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– ¿Qué quería esta mañana Liguori?

– Sensibilizarnos.

– ¿Y eso qué significa?

– Que tenemos que apuntar más arriba.

– ¿O sea?

– Que tenemos que profundizar un poco más.

Montalbano perdió la paciencia.

– Mimì, como no hables claro, ¿sabes a qué profundidad te voy a hundir?

– Salvo, en las altas esferas de Montelusa parece que no están contentos con nosotros por lo que respecta a nuestra aportación a la lucha contra el trapicheo.

– Pero ¿qué están diciendo? ¡Pero si en el último mes hemos metido a seis camellos en chirona!

– No basta, según ellos. Liguori ha dicho que nosotros sólo hacemos pequeño cabotaje.

– ¿Y cuál sería el grande?

– No limitarse a detener de vez en cuando a algún camello, sino actuar siguiendo un plan concreto, facilitado naturalmente por él, que permita identificar a los mayoristas.

– Pero ¿eso no le corresponde a él? ¿No es el jefe de la lucha contra la droga? ¿Por qué viene a tocarnos los cojones a nosotros? Él se hace su plan y, en lugar de pasárnoslo a nosotros, lo pone en práctica con sus hombres.

– Salvo, parece que, basándose en sus investigaciones, uno de los mayoristas más importantes se encuentra entre nosotros, en Vigàta. Y quiere nuestra colaboración.

Montalbano se pasó un rato mirándolo con expresión pensativa.

– Mimì, esta historia me huele a chamusquina. Hemos de hablar de eso, pero ahora no tengo tiempo. Quiero ver una cosa con Catarella y después debo ir corriendo a Montelusa porque me ha convocado el jefe.

Catarella lo esperaba delante de la puerta de la estancia, bailando todavía como un oso. Entró detrás de él y depositó sobre la mesa dos hojas impresas. El comisario las examinó y no entendió nada. Eran una serie de números de seis cifras escritos el uno debajo del otro, y a cada número, correspondía otro número:

213452 136000

431235 235000

y así sucesivamente. Comprendió que para estudiar la cuestión tendría que quitarse de encima a Catarella; su danza tribal estaba empezando a atacarle los nervios.

– ¡Muy bien! ¡Felicidades, Catarella!

El otro, de oso se transformó en pavo reaclass="underline" como no tenía cola para hacer la rueda, levantó y estiró los brazos, extendió los dedos y giró sobre sí mismo.

– ¿Cómo encontraste la contraseña?

– ¡Ah, dottori, dottori! Loco me volvió el muerto, ¡hay que ver lo listo que era el muerto! La palabra era de ella, de la hirmana del muerto, que se llama Michela, junto con el día, mes y año del nacimiento de la hirmana suya del muerto escrito sin números, todo letras.

Puesto que, a causa de la alegría de haber hallado la solución, Catarella dijo la frase de corrido, el comisario comprendió apenas lo suficiente.

– Me parece recordar que me dijiste que se necesitaban tres contraseñas…

– Sí, siñor dottori. El trabajo es continuado.

– Muy bien pues, ve a continuarlo. Y gracias una vez más.

Catarella se tambaleó visiblemente.

– ¿Te da vueltas la cabeza?

– Un poquito, dottori.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí, siñor.

– Pues entonces, ¿por qué te da vueltas la cabeza?

– Porque usía mi ha dado las gracias, dottori.

Se retiró del despacho como si estuviera borracho. Montalbano echó otro vistazo a las dos hojas. Pero como ya era hora de irse a Montelusa, se las guardó en el bolsillo donde ya llevaba el librito de las canciones. El cual era, habría podido jurarlo, la clave para comprender algo acerca de todos aquellos números.

– ¡Queridísimo amigo! ¿Qué tal, qué tal va todo? ¿En casa todos bien?

– Muy bien, dottor Lattes.

– Siéntese, por favor.

– Gracias, dottore.

Se sentó. Lattes lo miró y él miró a Lattes. Lattes le sonrió y él también lo hizo.

– ¿A qué debemos el placer de su visita?

Montalbano se quedó de piedra.

– La verdad es que tenía… el señor jefe superior me había…

– ¿Ha venido para la convocatoria? -preguntó sorprendido.

– Pues sí.

– Pero ¿cómo? ¿El responsable de la centralita, Cavarella…?

– Catarella.

– ¿No lo ha advertido? Yo he llamado a última hora de la mañana para comunicarle que el señor jefe superior había tenido que irse a Palermo y que lo espera mañana a esta misma hora.

– No, no he sido advertido.

– ¡Pero eso es gravísimo! ¡Tiene usted que tomar medidas!

– Las tomaré, no le quepa la menor duda, dottore.

¿Qué coño de medidas se podían tomar con Catarella? Era lo mismo que enseñar a un cangrejo a caminar recto.

Puesto que ya estaba en Montelusa, decidió visitar a su amigo el periodista Nicolò Zito. Aparcó delante de la sede de Retelibera, y en cuanto entró, la secretaria le dijo que Zito disponía de un cuarto de hora antes de salir en antena con el telediario.

– Hace un montón de tiempo que no das señales de vida -le dijo Nicolò en tono de reproche.

– Perdóname, pero he tenido mucho que hacer.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

– No, Nicolò. Simplemente me apetecía verte.

– Oye, ¿tú le estás echando una mano a Giacovazzo en la investigación del asesinato de Angelo Pardo?

El jefe de la móvil había tenido la amabilidad de no desmentir que le habían confiado la investigación, y de ese modo le había ahorrado a Montalbano la molestia del acoso de los periodistas. Pero, aun así, al comisario le dolió decirle una trola a su amigo.

– Ninguna mano, tú ya sabes cómo es Giacovazzo. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque a Giacovazzo no hay manera de arrancarle una palabra ni siquiera con tenazas.

Claro, el jefe de la Brigada Móvil no hablaba con los periodistas porque no tenía nada de que hablar.

– Sin embargo -añadió Zito-, creo que, teniendo en cuenta lo que ahora está ocurriendo, alguna idea tendrá.

– ¿Qué está ocurriendo?

– Pero ¿es que no lees los periódicos?

– No siempre.

– Una investigación en toda Italia ha puesto bajo sospecha a más de cuatro mil profesionales, entre médicos y farmacéuticos.

– Sí, pero ¿eso qué tiene que ver?

– ¡Piensa un poco, Salvo! ¿Cuál era el oficio del ex médico Angelo Pardo?

– Era informador médico-científico.

– Precisamente. Y se acusa a los médicos y farmacéuticos de compadreo.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que se han dejado corromper por algunos informadores médico-científicos. A cambio de dinero u otros regalos, esos médicos y farmacéuticos elegían y recetaban los medicamentos que les indicaban los informadores. Y cuando tal cosa ocurría, eran generosamente recompensados. ¿Tienes claro el mecanismo?

– Sí. Los informadores no se limitaban a informar.

– Exacto. Claro que no todos los médicos son corruptos y no todos los informadores son corruptores, pero se ha descubierto que el fenómeno está muy extendido. Y como es natural, están implicadas poderosas industrias farmacéuticas.

– ¿Y tú crees que Pardo puede haber sido asesinado por eso?

– Salvo, ¿te das cuenta de los intereses que hay detrás de un asunto como éste? De todos modos, yo no creo nada. Digo simplemente que es un aspecto que merece la pena profundizar.

Bien mirado, pensó el comisario mientras regresaba a Vigàta circulando a diez kilómetros por hora, el desplazamiento a Montelusa no había sido inútil, pues la sugerencia de Nicolò era un camino en el que no había pensado en absoluto y que, sin embargo, convenía tomar en consideración. Pero ¿cómo actuar? No iba a abrir la agenda más grande de Angelo, aquella en que figuraban el nombre, la dirección y el teléfono de médicos y farmacéuticos, levantar el auricular y ponerse a preguntar: «Disculpe, ¿usted no se habrá dejado corromper por casualidad por el informador-médico Angelo Pardo?»