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– Mimì, a ver si lo entiendo. ¿El verdadero motivo de que le hayáis puesto mi nombre es que el de los demás os parecen raros?

– ¡Pero no digas bobadas! En primer lugar es por el afecto que siento por ti, que eres como un padre para mí, y además…

¿Un padre? ¿Con un hijo como Mimì?

– ¡Anda y que te den por culo!

Ante la noticia de que el nasciturus se iba a llamar Salvo, Livia experimentó un tremendo arrebato de llanto. Había ciertas ocasiones especiales que la conmovían profundamente.

– ¡Mira cómo te quiere Mimì! Y tú, en cambio…

– Vaya, hombre, ¿conque me quiere? ¿Tú sabes quiénes son Eusebio y Adelchi?

Y desde que naciera el crío, Mimì aparecía y desaparecía de la comisaría en un santiamén: ahora Salvo (júnior, naturalmente) tenía diarrea, ahora le habían salido unas manchitas rojas en el culito, ahora tenía eructos, ahora no quería mamar…

Se había quejado de ello por teléfono a Livia.

– Ah, ¿sí? ¿Y qué tienes tú que reprocharle a Mimì? ¡Eso significa que es un padre que quiere a su hijo, que se preocupa por él!

Le había colgado el teléfono.

Examinó el correo de la mañana que Catarella le había dejado encima de la mesa. En virtud de un pacto con la oficina de correos y debido a que algunas veces se pasaba dos días sin ir a casa, la correspondencia privada dirigida a Marinella se la llevaban a la comisaría. Había sólo unas cartas oficiales, que apartó; no le apetecía leerlas, se las pasaría a Fazio en cuanto éste regresara.

Sonó el teléfono.

– Dottori, está el dottori Latte con ese al final.

Lattes, el jefe de gabinete del jefe superior de policía. Con horror y estupor, Montalbano había descubierto poco tiempo atrás que Lattes tenía un clon en la persona de un honorable portavoz que siempre salía en la tele, con el mismo aire de sacristía, la misma piel rosada y cerduna por falta de barba, la misma boquita de agujero de culo, la misma hipócrita untuosidad, su vivo retrato.

– Mi querido Montalbano, ¿cómo va todo?

– Bien, dottore.

– ¿Y la familia? ¿Los niños? ¿Todo bien?

Le había explicado un millón de veces que ni estaba casado ni tenía hijos ilegítimos, pero no había manera. Estaba emperrado.

– Todo bien.

– Gracias a la Virgen. Oiga, Montalbano, el señor jefe superior quisiera hablar con usted esta tarde a las diecisiete horas.

¿Y por qué quería hablar con él? El señor jefe superior Bonetti-Alderighi evitaba cuidadosamente verlo, prefería convocar a Mimì. Debía de tratarse de algún incordio impresionante.

La puerta se abrió violentamente, golpeando contra la pared, y Montalbano pegó un brinco en la silla. Apareció Catarella.

– Pido pirdón, dottori, se me ha escapado la mano. Los diez minutos acaban de pasar ahora mismito como usía mi ha dicho.

– Ah, ¿sí? ¿Ya han pasado diez minutos? ¿Y a mí qué coño me importa?

– La siñora, dottori.

Lo había olvidado por completo.

– ¿Ha vuelto Fazio?

– Todavía no todavía, dottori.

– Hazla pasar.

Una casi cuarentona, a primera vista una hija de María superviviente, mirada baja detrás de las gafas, cabello recogido en un moño, manos cerradas fuertemente sobre el bolso, enfundada en un horroroso y holgado vestido gris que no permitía adivinar lo que había debajo, pero con unas bonitas y largas piernas a pesar de las medias gruesas y los zapatos sin tacón. Permaneció indecisa en la puerta, contemplando la franja de mármol blanco que separaba las baldosas del pasillo de las del despacho de Montalbano.

– Adelante, adelante. Cierre la puerta y tome asiento.

Ella así lo hizo, acomodándose en el borde del asiento de una de las dos sillas delante del escritorio.

– Dígame, señora.

– Señorita. Michela Pardo. Y usted es el comisario Montalbano, ¿verdad?

– ¿Nos conocemos?

– No, pero lo he visto en la tele.

– La escucho.

Pareció turbarse más que al principio. Acomodó mejor las posaderas sobre la silla, se miró la punta de un zapato, tragó dos veces saliva, abrió la boca, la cerró, volvió a abrirla.

– Se trata de mi hermano Angelo. -Y se detuvo, como si al comisario le bastara saber que su hermano se llamaba Angelo para captar a la velocidad de un rayo toda la historia.

– Señorita Michela, usted comprenderá que…

– Comprendo, comprendo. Angelo ha… ha desaparecido. Desde hace dos días. Perdone, estoy muy preocupada y confusa y…

– ¿Cuántas años tiene su hermano?

– Cuarenta y dos.

– ¿Vive con usted?

– No, por su cuenta. Yo vivo con mamá.

– ¿Su hermano está casado?

– No.

– ¿Tiene novia?

– No.

– ¿Y por qué dice que ha desaparecido?

– Porque no pasa ni un día sin que venga a ver a mamá. Y si tiene que irse, nos avisa. Hace dos días que no da señales de vida.

– ¿Ha intentado usted llamarlo?

– Sí. A casa y al móvil. No contesta nadie. Fui incluso a su casa. Llamé largo rato al timbre antes de decidir abrir.

– ¿Tiene llaves de la casa de su hermano?

– Sí.

– ¿Y qué encontró?

– Todo estaba en perfecto orden. Y tuve miedo.

– ¿Su hermano padece alguna enfermedad?

– Para nada.

– ¿A qué se dedica?

– Es informador.

Montalbano se quedó de piedra. ¿Acaso ser informador, es decir, espía, se había convertido en un oficio reconocido, con paga doble de Navidad y vacaciones pagadas, como, por ejemplo, el del arrepentido con sueldo fijo? Lo aclararía más adelante.

– ¿Se mueve a menudo?

– Sí, pero se encarga de una zona muy restringida. Prácticamente no sobrepasa los límites de la provincia.

– En resumen, ¿usted desearía presentar una denuncia por desaparición?

– No… no sabría.

– Tengo que advertirle, sin embargo, que nosotros no podemos actuar de inmediato.

– ¿Por qué no?

– Porque su hermano es mayor de edad, independiente, y goza de salud física y mental. Podría haber decidido irse voluntariamente unos días, ¿sabe? Y hasta que estemos seguros de que…

– Comprendo. ¿Usted qué me aconseja?

Y mientras formulaba la pregunta, finalmente lo miró. Montalbano experimentó los efectos de una especie de llamarada interior. Eran unos ojos justo del mismo color que el de un lago intensamente violeta en cuyas aguas a todos los hombres les habría encantado zambullirse y ahogarse. Menos mal que la señorita Michela mantenía casi siempre bajos aquellos ojos. El comisario efectuó mentalmente dos brazadas y regresó a la orilla.

– Bueno, pues yo le aconsejaría que regresara a echar otro vistazo a casa de su hermano.

– Lo hice ayer. No entré, pero me pasé un buen rato llamando al timbre.

– Sí, pero quizá no estuviera en condiciones de poder contestar.

– ¿Y eso por qué?

– Bueno… podría haber resbalado en la bañera y no poder caminar, haber sufrido un acceso de fiebre muy alta…

– Comisario, no me limité a tocar el timbre. Incluso lo llamé a voces. Si hubiera resbalado en el cuarto de baño, me habría contestado. El apartamento de Angelo tampoco es tan grande.

– Permítame que insista.

– Yo sola no voy. ¿Por qué no me acompaña usted?

Volvió a mirarlo. Y esta vez Montalbano sintió que se estaba hundiendo, el agua ya le llegaba hasta el cuello. Lo pensó un poco y tomó una decisión.

– Mire, vamos a hacer una cosa. Si sigue sin noticias de su hermano, pásese otra vez por aquí esta tarde sobre las siete. Yo la acompañaré.

– Gracias.

Se levantó y le tendió la mano. Montalbano la tomó, pero no tuvo el valor de estrecharla; parecía un pedazo de carne sin vida.