– ¿Le ha dicho Tommaseo cuándo podrán celebrar el entierro?
– No antes de tres días. ¿Hay alguna novedad?
– ¿En la investigación? En estos momentos todo está detenido. Y he venido precisamente para ver si adelantamos un poco.
– Estoy a su disposición.
– Michela, si lo recuerda, cuando le pregunté cuánto ganaba su hermano, usted me contestó que llevaba a casa lo necesario para mantener debidamente a tres personas y dos apartamentos. ¿Es así?
– Sí.
– ¿Podría ser más concreta?
– No es fácil, comisario. No se trataba de ingresos fijos ni de sueldos mensuales, sino que eran variables. Él tenía un mínimo garantizado, el reembolso de los gastos y un porcentaje sobre los productos que conseguía que le aceptaran. De vez en cuando cobraba también primas de productividad. Pero eso no sabría traducirlo en cifras.
– Tengo que hacerle una pregunta delicada. Usted me ha dicho que Angelo le hacía a Elena regalos muy caros. Me lo ha confirmado la…
– ¿La puta? -terminó Michela por él.
– ¡Toma ya! -exclamó Paola, riendo.
– ¿Y por qué no tendría que llamarla así?
– No me parece que venga al caso.
– ¡Pero si durante algún tiempo lo hizo de verdad! Comisario, cuando Elena todavía era menor de edad se escapó a Milán…
– Lo sé todo -la cortó él.
Aunque Elena le hubiera confiado a Angelo sus andanzas juveniles, era difícil que él se lo hubiese revelado a su hermana. Por lo visto, Michela había tenido el valor de recurrir a alguna agencia para obtener información acerca de la amante de su hermano.
– En cualquier caso, a mí jamás me hizo un regalo -terció Paola-. Mejor dicho, una vez me regaló unos pendientes comprados en un tenderete callejero de Fela. Tres mil liras recuerdo que le costaron, el euro todavía no existía.
– Volvamos al tema que me interesa -dijo Montalbano-. Para hacerle esos regalos a Elena, ¿Angelo sacaba el dinero de la cuenta común de ustedes dos?
– No -contestó Michela con firmeza.
– Pues entonces, ¿de dónde lo sacaba?
– Cuando recibía alguna gratificación o alguna prima de productividad en cheques, las cobraba y se guardaba el dinero en efectivo en casa. En cuanto alcanzaban cierta suma, le compraba un regalo a esa…
– Por consiguiente, ¿usted descarta que tuviese una cuenta personal en algún banco que usted no conociera?
– Lo descarto.
Rápida, firme, decidida. Quizá demasiado rápida, demasiado firme, demasiado decidida.
¿Sería posible que jamás la hubiera asaltado la menor duda? O quizá sí la había asaltado, y de qué manera, pero puesto que con ello habría podido dar lugar a que surgiera alguna sospecha, alguna sombra acerca de su hermano, prefería negarlo.
Montalbano inició una maniobra de rodeo de aquella posición fortificada. Se dirigió a Paola.
– Acaba de decir que Angelo le compró un par de pendientes en Fela. ¿Por qué en Fela? ¿Acaso usted lo acompañaba?
Paola esbozó una leve sonrisa.
– A mí, a diferencia de lo que ocurría con Elena, me permitía acompañarlo a menudo en sus recorridos por la provincia.
– ¡La otra no hacía falta que lo acompañara porque ella misma lo seguía! -saltó Michela.
– En caso de que yo estuviera libre de mis compromisos escolares, naturalmente -terminó Paola.
– ¿Lo vio entrar alguna vez en algún banco?
– Que yo recuerde, no.
– ¿Mantenía relaciones de amistad con algunos de los médicos o farmacéuticos a quienes iba a ver?
– No entiendo.
– Entre sus llamémoslos clientes, ¿había alguno con quien mantuviera relaciones más amistosas?
– Verá, comisario, yo no los conocía a todos. Angelo me presentaba como su novia. Y en cierto sentido, era verdad. Aunque tengo la impresión de que trataba así a todas.
– Cuando la llevaba consigo, ¿estaba usted presente en todas sus entrevistas?
– No. Algunas veces me decía que me quedara en el coche o que fuera a dar un paseo.
– ¿Le explicaba por qué motivo?
– Pues no sé, bromeaba al respecto. Decía que debía entrevistarse con un médico joven y guapo y temía que… o bien me explicaba que se trataba de un médico ultracatólico y mojigato que no habría aprobado mi presencia…
– Comisario -terció Michela-. Mi hermano establecía una neta distinción entre los amigos y las personas con las cuales mantenía relaciones de negocios. No sé si ha observado que guardaba dos agendas en el cajón, una con las direcciones de los amigos y familiares y otra…
– Sí, lo he observado -respondió. Y se dirigió a Paola-: Me parece que usted enseña en el liceo de Montelusa, ¿verdad?
– Sí. Lengua y literatura italianas. -Esbozó otra sonrisita-. Ya entiendo adónde quiere ir a parar. Emilio Sclafani no sólo es compañero mío sino que, además, somos en cierto modo amigos. Una vez invité a cenar a Emilio y su joven esposa. También estaba presente Angelo. Fue entonces cuando empezó todo entre ellos.
– Oiga, Elena me ha dicho que su marido lo sabía todo acerca de su relación con Angelo. ¿Usted estaría casualmente en condiciones de confirmarlo?
– Así es. A tal punto que ocurrió una cosa de lo más absurda.
– ¿O sea?
– Me enteré de que Angelo se había convertido en el amante de Elena precisamente a través de Emilio; su mujer se lo había dicho unas horas antes. No podía creérmelo, pensé que Emilio quería gastarme una broma pesada. Al día siguiente, Angelo me llamó para decirme que, durante algún tiempo, no podríamos vernos. Entonces estallé y le repetí lo que me había dicho Emilio. Lo confirmó, tartamudeando. Sin embargo, me suplicó que tuviera paciencia, que se trataba de un capricho pasajero… Pero yo me mostré inflexible. Y ahí fue donde terminó mi historia con él.
– ¿Ya no volvieron a verse?
– No. Y jamás volvimos a hablarnos.
– ¿Usted conservó su amistad con el profesor Sclafani?
– Sí, pero no lo invité a cenar nunca más.
– ¿Lo ha visto después de la muerte de Angelo?
– Sí. Precisamente esta misma mañana.
– ¿Cómo lo ha encontrado?
– Trastornado.
Montalbano no esperaba una respuesta tan rápida.
– ¿En qué sentido?
– Comisario, no vaya a hacerse una idea equivocada. Emilio está trastornado porque su mujer ha perdido a su amante, eso es todo. A lo mejor Elena le había revelado lo mucho que quería a Angelo, lo muy celosa que estaba de él…
– ¿Quién le ha dicho que estaba celosa? ¿El profesor?
– Emilio jamás me ha hablado de los sentimientos de Elena por Angelo.
– He sido yo -intervino Michela.
– Me ha hecho también una especie de resumen de las cartas de Elena -añadió Paola.
– Por cierto, ¿las encontró? -preguntó Michela.
– No -mintió Montalbano.
Acerca de aquel tema, adivinaba instintivamente, por simple intuición, que cuanto más enturbiara las aguas, tanto mejor.
– Seguro que ella las destruyó -dijo Michela, convencida.
– ¿Con qué objeto? -preguntó el comisario.
– ¿Cómo con qué objeto? ¡Esas cartas pueden ser una prueba de cargo!
– Pero verá -dijo Montalbano con cara de angelito inocente-. Elena ha admitido haberlas escrito. Incluidas las expresiones de celos y las amenazas de muerte. Si lo admite, ¿qué razón podría tener para destruirlas?
– Pues entonces, ¿usted a qué espera? -preguntó Michela con su voz especial de papel de lija.
– ¿Para qué?
– ¡Para detenerla!
– Hay un problema. Elena dice que las cartas las escribió casi al dictado.
– ¿De quién?