Montalbano estaba a punto de entrar en la trattoria Da Enzo cuando oyó que lo llamaban. Se detuvo y se volvió. Elena Sclafani bajó de una especie de torpedo rojo descapotable que acababa de aparcar. Vestía mono y zapatillas de deporte, y llevaba el largo cabello suelto sobre los hombros y una cinta azul sobre la frente. Los ojos azul claro sonreían, y los labios, que parecían pintados de rojo, habían perdido la expresión enfurruñada.
– Jamás he comido aquí. Vengo del gimnasio y el ejercicio me abre el apetito.
Un animal salvaje, joven y peligroso. Como todos los animales salvajes.
«Y en el fondo, como todos los jóvenes», pensó el comisario con una punta de nostalgia.
Enzo los condujo a una mesa un tanto apartada a pesar de que aún no había mucha gente.
– ¿Qué desean?
– ¿No hay menú? -preguntó Elena.
– Aquí no es costumbre -respondió Enzo, mirándola de mala manera.
– ¿Le apetecen unos entremeses de marisco? Los hacen estupendos -aseguró el comisario.
– Yo me lo como todo -declaró Elena.
La mirada que le estaba dirigiendo Enzo cambió de golpe, y no sólo se tornó benévola, sino casi cariñosa.
– Entonces déjeme hacer a mí.
– Hay un problema -dijo Montalbano, que deseaba curarse en salud.
– ¿Cuál?
– Usted me ha propuesto comer juntos y yo he estado encantado de aceptar. Pero…
– Ánimo, suelte el problema. Su mujer…
– No estoy casado.
– ¿Alguna historia seria?
– Sí. Una. -¿Por qué le contestaba?-. El problema es que, mientras como, no me gusta hablar.
Ella esbozó una sonrisa.
– El que tiene que hacer las preguntas es usted. Si no me las hace, yo no tengo nada que contestar. Además, si se empeña en saberlo, cuando hago una cosa, me gusta dedicarme sólo a esa cosa.
La conclusión fue que se zamparon los entremeses, los espaguetis con almejas y los crujientes salmonetes fritos, intercambiando sólo sonidos inarticulados como am, em, om y um, que sólo variaban de intensidad y registro. Y algunas veces hicieron om om juntos, mirándose. Al final, Elena extendió las piernas por debajo de la mesa, entornó los ojos y lanzó un profundo suspiro. Después, como una gata, sacó la punta de la lengua y se lamió los labios. Poco faltó para que se pusiera a ronronear.
El comisario había leído un relato de un autor italiano que hablaba de un país donde el hecho de hacer el amor en público no sólo no era motivo de escándalo, sino que se consideraba la cosa más natural del mundo, mientras que el hecho de comer en presencia de los demás se consideraba contrario a la moral por tratarse de algo demasiado íntimo. Le entraron ganas de reír por una pregunta que le pasó por la cabeza: ¿y si la edad lo llevara en poco tiempo a disfrutar de una mujer conformándose con comer con ella a la misma mesa y sobre el mismo mantel?
– ¿Y ahora dónde hablamos? -preguntó Montalbano.
– ¿Usted tiene algo que hacer?
– No inmediatamente.
– Le haré otra proposición. Vamos a mi casa y lo invito a un café. Emilio está en Montelusa, me parece que ya se lo he dicho. ¿Lleva coche?
– Sí.
– Pues entonces sígame, así podrá irse cuando quiera.
Seguir de cerca el torpedo rojo no fue nada fácil. En determinado momento, Montalbano decidió perderlo de vista, total, se conocía el camino. En efecto, cuando llegó, Elena lo estaba esperando delante del portal con una bolsa deportiva al hombro.
– Tiene usted un coche francamente bonito -dijo él mientras subían en el ascensor.
– Me lo regaló Angelo -repuso casi con indiferencia mientras abría la puerta, como si estuviera hablando de una cajetilla de tabaco o de algo nimio.
«¡Ésta se me come el terreno!», pensó Montalbano, furioso tanto por el hecho de que se le hubiera ocurrido un tópico como por el de que el tópico obedeciera en definitiva a la verdad.
– Debió de costarle mucho dinero.
– Supongo que sí. Tendré que venderlo cuanto antes.
Lo hizo pasar al salón.
– ¿Por qué?
– Porque resulta demasiado caro para mi bolsillo. A ratos consume casi tanto como un avión. ¿Sabe una cosa? Cuando Angelo me lo regaló, para aceptarlo le puse una condición: que cada mes me abonara los gastos de la gasolina y el garaje. El seguro ya lo había pagado.
– ¿Y él lo hizo?
– Sí.
– Tengo una curiosidad: ¿cómo se lo pagaba? ¿Con cheques?
– No; en efectivo.
Maldita sea, había perdido una buena ocasión de averiguar si Angelo tenía cuentas en otros bancos.
– Oiga, comisario, voy a preparar el café y después me cambio. Si usted entretanto quiere refrescarse un poco…
Lo acompañó a un cuartito de baño para invitados justo al lado del comedor.
Montalbano se lo tomó con calma, se quitó la chaqueta y la camisa y colocó la cabeza bajo el grifo. Cuando regresó al salón, ella todavía no estaba. Volvió cinco minutos después con el café. Se había duchado rápidamente y puesto una especie de bata que le llegaba hasta medio muslo. Y nada más. Iba descalza. Las piernas, ya largas de por sí, parecían interminables saliendo directamente de aquella bata roja. Piernas nerviosas, ágiles, de bailarina o deportista. Y lo bueno era, de eso Montalbano se dio cuenta enseguida, que en ella no había el menor deseo, la menor intención de seducir. No le parecía en modo alguno inconveniente presentarse de aquella manera ante un hombre al que apenas conocía. Como si le estuviera leyendo el pensamiento, Elena le dijo:
– Estoy a gusto con usted. Me encuentro a mis anchas. Sin embargo, no debería ser así.
– Ya.
Él también se sentía a gusto. Demasiado. Y no era por el caso. Fue Elena la que una vez más insistió en el tema.
– ¿Y bien? ¿Esas preguntas?
– Aparte del coche, ¿Angelo le hizo otros regalos?
– Sí, y también bastante caros, por cierto. Joyas. Si quiere se las enseño.
– No hace falta, gracias. ¿Su marido lo sabía?
– ¿Lo de los regalos? Sí. Por otra parte, una sortija habría podido esconderla, pero un coche como ése…
– ¿Por qué?
Ella lo comprendió al vuelo. Era de una inteligencia peligrosa.
– ¿Usted jamás le ha hecho regalos a su novia?
Montalbano se molestó. Livia no tenía que entrar ni por equivocación en las sórdidas y mezquinas historias sobre las cuales él investigaba.
– Olvida un detalle.
– ¿Cuál?
Quiso ser deliberadamente ofensivo.
– Que esos regalos eran una forma de pagar sus servicios.
Había tenido en cuenta las posibles reacciones de la mujer, pero no que se echara a reír.
– A lo mejor Angelo sobrevaloraba mis servicios, tal como usted dice. Puede creerme, no soy una fuera de serie.
– Pues entonces, vuelvo a preguntarle por qué.
– Comisario, hay una explicación y es muy sencilla. Los regalos me los hizo en los últimos tres meses, empezando por el coche. Me parece que la otra vez le dije que en los últimos tiempos en Angelo se había producido… bien, se había enamorado de mí. No quería perderme.
– ¿Y usted?
– Me parece que también se lo dije. Cuanto más posesivo se mostraba, tanto más tendía yo a alejarme. Entre otras cosas, no soporto las bridas.
¿No había escrito un antiguo poeta griego una poesía de amor por una yegua de Tracia que precisamente no soportaba las bridas? Pero no era momento de pensar en poesías. Casi a regañadientes, metió una mano en el bolsillo, sacó las tres cartas y las depositó encima de la mesita.
Elena las miró, las reconoció y no dio la menor señal de turbación.
– ¿Las ha encontrado en el apartamento de Angelo?
– No.
– ¿Dónde?
– Escondidas en el portamaletas del Mercedes.
De repente, tres arrugas: una en la frente, dos a ambos lados de la boca. Por primera vez, pareció sinceramente sorprendida.