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Apagó el televisor, llamó a Livia para el habitual intercambio nocturno, que no acabó en discusión, al contrario, todo transcurrió como una seda, y fue a acostarse. Sin duda por efecto de la consoladora llamada, se hundió en el sueño como un chiquillo.

Un chiquillo que despertó de golpe a las dos de la madrugada y, en lugar de echarse a llorar como hacen todos los chiquillos de este mundo, se puso a pensar.

Le había vuelto a la mente la visita al garaje. Estaba seguro de haber pasado por alto un detalle. Una particularidad que antes no le había parecido importante, pero que ahora, en cambio, intuía que era importante, y mucho.

Repasó todo lo que había hecho desde el momento que entró en el garaje hasta el momento que salió. Nada.

– Mañana regreso -se dijo.

Y se tumbó de lado para dormirse de nuevo.

Al cabo de menos de un cuarto de hora, vestido de cualquier manera, ya estaba en el coche rumbo a casa de Angelo, soltando maldiciones como un loco.

Si los ocupantes de los dos pisos, o tres, teniendo en cuenta la planta baja, parecían muertos durante el día, imagínate a las tres de la madrugada o casi. A pesar de todo, procuró hacer el menor ruido posible.

Encendió la luz del garaje y se puso a examinarlo todo, bidones vacíos, viejas latas de aceite de motor, pinzas y llaves inglesas, como si tuviera una lupa. No descubrió nada que pudiera tomarse mínimamente en consideración. Un bidón vacío era, por desgracia, un simple bidón vacío que aún olía a gasolina.

Entonces pasó al Mercedes. En los mapas de carreteras de la guantera no había ningún recorrido especial subrayado, la documentación del coche estaba en regla. Bajó el parasol, examinó una por una las cintas de música, introdujo las manos en los bolsillos laterales, sacó el cenicero, bajó, abrió el capó: sólo estaba el motor. Fue a la parte de atrás, abrió el maletero: la rueda de recambio, el gato y el triángulo. Cerró.

Experimentó una especie de descarga eléctrica muy ligera y volvió a abrir el maletero. Ahí estaba el detalle que había pasado por alto. Por debajo de la alfombrilla de goma asomaba un triángulo de papel. Se inclinó para ver mejor: era la esquina de un sobre acolchado. Lo sacó utilizando dos dedos. Estaba dirigido al señor Angelo Pardo, y el señor Angelo Pardo, tras haberlo abierto, lo había aprovechado para guardar en su interior tres cartas, todas escritas a él. Montalbano sacó la primera y miró la firma. Elena. Volvió a guardarla en el sobre, cerró el coche, cerró el garaje, bajó la persiana metálica y, con el sobre en la mano, se encaminó hacia su coche, que había dejado aparcado a pocos metros.

– ¡Quieto, ladrón! -gritó una voz que parecía bajada del cielo.

Se detuvo y miró. En el último piso había una ventana abierta y, a contraluz, el comisario reconoció a S. M. Víctor Manuel III, apuntándolo con una escopeta de caza.

¿Vas a discutir a la distancia de dos pisos y a esa hora de la noche con un loco de atar? Además, cuando aquel sujeto empezaba a desvariar, no había manera. Montalbano le dio la espalda y reanudó su camino.

– ¡Quieto o disparo!

Montalbano siguió adelante como si tal cosa y su majestad disparó. Por otra parte, es bien sabido que los últimos Saboyas tenían el gatillo fácil. Por suerte, Víctor Manuel no tenía buena puntería. El comisario se apresuró a subir al coche y salir derrapando como en las películas americanas, mientras un segundo disparo iba a parar a treinta metros de distancia.

Nada más llegar a Marinella, leyó las cartas de Elena a Angelo. Las tres seguían la misma pauta dividida en dos tiempos.

El primer tiempo era una especie de delirio erótico-pasional; estaba claro que Elena había escrito las cartas justo después de un encuentro especialmente fogoso, pues recordaba con todo detalle lo que ambos habían hecho y lo mucho que había disfrutado ella mientras Angelo le practicaba un prolongado tric-troc.

Ahí Montalbano se detuvo, perplejo. Con lo que sabía de su experiencia personal y de la lectura de algún clásico del erotismo, no logró comprender en qué consistía el tric-troc. Tal vez era una expresión de la jerga secreta que siempre se crea entre dos amantes.

En cambio, el segundo tiempo era de un tono muy distinto. Elena suponía que Angelo, en sus recorridos por los pueblos de la provincia, tenía amantes a tutiplén en todas partes, de la misma manera que de los marineros se dice que tienen una novia en cada puerto, y ella se volvía loca de celos. Y lo amenazaba: como consiguiera reunir pruebas de que la traicionaba, lo mataría.

Es más, en la primera carta afirmaba haberlo seguido con su coche hasta Fanara y le formulaba una pregunta concreta: ¿por qué se había detenido una hora y media en una casa de via Libertà 82, siendo que allí no había ninguna farmacia ni ningún consultorio médico? ¿Vivía allí otra amante? En cualquier caso, que Angelo lo tuviera bien en cuenta: el descubrimiento de la traición equivaldría a una muerte inmediata y violenta.

Al término de la lectura, Montalbano se sintió más perplejo que convencido. Cierto que aquellas cartas le daban la razón a Michela, pero no correspondían a la idea que él se había hecho de Elena. Parecían escritas por otra persona.

Y, además, ¿por qué Angelo las tenía escondidas en el Mercedes? ¿No quería que su hermana las leyera? A lo mejor se avergonzaba de la primera parte de las misivas, en que se hablaba de sus acrobacias entre las sábanas con Elena. Podía ser una explicación. Pero ¿era explicable que Elena, tan aficionada al dinero, matara al que con tanta abundancia se lo facilitaba, aunque fuera en forma de regalos?

Sin apenas darse cuenta, tomó el teléfono.

– Hola, Livia. Soy Salvo. Quería preguntarte una cosa. ¿A tu juicio es lógico que una mujer mate por celos a un amante que le hace valiosos regalos? ¿Tú qué harías?

Hubo una larga pausa.

– Livia, ¿estás ahí?

– Yo no sé si mataría a un hombre por celos, pero sí por despertarme a las cinco de la madrugada.

Y colgó.

Llegó al despacho con un poco de retraso, pues sólo había conseguido dormirse hacia las seis; estuvo dándole vueltas a un pensamiento que no lo abandonaba, el de que, según las reglas más elementales, debería haber informado al fiscal Tommaseo de la situación de Elena Sclafani. Sin embargo, no le apetecía hacerlo. Y eso le provocaba cierta inquietud que le impedía dormir.

Toda la comisaría, sólo con verle la cara, comprendió que aquel día el horno no estaba para bollos.

En el trastero, en lugar de Catarella se encontraba Minnitti, un calabrés.

– ¿Dónde está Catarella?

– Dottore, se ha quedado toda la noche en la comisaría y esta mañana se ha derrumbado.

A lo mejor se había llevado el ordenador de Angelo, pues no se veía por ninguna parte. Acababa de sentarse cuando entró Fazio.

– Dos cosas, dottore. La primera es que esta mañana ha venido el commendatore Ernesto Laudadio.

– ¿Y quién es el commendatore Ernesto Laudadio?

– Dottore, usía lo conoce bien. ¡Es el que nos llamó porque se le había metido en la cabeza que usted quería abusar de la hermana del muerto!

¡Así se llamaba su majestad Víctor Manuel III! Y mientras loaba a Dios, que eso significaba literalmente su apellido, se dedicaba a tocarle los cojones al prójimo.

– ¿Qué ha venido a hacer?

– Presentar una denuncia contra un desconocido. Parece que anoche alguien intentó entrar en el garaje de Pardo, pero el commendatore lo evitó pegándole un par de tiros de escopeta y obligándolo a huir.