– ¿Lo hirió?
Fazio contestó con otra pregunta.
– Dottore, ¿usía está herido?
– No.
– Pues entonces el commendatore no hirió a nadie, gracias a Dios. ¿Me explica qué fue a hacer al garaje?
– Pasé primero en busca de la caja blindada, porque tanto tú como yo nos habíamos olvidado de ir a buscarla allí.
– Muy cierto. ¿La encontró?
– No. Después regresé porque recordé un detalle. -No dijo de qué se trataba y Fazio no lo preguntó-. ¿Y lo segundo que querías decirme?
– He obtenido alguna información acerca de Emilio Sclafani, el profesor.
– Ah, dime.
Fazio se introdujo una mano en el bolsillo y el comisario lo fulminó con una mala mirada.
– Como ahora saques un papelito con el nombre del padre del profesor, el nombre del abuelo del profesor, el nombre del tatarabuelo del profesor, te…
– Que haya paz -dijo Fazio sacando la mano del bolsillo.
– ¿Cuándo se te pasará ese vicio de funcionario del registro civil?
– Jamás, dottore. Bueno pues, el profesor es reincidente.
– ¿En qué sentido?
– Ahora me explico. El profesor se ha casado dos veces. La primera, cuando tenía treinta y nueve años y enseñaba en Comisini, se casó con una chica de diecinueve, ex alumna suya del liceo. Se llamaba Maria Coxa.
– ¿Qué apellido es ése?
– Albanés, dottore. Pero su padre había nacido en Italia. El matrimonio duró exactamente un año y tres meses.
– ¿Qué ocurrió?
– Ocurrió que no ocurría nada. Eso dicen por lo menos. Después de un año de matrimonio, la flamante esposa empezó a pensar que era muy raro que todos los días su marido se acostara a su lado, le dijera buenas noches amor mío, la besara en la frente y se quedara dormido. ¿Me he explicado?
– No.
– Dottore, el profesor no consumaba.
– ¡¿De veras?!
– Eso dicen. Entonces la jovencísima esposa, que necesitaba consumar como otros necesitan consumir…
– Se buscó otro bar.
– Exactamente, dottore. Un profesor de Gimnasia, compañero de su marido, no sé si me explico. Parece que Sclafani se enteró, pero no reaccionó. Pero un día que regresó a casa fuera del horario habitual, encontró a la mujer probando con su compañero un ejercicio especialmente difícil. La cosa terminó de mala manera, pero al revés.
– ¿Qué significa al revés?
– Que nuestro profesor no tocó a la mujer, sino que la tomó con su colega y lo machacó. Tenga en cuenta que el profesor de Gimnasia era más fuerte y estaba entrenado, pero aun así Emilio Sclafani lo envió al hospital. Se desató, algo lo hizo transformarse, de cornudo y complaciente que era, en una bestia feroz.
– ¿Cómo acabó todo?
– El profesor de Gimnasia no lo denunció, él se separó de la mujer, pidió el traslado a Montelusa y obtuvo el divorcio. Y ahora, con el segundo matrimonio, vuelve a hallarse en la misma situación que con el primero. Por eso he dicho que es reincidente.
Entró Mimì Augello y Fazio se retiró.
– ¿Qué haces aquí todavía? -preguntó Mimì.
– ¿Por qué, dónde tendría que estar?
– Donde quieras, pero no aquí. Dentro de un cuarto de hora llega Liguori.
¡El cabrón de la lucha antidroga!
– ¡Lo había olvidado! Hago un par de llamadas y me largo.
La primera a Elena Sclafani.
– Soy Montalbano. Buenos días, señora. Tengo que hablar con usted.
– ¿Esta mañana?
– Sí. ¿Podría pasar por su casa dentro de media hora?
– Comisario, estoy ocupada hasta la una. Si quiere, podemos vernos esta tarde.
– Podría sólo a última hora. Pero ¿su marido estará en casa?
– Ya le he dicho que no hay ningún problema. De todos modos, él regresa por la noche. Ah, oiga, se me ocurre una idea. ¿Por qué no me invita a comer?
Se pusieron de acuerdo.
La segunda llamada fue para Michela Pardo.
– Disculpe, comisario, estoy a punto de salir a Montelusa para ver al dottor Tommaseo. Por suerte, mi tía ha podido… Dígame.
– ¿Usted conoce Fanara?
– ¿El pueblo? Sí.
– ¿Sabe quién vive en via Libertà ochenta y dos?
Silencio.
– ¿Oiga, Michela?
– Sí, estoy aquí. El caso es que me ha pillado desprevenida… sí, sé quién vive en via Liberta ochenta y dos.
– Dígamelo.
– Tía Anna, la otra hermana de mi madre. Está paralítica. Angelo está… estaba muy unido a ella. Cuando pasaba por Fanara, siempre iba a verla. Pero ¿cómo se ha enterado?
– Simple investigación, puede creerme. Como es natural, tengo otras cosas que preguntarle.
– Puede pasar esta tarde.
– Me ha convocado el jefe superior. Mañana por la mañana, si no tiene nada en contra.
Salió a toda prisa del despacho, subió al coche y se fue. Decidió echar otro vistazo al apartamento de Angelo. ¿Por qué? Porque sí, el instinto se lo ordenaba.
Cruzó el portal, subió por la silenciosa escalera del edificio muerto y abrió con cuidado y sigilo la puerta de Angelo, temiendo que su majestad Víctor Manuel III apareciera de repente empuñando un enorme cuchillo y lo apuñalara por la espalda. Se dirigió al estudio, se sentó al escritorio y se puso a pensar.
Como de costumbre, presentía que algo no encajaba, pero no conseguía identificarlo. Entonces se levantó y empezó a recorrer la casa de acá para allá. En determinado momento, abrió la persiana del balcón del salón y salió.
En la calle, justo delante del portal, se había detenido un descapotable, y un chico y una chica se estaban besando. Tenían puesta la radio a todo volumen.
Montalbano dio un respingo hacia atrás. No porque se escandalizara de lo que estaba viendo, sino porque finalmente había comprendido qué lo había hecho regresar al apartamento.
Entró de nuevo en el estudio, se sentó, en el manojo de llaves de Angelo buscó la que necesitaba, la introdujo en el cajón central, lo abrió, sacó el librito Las más bellas canciones italianas de todos los tiempos y lo hojeó.
«Dulce señorita pálida / tú, vecina de enfrente del quinto piso…»
«Hoy el vagón puede parecernos / curiosas sobras de la antigüedad…»
«No olvides mis palabras, niña / tú no sabes lo que es el amor…»
Eran canciones de los años cuarenta-cincuenta. A lo mejor él, Montalbano, ni siquiera había nacido en la fecha de aparición de aquellas composiciones ligeras que algunos todavía recordaban. Y lo más importante, o por lo menos eso le pareció, no tenían nada que ver con las cintas que había en el Mercedes, todas de música rock.
8
En el estrecho margen de cada página del librito figuraban escritos unos números. La primera vez que los vio, el comisario había pensado que se trataba de una especie de análisis de la métrica, pero ahora se dio cuenta de que los números se referían sólo a los dos primeros versos de cada canción. Al lado de «Dulce señorita pálida / tú, vecina de enfrente del quinto piso» figuraban respectivamente los números 19 y 31, al lado de «Hoy el vagón puede parecernos / curiosas sobras de la antigüedad» los números 25 y 28, mientras que «No olvides mis palabras, niña / tú no sabes lo que es el amor» correspondían al 24 y 22. Y así sucesivamente en las restantes noventa y siete canciones contenidas en el volumen. La solución se le ocurrió con demasiada facilidad: aquellos números eran la suma de las letras que componían las palabras de los versos. Más complicado era en cambio llegar a comprender para qué servía todo aquello. Se guardó el librito en el bolsillo.