Semejante proceder no le habría permitido llegar a ningún resultado. Quizá debiera pedir que le echara una mano alguien con experiencia en esa clase de investigaciones.
Nada más llegar al despacho, llamó a la comandancia de la Policía Judicial.
– Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con el capitán Aliotta.
– Le paso enseguida al mayor.
Se ve que lo habían ascendido.
– ¡Querido Montalbano!
– Enhorabuena, no me había enterado del ascenso.
– Gracias. Ya hace un año.
Reproche implícito: hace un año que no das señales de vida.
– Quería saber si el comandante en jefe Laganà está todavía en activo.
– Por poco tiempo.
– Puesto que algunas veces me ha prestado una considerable ayuda, quería preguntarle si podía, con tu permiso, naturalmente…
– Pues claro. Te lo paso, estará encantado.
– ¿Laganà? ¿Todo bien? ¿Dispondría de una media horita para mí? ¿Sí? No sabe cuánto se lo agradezco. No, no; puedo ir a verlo a Montelusa. ¿Mañana sobre las dieciocho treinta le iría bien?
En cuanto colgó, entró Mimì Augello con expresión sombría.
– ¿Qué te pasa?
– Me ha llamado Beba y dice que cree que Salvuccio está un poco alterado.
– ¿Sabes una cosa, Mimì? Los que estáis alterados sois tú y Beba, y de tanto alteraros, a ese chiquillo vais a volverlo loco. Para su cumpleaños, le regalo una camisa de fuerza chiquitita a medida para que se vaya acostumbrando desde pequeño.
A Mimì no le hizo gracia la ocurrencia, y su rostro, de sombrío que estaba, se puso decididamente negro.
– Vamos a cambiar de tema, ¿te parece? ¿Qué quería el jefe?
– No nos hemos visto; tuvo que irse a Palermo.
– Explícame la historia de por qué la venida de Liguori te huele a chamusquina y no te convence.
– Explicar una sensación resulta muy difícil.
– Inténtalo.
– Mimì, Liguori se presenta aquí a toda prisa a raíz de la muerte del senador Nicotra por droga en Vigàta, aunque eso no hay que decirlo. Creo que tú también lo has pensado. Antes que Nicotra habían muerto otros dos, pero ellos se presentan a toda prisa sólo después de la muerte del senador. La pregunta es: ¿con qué propósito?
– No te he entendido -repuso Augello perplejo.
– Lo diré más claro. Esos quieren averiguar quién vendió al senador la sustancia, digamos adulterada, para evitar que otros del mismo nivel que el senador, gente importante como él, acaben de la misma manera. Es evidente que los están presionando.
– ¿Y no crees que hacen bien?
– Hacen muy bien. Sólo que hay un problema.
– ¿Cuál?
– Que oficialmente Nicotra falleció por causas naturales. Por consiguiente, el que le vendió la droga no es responsable de su muerte. Si, en cambio, nosotros lo detenemos, se descubrirá que vendía droga no sólo al senador, sino también a otros amiguitos suyos, políticos, empresarios, gente de las altas esferas. Un escándalo. Un follón de órdago.
– ¿Y entonces?
– Entonces, cuando lo detengamos y se descubra todo el pastel, nosotros también nos veremos metidos en el jaleo. Nosotros que lo hemos detenido, no Liguori y compañía. Uno nos dirá que podríamos haber actuado con más prudencia, otro nos acusará de ser como los jueces de Milán, todos comunistas que querían destruir el sistema… Resumiendo, el jefe superior y Liguori se protegerán las espaldas y a nosotros nos harán un culo tan grande como el túnel del Simplón.
– Pues entonces, ¿qué tenemos que hacer?
– ¿Tenemos? Mimì, Liguori ha hablado contigo, que eres el astro ascendente de la comisaría. Yo no pinto nada.
– Muy bien pues. ¿Qué tengo que hacer?
– Atente a la mejor tradición.
– ¿O sea?
– Tiroteo. Vosotros estabais procediendo a la detención, el otro ha abierto fuego, vosotros habéis reaccionado y os habéis visto obligados a matarlo.
– ¡Anda ya!
– ¿Por qué?
– En primer lugar, porque esa manera de actuar no es propia de mí, y en segundo, jamás se ha visto que un camello, aunque sea de los gordos, intente impedir que lo detengan poniéndose a disparar.
– Tienes razón. Pues entonces, siguiendo también la tradición, tú lo detienes, pero no lo llevas enseguida ante el juez. Haces saber discretamente a todo el mundo que vas a tenerlo aquí dos o tres días. A la mañana del tercer día, lo mandas trasladar a la cárcel. Entretanto, los otros han tenido todo el tiempo del mundo para organizarse, y lo único que tú habrás de hacer es sentarte a esperar.
– Pero ¿a esperar qué?
– Que le lleven el café a la cárcel. Un café del bueno. Como el de Gaspare Pisciotta o el de Michele Sindona. Y de esta manera, es evidente que el detenido ya no podrá revelar la lista de sus clientes. Y todos fueron felices y comieron perdices. Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
Mimì, que hasta ese momento había permanecido de pie, se sentó de golpe.
– Oye, vamos a hablar un poco.
– Ahora no. Piénsalo esta noche. Total, Salvuccio no te dejará dormir. Volveremos a hablar mañana cuando tengamos la cabeza más despejada. Es mejor. Y ahora vete, que he de hacer una llamada.
Augello se retiró perplejo y aturdido.
– ¿Michela? Soy Montalbano. ¿La molesto si paso por su casa cinco minutos? No, ninguna novedad. Sólo para… De acuerdo, dentro de un cuarto de hora estoy ahí.
10
Llamó al portero automático, entró y subió. Michela lo esperaba en la puerta, vestida como el día que Montalbano la conoció.
– Buenas tardes, comisario. Me había dicho que hoy no podría pasar por mi casa, ¿verdad?
– En efecto. Pero es que la reunión con el jefe superior se ha anulado y entonces… -¿Por qué no lo invitaba a entrar?-. ¿Su madre cómo está?
– Mejor, dadas las circunstancias. Hasta el punto de que la tía ha podido convencerla de que se fuera a dormir a su casa.
No se decidía a invitarlo a pasar.
– Quería decirle que, sabiendo que yo estaba sola, una amiga mía ha venido a verme. Está aquí. Puedo pedirle que se vaya, si usted quiere. Pero puesto que no tengo nada que ocultarle, usted puede comportarse como si ella no estuviera delante.
– ¿Me está diciendo que puedo hablar abiertamente delante de esta amiga suya?
– Exacto.
– En tal caso, por mí no hay problema.
Sólo entonces Michela se apartó para dejarlo pasar.
Lo primero que vio el comisario al entrar en el salón fue una gran mata de cabello pelirrojo.
«¡Paola la Roja!», la amante de Angelo sustituida por Elena.
Si se la miraba bien, Paola Torrisi-Blanco era una cuarentona, pero por su aspecto a primera vista, habría podido quitarse de encima tranquilamente diez años. Una guapa mujer, no cabía duda, estaba claro que a Angelo le gustaban las de primera categoría.
– Si estoy de más… -dijo Paola levantándose y tendiéndole la mano al comisario.
– ¡No, por favor! -contestó él ceremoniosamente-. Además, me ahorra usted un viaje a Montelusa.
– Ah, ¿sí? ¿Y eso por qué?
– Porque pensaba mantener una charla con usted.
Los tres se sentaron e intercambiaron unas mudas sonrisas de complacencia. Una agradable reunión entre amigos. Transcurrido el tiempo necesario, Montalbano empezó por Michela.
– ¿Qué tal ha ido con el fiscal Tommaseo?
– ¡No me hable! Ese hombre es un… sólo tiene una cosa metida en la cabeza… te hace cada pregunta… es muy violento.
– ¿Qué te ha preguntado? -inquirió Paola con picardía.
– Después te lo digo.
Montalbano se imaginó la escena. Tommaseo, perdido en el mar de la mirada de Michela, con la cara colorada y la respiración afanosa, tratando de imaginar la forma de sus tetas bajo el vestido de penitente, que le pregunta: «¿Tiene usted alguna idea de por qué su hermano la tenía toda fuera mientras lo mataban?»