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– ¡Virgen santísima! ¿Y eso por qué?

– Porque de esa manera, a sus ojos, la cosa ya no era una traición.

Pues sí. Desde cierto punto de vista, el razonamiento del profesor Emilio Sclafani discurría con más suavidad que la seda. Por otra parte, ¿no era de Sclafani o de por allí un tal Luigi Pirandello?

– ¿Cómo explica entonces que el compañero corriera el peligro de acabar asesinado?

– Emilio no había sido informado acerca de aquel encuentro. Era una reunión, cómo decirlo, de carácter clandestino. Y Emilio reaccionó como un marido que sorprende a la mujer en flagrante adulterio.

El juego de los papeles. ¿No era ése el título de una comedia del susodicho Pirandello?

– ¿Puedo hacerle una pregunta personal?

– Con usted no tengo demasiado pudor.

– ¿Su marido le confesó que era impotente antes del matrimonio o después?

– Antes. A mí me lo dijo antes.

– ¿Y usted aceptó a pesar de todo?

– Sí. Me dijo también que podría tener otros hombres Con discreción, naturalmente, y con la condición de que lo mantuviera siempre informado de todo.

– ¿Y usted ha cumplido el compromiso?

– Sí.

Montalbano pensó que aquello sí era una trola. Pero la cosa no le pareció demasiado importante. Si Elena se veía clandestinamente con alguien sobre el cual no informaba a su marido, allá ella.

– Mire, Elena, me veo en la obligación de ser más explícito.

– Faltaría más.

– ¿Por qué una espléndida muchacha como usted, sin duda muy cortejada y deseada, acepta casarse con un hombre que no es rico, es mucho mayor que ella y, encima, no puede…?

– Comisario, ¿se ha imaginado alguna vez azotado por las olas de un temporal porque su barca ha naufragado?

– Tengo muy poca imaginación.

– Haga un esfuerzo. Lleva mucho rato nadando, pero ya no puede más. Comprende que está a punto de ahogarse. Y de repente se encuentra con algo que flota y a lo que puede agarrarse. ¿Qué hace? Se agarra. Y no se pregunta si se trata de una tabla de madera mojada o de una balsa provista de radar.

9

– ¿A ese extremo había llegado?

– Sí.

Estaba claro que no quería hablar del tema, le resultaba molesto. Pero el comisario no podía pasarlo por alto, necesitaba conocer todo el pasado y el presente de las personas relacionadas con el crimen. Era su oficio, aunque en ciertas ocasiones especiales se sintiera como un inquisidor. Y la situación no le deparaba el menor placer.

– ¿Cómo conoció a Emilio?

– Emilio, después del escándalo de Comisini, fue trasladado a Fela. Allí mi padre, que es primo segundo suyo, le habló de mí, de mi situación, del hecho de haberse visto obligado a enviarme a una comunidad especial para menores de edad.

– ¿Se drogaba?

– Sí.

– ¿Qué edad tenía?

– Dieciséis.

– ¿Por qué empezó?

– Usted me hace una pregunta concreta a la que yo no puedo contestar con la misma concreción. Me cuesta explicar por qué empecé. Incluso a mí misma. Quizá fueron varias circunstancias las que contribuyeron a… En primer lugar, la muerte repentina de mamá cuando yo aún no había cumplido los diez años. Después, la absoluta incapacidad de mi padre de querer a nadie, incluida mi madre. Luego la curiosidad. Es la ocasión que se presenta en un momento de debilidad. El compañero de instituto, al que tú creías amar, te empuja a probar…

– ¿Cuánto tiempo permaneció en la comunidad?

– Un año. Y Emilio fue a verme tres veces, la primera en compañía de mi padre para conocerme, después por su cuenta.

– ¿Y después?

– Me escapé de la comunidad. Cogí un tren y me planté en Milán. Conocí a varios hombres. Al final me fui a vivir con uno de cuarenta años. La policía me detuvo un par de veces. La primera vez me enviaron de nuevo al pueblo y me entregaron a mi padre porque era menor de edad, pero si antes de eso la convivencia ya era dramática, entonces se convirtió en algo imposible. Luego volví a largarme. Regresé a Milán. Cuando me detuvieron por segunda vez…

Se bloqueó, palideció, experimentó un ligero temblor, tragó saliva.

– Ya basta -dijo Montalbano.

– No. Quiero explicarle por qué… La segunda vez, mientras los agentes me llevaban en coche a la comisaría, les propuse un trueque. Ya se puede imaginar cuál. Primero fingieron no aceptar, «tienes que venir a la comisaría», repetían. Yo seguía suplicándoles, y cuando comprendí que disfrutaban haciéndose de rogar porque sabían que podían disponer de mí a su gusto, monté el número, me eché a llorar, me arrodillé allí mismo, dentro del coche. Finalmente aceptaron y me llevaron a un lugar apartado. Fue… terrible. Me utilizaron durante varias horas a su antojo y como nunca. Pero lo peor fue su desprecio, su sádica voluntad de humillarme… Al final, uno de ellos me orinó en la cara.

– Se lo ruego, ya basta -repitió Montalbano en voz baja.

Experimentaba una profunda vergüenza por su condición de hombre. Sabía que la chica no se estaba inventando lo que decía; por desgracia, era algo que le había ocurrido. Pero al mismo tiempo, no comprendía del todo por qué, ante el simple hecho de oír la palabra comisaría, Elena por poco se había desmayado.

– ¿Por qué la detenían?

– Prostitución. -Lo dijo con la mayor naturalidad, sin avergonzarse, sin dar la menor muestra de sentirse incómoda. Era una cosa que había hecho, como tantas otras-. Cuando andábamos escasos de dinero -añadió-, mi amigo me obligaba a prostituirme. Con discreción, naturalmente. No en la calle. Pero hubo redadas y dos veces me pillaron.

– ¿Cómo volvió a encontrar a Emilio?

Ella esbozó una sonrisita que Montalbano no comprendió de inmediato.

– Comisario, ahora toda la historia se convierte en un cómic, un culebrón centrado en los buenos sentimientos. ¿De verdad quiere que se la cuente?

– Sí.

– Hacía unos seis meses que yo había regresado a Sicilia. Justo el día en que cumplía veinte años, entré en un supermercado con la intención de robar algo con que celebrarlo. Pero en cuanto miré alrededor, me crucé con la mirada de Emilio. No me veía desde la época de la comunidad y, sin embargo, me reconoció enseguida. Y lo más curioso fue que yo también lo reconocí a él. ¿Qué le voy a decir? Desde entonces, ya jamás me abandonó. Hizo que me desintoxicara y me cuidó. Durante años se ha ocupado de mí con una entrega y un afecto que no tengo palabras para describir. Hace cuatro años me pidió que me casara con él. Y eso es todo.

Montalbano se levantó y se guardó las cartas en el bolsillo.

– He de irme.

– ¿No puede quedarse un poco más?

– Por desgracia, tengo un compromiso en Montelusa.

Elena se levantó, se acercó a él, inclinó ligeramente la cabeza y rozó un instante con sus labios los de Montalbano.

– Gracias -dijo.

Acababa de entrar en la comisaría cuando el repentino grito de Catarella lo dejó paralizado.

– Dottori! ¡Lo jodíííííí!

– ¿A quién jodiste, Catarè?

– ¡Al guardia de paso, dottori!

En el interior de su trastero, Catarella parecía un oso bailarín, brincaba de alegría apoyando su peso alternativamente sobre un pie y sobre el otro.

– ¡Encontré la palabra! ¡La escribí y el guardia disapareció!

– Ven a mi despacho.

– ¡Ahora inmidiatísimamente, dottori! Pero primero tingo que imprimir el fail.

Mejor quitarse de en medio; las personas que entraban y salían de la comisaría los estaban mirando un tanto desconcertadas.

Antes de dirigirse a su despacho, Montalbano se asomó al de Augello, quien, cosa rara, estaba allí. Se ve que el chiquillo se encontraba bien.