– ¿Por qué escondidas?
– Pues no sé. Podría aventurar una explicación. A lo mejor Angelo no quería que las leyera su hermana por ciertos detalles que podían colocarlo en una situación embarazosa, ¿comprende?
– Pero ¡¿qué dice, comisario?! ¡Entre ambos reinaba una confianza absoluta!
– Mire, dejemos correr los porqués y los cómos. Las he encontrado en un sobre acolchado debajo de la alfombrilla del maletero. Ésa es la situación. Pero la pregunta es otra y usted lo sabe.
– Comisario, estas cartas las escribí prácticamente al dictado.
– ¿De quién?
– De Angelo.
Pero ¿qué se había creído aquella mujer? ¿Que podía hacerle tragar la primera chorrada que le pasara por la cabeza? Se levantó, dominado por la furia.
– Mañana a las nueve la espero en la comisaría.
Elena también se levantó. Había palidecido y el sudor le brillaba en la frente.
– No, por favor, en la comisaría no.
Tenía la cabeza inclinada, los puños apretados, los brazos colgando; semejaba una niña que hubiera crecido demasiado y temiera un castigo.
– En la comisaría no vamos a comérnosla, ¿sabe?
– No, no, por lo que más quiera, no.
Una vocecita muy fina que se transformó en pequeños sollozos. Pero ¿es que aquella chica jamás terminaría de sorprenderlo? ¿Qué había de tan terrible en el hecho de presentarse en la comisaría? Tal como se hace con los niños, le colocó una mano bajo la barbilla y le alzó la cabeza. Elena tenía los ojos cerrados, pero el rostro estaba surcado por las lágrimas.
– Bueno, bueno, nada de comisaría, pero no me cuente historias absurdas.
Volvió a sentarse. Ella permaneció de pie, pero se acercó a él y se le puso delante hasta casi rozarle las rodillas con las piernas. ¿Qué esperaba? ¿Qué él le preguntara algo a cambio de no haberla obligado a ir a comisaría? De repente, aspiró el aroma de su piel y experimentó una leve sensación de embotamiento. Se asustó de sí mismo.
– Regrese a su sitio -le dijo severamente, sintiéndose convertido de pronto en un director de escuela.
Elena obedeció. Sentada, tiró con ambas manos de la bata en un vano intento de cubrirse un poco los muslos. Pero en cuanto lo soltó, el tejido subió de nuevo y fue todavía peor.
– Bueno, pues, ¿qué es esa increíble historia de que el propio Angelo, por lo visto, le dictó las cartas?
– Jamás lo seguí con el coche. Entre otras cosas, cuando empezamos a vernos, hacía más de un año que yo no tenía coche. Había sufrido un grave accidente que lo dejó inservible, una pura chatarra. Y no tenía dinero para comprarme otro, ni siquiera de segunda mano. La primera de estas tres cartas, esa donde le digo que lo he seguido hasta Fanara… puede comprobar la fecha, se remonta a hace cuatro meses, y por aquel entonces Angelo todavía no me había regalado el deportivo. Pero para que la historia resultara más verosímil, me dijo que pusiera que él había ido a determinada casa, ahora no recuerdo la dirección, y que yo me había escamado.
– ¿Le dijo quién vivía en aquella casa?
– Sí, una tía suya, una hermana de su madre me parece.
Se había tranquilizado, volvía a ser la de siempre. Pero ¿por qué la idea de la comisaría la había asustado tanto?
– Supongamos por un momento que Angelo le hubiera sugerido escribir estas cartas.
– ¡Pero si es verdad!
– Y yo la creo, provisionalmente. Está claro que él lo hizo para que otra persona las leyera. ¿Quién?
– Su hermana Michela.
– ¿Cómo puede estar tan segura?
– Porque él mismo me lo dijo. Procuraría que cayeran bajo sus ojos, pero como por casualidad. Por eso me ha extrañado que las tuviera en el maletero del Mercedes. Allí difícilmente habría podido encontrarlas Michela.
– ¿Qué pretendía obtener Angelo de Michela después de la lectura de las cartas? En resumen, ¿para qué tenían que servir? ¿Usted se lo preguntó?
– Claro.
– ¿Qué explicación le dio?
– Me dio una explicación absolutamente estúpida. Me dijo que le servirían para demostrarle a Michela que yo lo amaba con locura, al contrario de lo que ella decía. Y yo fingí darme por satisfecha con esa explicación porque, en el fondo, aquella historia me importaba un bledo.
– ¿Cree que el motivo era otro?
– Sí. Disponer de más espacio.
– ¿Puede explicarse mejor?
– Lo intentaré. Verá, comisario, Michela y Angelo estaban muy unidos. Por lo que he conseguido saber, cuando su madre se encontraba bien, Michela se quedaba a dormir a menudo en casa de su hermano, iba a todas partes con él, sabía en todo momento dónde estaba. Lo controlaba. En determinado momento, él debió de cansarse, o bien sintió la necesidad de disponer de mayor libertad de movimientos. Y yo, con mis fingidos pero apremiantes celos, era una buena coartada para que él pudiera moverse sin tener que llevar a su hermana a remolque. Las otras dos cartas me las dictó antes de dos viajes que hizo, uno a Holanda y otro a Suiza. Tal vez fueron un pretexto para evitar que su hermana lo acompañara.
¿Cuadraba el motivo por el cual ambos se habían puesto de acuerdo a propósito de las cartas? Cuadraba, aunque de una manera torcida, más retorcida que el rabo de un cerdo. Pero la hipótesis de la verdadera finalidad apuntada por Elena resultaba convincente.
– Dejemos momentáneamente a un lado las cartas. Nosotros, desde luego, hemos llevado a cabo unas investigaciones en abanico y…
– ¿Puedo? -lo interrumpió ella, señalando el sobre de la mesita.
– Claro.
– Siga, lo escucho -dijo Elena mientras sacaba una carta y empezaba a leer.
– … y de esa manera, hemos averiguado ciertas cosas acerca de su marido.
– ¿Sobre lo que le ocurrió con su primer matrimonio? -preguntó ella sin dejar de leer.
¡Un cuerno pisar el terreno, aquella chica estaba haciendo que la tierra se abriera bajo sus pies!
De repente, Elena echó la cabeza atrás y rompió a reír.
– ¿Qué le resulta tan gracioso?
– ¡El tric-troc! ¡Cualquiera sabe lo que habrá pensado usted!
– No he pensado nada -replicó, ruborizándose levemente.
– Es que yo tengo el ombligo muy sensible y entonces…
Montalbano acabó de sonrojarse. ¡El ombligo sensible que a ella le encantaba que le besaran y lamieran! Pero ¿es que estaba loca? ¿No comprendía que aquellas cartas podían enviarla a la cárcel con una condena de treinta años? ¡Tric-troc un cuerno!
– Volviendo a su marido…
– Emilio me lo ha contado todo -dijo Elena, dejando la carta-. Perdió la cabeza por aquella antigua alumna suya, Maria Coxa, y se casó con ella esperando un milagro.
– ¿Qué milagro, perdone?
– Comisario, Emilio siempre ha sido impotente.
La brutal sinceridad de la chica fue como una piedra caída del cielo, de esas que te golpean en mitad de la frente y tú no comprendes de dónde han salido. Montalbano abrió y cerró la boca sin conseguir pronunciar palabra.
– Emilio no le había dicho nada a Maria. Pero al cabo de algún tiempo, ya no pudo encontrar ninguna excusa para ocultar su desgracia. Y entonces llegaron a un pacto.
– Espere un momento, por favor. Pero ¿la señora no podía pedir la anulación, qué sé yo, el divorcio? ¡Todos le habrían dado la razón!
– Comisario, Maria era muy pobre, su familia había pasado hambre para darle estudios. Mejor el pacto.
– ¿En qué consistía?
– En que Emilio le buscaría a un hombre con quien acostarse. Y la presentó a un compañero profesor de Gimnasia, con quien previamente se había puesto de acuerdo.
Montalbano alucinaba. Por muchas cosas que hubiera visto y vivido a lo largo de tantos años de policía, las historias de sexo y cuernos jamás dejaban de sorprenderlo.
– En pocas palabras, ¿le ofreció a su mujer?
– Sí, pero con una condición. Los encuentros entre Maria y el compañero debían serle comunicados con antelación.