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– ¿Usted sabía que el lunes por la noche su hermano y Elena tenían que verse?

– Sí, Angelo me llamó para avisarme.

– Elena dice que el encuentro entre ambos no se produjo.

– ¿Qué historia le ha contado?

– Que efectivamente salió de casa, pero que mientras conducía, decidió no acudir a la cita. Quería ver si conseguía abandonar para siempre a su hermano.

– ¿Y usted lo cree?

– Tiene una coartada comprobada.

Era otra solemne trola, pero quería evitar que a Michela le diera otro ataque de rabia delante de cualquier periodista y soltara el nombre de Elena.

– Seguramente es falsa.

– Usted me ha dicho que Angelo le hacía a Elena regalos muy caros.

– Así es. ¿Cree usted que su marido, con el sueldo que gana, podría permitirse el lujo de regalarle un coche deportivo?

– Pues entonces, si ésa era la situación, ¿qué motivo tenía Elena para matarlo?

– Comisario, el que quería cortar la relación era Angelo. Ya no podía más. Elena lo agobiaba con sus celos. Angelo me dijo que una vez ella le escribió amenazándolo de muerte.

– ¿Le envió una carta?

– Dos o tres.

– ¿Usted las leyó?

– No.

– No hemos encontrado cartas de Elena en el apartamento de su hermano.

– Angelo debió de tirarlas.

– Creo que ya la he molestado demasiado -dijo levantándose.

Michela también se levantó. De repente dio la impresión de estar exhausta, se pasó una mano por la frente como si estuviera profundamente cansada y se tambaleó un poco.

– Una última cosa. ¿A su hermano le gustaban las canciones ligeras?

Tal vez Michela se sentía demasiado agotada para sorprenderse de aquella pregunta.

– De vez en cuando las escuchaba.

– Pero en la casa no había nada para escuchar música.

– En efecto, no las escuchaba en casa.

– ¿Pues dónde?

– En el coche, cuando viajaba. Le hacían compañía. Tenía varias cintas.

7

Michela había dicho que el garaje de su hermano era el primero de la izquierda. Había cerraduras a ambos lados de la persiana metálica, y Montalbano tardó muy poco en dar con la llave adecuada en el manojo que llevaba consigo.

Abrió, y después introdujo una llavecita en otra cerradura situada junto a la persiana metálica, la cual empezó a levantarse despacio, demasiado despacio para la curiosidad del comisario. Cuando la persiana estuvo arriba, él entró y localizó el interruptor. La luz de neón era muy fuerte. El garaje era espacioso y estaba perfectamente ordenado. Con una rápida mirada alrededor, comprobó que no había ninguna caja blindada ni ninguna posibilidad de esconderla.

El coche era un Mercedes bastante nuevo, de esos que suelen alquilarse con chófer. En el portaobjetos entre el asiento del conductor y el del copiloto había una docena de cintas de música. En la guantera, los documentos del vehículo y una serie de mapas de carreteras. Para más seguridad abrió también el maletero, que estaba impecablemente limpio: la rueda de recambio, el gato, el triángulo reflectante.

Un poco decepcionado, repitió en sentido inverso todo el jaleo que había armado para entrar y regresó a Marinella en su coche.

Eran las nueve de la noche y no tenía apetito. Se quitó la ropa, se puso una camisa y unos tejanos y, descalzo, bajó de la galería a la playa.

La luz de la luna era muy débil; en efecto, las luces de su casa brillaban como si cada habitación estuviera iluminada no por bombillas sino por proyectores cinematográficos. Al llegar a la orilla, se quedó un rato así, con el mar mojándole los pies y el frescor que le iba subiendo por el cuerpo hasta la cabeza.

En la línea del horizonte, la luz de alguna que otra lámpara dispersa. Muy lejana, una quejumbrosa voz de mujer llamando un par de veces:

– ¡Stefanu! ¡Stefanu!

Le contestó perezosamente un perro.

Inmóvil, Montalbano esperaba que la resaca le penetrara en el cerebro y, chapaleando, se lo limpiara. Y finalmente le llegó la primera ola, tan ligera como una caricia, chaf, y al retirarse se llevó consigo, glu glu glu, a Elena Sclafani con su belleza, chaf, glu glu glu, y desaparecieron las tetas, el vientre, el cuerpo arqueado y los ojos de Michela Pardo. Una vez borrado el hombre Montalbano, sólo habría tenido que quedar el comisario Montalbano, una función casi abstracta, aquel destinado a resolver el caso sin sentimientos personales. Pero mientras lo pensaba, supo muy bien que jamás sería capaz de hacerlo.

Regresó a la casa y abrió el frigorífico. Adelina debía de haber sufrido un ataque agudo de vegetarianismo. Caponatina de berenjenas fritas, aceitunas y hierbas aromáticas, y un sublime pastel de alcachofas y espinacas. Preparó la mesita de la galería y se zampó la caponatina mientras el pastel de alcachofas se calentaba. Después se deleitó con el pastel. Quitó la mesa y sacó el billetero de Angelo de la bolsa de plástico. Lo vació poniéndolo boca abajo e introduciendo los dedos entre los compartimentos. Carnet de identidad. Permiso de conducir. Número de identificación fiscal. Tarjeta de crédito de la Banca dell'Isola («¿Ves como chocheas? ¿Por qué no has mirado enseguida en el billetero? Te habrías ahorrado el numerito con Michela»). Dos tarjetas de visita, una del doctor Benedetto Mammuccari, médico cirujano de Palma, y otra de Valentina Bonito, tocóloga de Fanara. Tres sellos, dos normales y uno de correo urgente. Una fotografía de Elena en topless. Doscientos cincuenta euros en billetes de cincuenta. El recibo de un llenado del depósito en una gasolinera.

Y basta. Stop. Aquí te quedas.

Todo obvio, todo normal. Todo demasiado obvio, demasiado normal para un hombre que aparece con un disparo en la cara y la polla fuera, tanto si ésta le había servido para una cosa como para otra. El caso es que la tenía fuera. Claro que hoy por hoy el hecho de que a uno lo sorprendan con la polla al aire ya no asombra a nadie, e incluso se había dado el caso de un diputado -más tarde fue nombrado para un cargo de alta responsabilidad del Estado- que la había exhibido urbi et orbi, a la ciudad y al mundo, en una fotografía publicada en algunos periódicos, de acuerdo, pero ambas cosas juntas, el asesinato y la exhibición, daban al caso una dimensión particular.

O la particularidad del caso. O mejor: la particularidad de la polla. Absorto en tan complejas variaciones sobre el mismo tema, el comisario, que estaba volviendo a guardarlo todo en el billetero, se detuvo en seco al llegar a los billetes de cincuenta.

¿Cuánto había en la cuenta corriente que le había mostrado Michela? Aproximadamente noventa mil euros, de los cuales, sin embargo, cincuenta mil le pertenecían a ella. Por consiguiente, en el banco Angelo sólo tenía cuarenta mil euros. Ochenta millones escasos de las antiguas liras. Allí había algo que no encajaba. Probablemente los ingresos de Angelo Pardo estaban constituidos por los porcentajes sobre los productos farmacéuticos que conseguía vender. Y Michela había asegurado que su hermano ganaba lo suficiente para vivir sin agobios. De acuerdo, pero ¿lo suficiente para pagar los costosos regalos que, según su hermana, le hacía a Elena? Seguro que no. Actualmente, ir al mercado para hacer la compra de una semana equivale a lo que antes se gastaba en todo un mes. ¿Pues entonces? ¿Cómo se las arreglaba uno que no tenía demasiado dinero para comprar joyas y automóviles deportivos? O Angelo estaba vaciando la cuenta del banco, y eso habría podido justificar el resentimiento de Michela, o contaba con otros ingresos de los que no había ni rastro y que Michela desconocía. ¿O fingía desconocerlos?

Entró en la casa y encendió el televisor justo a tiempo para el último telediario de Retelibera. Su amigo periodista Nicolò Zito habló primero de un accidente entre un camión y un automóvil, cuatro muertos, y después se refirió al homicidio de Angelo Pardo, cuya investigación, dijo, se había encomendado al jefe de la brigada móvil de Montelusa. Lo cual explicaba por qué ningún periodista había ido todavía a tocarle las pelotas a Montalbano. Estaba claro que el pobre Nicolò apenas sabía nada del asunto; en efecto, hilvanó un par de frases y pasó a otro asunto. Mejor así.