Pues claro. En la parte de atrás de la casa hay tres garajes. El primero de la izquierda es el suyo.
«¿Ves como eres un viejo chocho, mi querido Montalbano?»
– ¿Por qué ha dicho que a menudo Angelo no podía estar en Vigàta para atender el pago de ciertos plazos? ¿Acaso no hacía viajes cortos, limitados a los confines de la provincia?
– No es así exactamente. Por lo menos una vez cada tres meses viajaba al extranjero.
– ¿Adónde?
– Pues a Alemania, Suiza, Francia… donde por regla general están los grandes laboratorios farmacéuticos. Lo llamaban.
– Comprendo. ¿Permanecía fuera mucho tiempo?
– Según. De tres días a una semana. No más.
– Entre las llaves de su hermano hemos encontrado una muy curiosa. -Sacó la que guardaba en el bolsillo y se la entregó-. ¿La reconoce?
Ella la miró con curiosidad.
– Lo que se dice reconocerla, más bien diría que no. Pero debo de haber entrevisto una casi igual entre sus llaves.
– ¿No le preguntó para qué servía?
– No.
– Esta llave abre una caja de seguridad portátil.
– ¿De veras?
Lo miró. Aguas claras, incitantes, aparentemente nada peligrosas. Pero cuidado, Montalbano, debajo, escondidos, es probable que haya revoltijos de algas gigantes de los cuales nunca conseguirás sacar los pies.
– No sabía que Angelo tuviera una caja blindada. Nunca me lo dijo y yo jamás la vi en su apartamento.
Montalbano se empeñó en seguir mirándose la punta del zapato izquierdo.
– ¿La han encontrado?
– No. Las llaves sí, pero no la caja. ¿No le parece extraño?
– Pues sí.
– Y ésa es otra de las cosas que tendrían que haber estado en el apartamento y, sin embargo, no estaban.
Michela entendió adónde quería ir a parar. Echó la cabeza atrás, tenía un cuello precioso, modiglianesco, y lo miró con los ojos entornados.
– ¿No estará pensando que me la llevé yo?
– Bueno, verá, es que yo cometí un error.
– ¿Cuál?
– La dejé sola una noche en casa de su hermano. No tendría que habérselo permitido. De esa manera, usted tuvo todo el tiempo del mundo para…
– ¿Ocuparme de que desaparecieran ciertas cosas? ¿Y eso por qué?
– Porque usted sabe mucho más que nosotros acerca de Angelo.
– Pues claro. ¡Menudo descubrimiento! Crecimos juntos. Somos hermanos.
– Y por eso tiende a protegerlo, incluso de manera inconsciente. Usted me ha dicho que su hermano, en determinado momento, decidió abandonar el ejercicio de la medicina. Pero las cosas no fueron exactamente así. A su hermano lo echaron.
– ¿Quién se lo ha dicho?
– Elena Sclafani. He hablado con ella esta mañana.