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– De Angelo.

Las mujeres experimentaron dos reacciones completamente distintas.

– ¡Guarra! ¡Infame! ¡Mentirosa! -gritó Michela, levantándose de un salto.

Paola, en cambio, se hundió más si cabe en el sillón.

– ¿Y qué sacaba Angelo haciéndose escribir cartas de celos? -preguntó, más curiosa que perpleja.

– Eso ni siquiera Elena ha sabido explicármelo -contesto Montalbano, soltando otra trola.

– ¡No ha sabido explicárselo porque no es cierto en absoluto! -dijo a voces Michela.

Del papel de lija estaba pasando peligrosamente al empleo de las dos ruedas de molino. Montalbano, que no tenía el menor interés en asistir a otra escena de tragedia griega, pensó que, por aquella tarde, ya podía darse por satisfecho.

– ¿Me ha preparado las direcciones? -le preguntó a Michelle.

Ella lo miró desconcertada.

– ¿No se acuerda? Las dos mujeres, una me parece que se llamaba Stella.

– Ah, sí. Un momento.

Abandonó la estancia.

Y entonces Paola, inclinándose ligeramente hacia delante, le dijo al comisario en voz baja:

– Tengo que hablar con usted. ¿Me llama a casa mañana por la mañana que no tengo clase? Estoy en la guía.

Michela regresó con una hoja que entregó a Montalbano.

– Aquí tiene la lista de los ex amores de Angelo.

– ¿Hay alguna a la que yo no conozca? -preguntó Paola.

– Creo que Angelo no te ocultó nada acerca de su historia amorosa.

Montalbano se puso en pie. Pasaron a las despedidas.

* * *

Se bahía levantado una humedad tan grande que no era cuestión de permanecer en la galería, por más que estuviese cubierta. El comisario entró y se sentó a la mesa. Total, tanto dentro como fuera el cerebro le funcionaba igual. En efecto, desde hacía media hora se estaba desarrollando en su interior un animado debate centrado en el tema: «En el transcurso de una investigación, ¿un verdadero policía debe tomar apuntes o no?»

Él, por ejemplo, jamás lo había hecho. Y no sólo eso, sino que le molestaban los que lo hacían y que, a lo mejor, eran mejores policías que él.

Eso, en el pasado. Porque ahora, desde hacía algún tiempo, experimentaba la necesidad de hacerlo. ¿Y por qué experimentaba esa necesidad? Elemental, querido Watson. Porque había comprendido que estaba empezando a olvidar ciertas cosas importantes. Ay, amigo mío, ilustre comisario, ya hemos llegado a las cinco de la tarde, el punto doloroso de toda aquella cuestión. Uno empieza a olvidar las cosas cuando el peso de la edad comienza a dejarse sentir. ¿Qué decía más o menos un poeta?

Cómo pesa la nieve en las ramas,

cómo pesan los años en los hombros que amas,

los años de la juventud son años lejanos.

Quizá fuera más apropiado cambiar ligeramente el título del debate: «En el transcurso de una investigación, ¿un viejo policía debe tomar apuntes o no?»

Teniendo en cuenta la vejez, el hecho de tomar apuntes le parecía a Montalbano menos indecoroso. Lo cual significaba una rendición sin condiciones al avance de la edad. Había que encontrar una solución de compromiso. Entonces se le ocurrió una ingeniosa idea. Tomó pluma y papel y se escribió una carta a sí mismo.

Querido comisario Montalbano:

Sé que en este momento las pelotas le están dando vertiginosas vueltas como consecuencia de cuestiones totalmente personales debidas a la idea de la vejez que llama testaruda a su puerta, pero tengo el gusto por la presente de exigirle el regreso al cumplimiento de sus deberes, exponiéndole algunas observaciones que se refieren a la actual investigación acerca del homicidio de Angelo Pardo.

Primero. ¿Quién era Angelo Pardo?

Un ex médico expulsado del Colegio de Médicos por la historia de un aborto practicado a una chica que él mismo había dejado embarazada (hablar sin falta con Teresa Cacciatore, que vive en Palermo).

Empieza a trabajar como informador médico-científico, y gana mucho más de lo que le dice a su hermana: en efecto, hace costosos regalos a su última amante, Elena Sclafani.

Es muy probable que tuviera una cuenta corriente en un banco que no se consigue identificar.

Seguro que tenía una caja blindada más bien grande que no se ha encontrado.

Ha sido asesinado de un disparo en la cara (¿significa algo?).

Además, en el momento de su muerte, tenía la polla fuera (y eso seguro que significa algo, pero ¿qué?).

Posibles móviles del homicidio:

a) asunto de faldas;

b) siniestro tráfico de compadreos, hipótesis no desdeñable formulada por Nicolò (verificarlo con el comandante Laganà).

Utiliza sin duda una clave (¿para qué?).

Tiene tres archivos con contraseña. El primero, que Catarella ha conseguido abrir, está todo en clave.

Lo cual significa que Angelo Pardo tenía algo que deseaba mantener cuidadosamente oculto.

Una última nota: ¿por qué las tres cartas de Elena se escondieron debajo de la alfombrilla del maletero del Mercedes? (percibo que es un punto de cierta importancia, pero no sé explicarme el porqué).

Le ruego me disculpe, mi querido comisario, en caso de que este pequeño párrafo dedicado al muerto resulte un tanto desordenado, pero es que he ido escribiéndolo sobre la marcha, a medida que se me iban ocurriendo las cosas, sin seguir una línea lógica.

Segundo. Elena Sclafani.

Se habrá preguntado, naturalmente, por qué escribo el nombre de Elena Sclafani en segundo lugar. Sé muy bien, mi queridísimo amigo, que a usted la chica le hace tilín, tal como suele decirse. Es guapa (guapísima, de acuerdo, no tengo el menor inconveniente en aceptar sus rectificaciones), y usted sería capaz de acuñar moneda falsa con tal de no tener que colocarla en el primer lugar de la lista de sospechosos. Le gusta la sinceridad con que habla acerca de sí misma, pero ¿no le ha pasado por la cabeza la duda de que a veces la sinceridad puede ser un método destinado a obstaculizar el descubrimiento de la verdad, tal como ocurre con el método aparentemente contrario, es decir, el de la mentira? ¿Dice usted que estoy haciendo filosofía?

Pues entonces seré brutalmente policía.

No cabe ninguna duda de que existen unas cartas en las cuales Elena, por celos, amenaza de muerte a su amante.

Elena sostiene que las escribió al dictado de Angelo. Pero no hay ninguna prueba de lo que dice, son tan sólo afirmaciones que escapan a cualquier posibilidad de comprobación. Y las explicaciones que da acerca del motivo por el cual Angelo la habría obligado a escribir las cartas son muy, admítalo, mi querido comisario, muy confusas.

Para la noche del homicidio Elena no tiene coartada. (Cuidado: usted tuvo la impresión de que ella ocultaba algo, ¡no lo olvide!) Dice que fue a dar una vuelta con el coche, sin rumbo fijo, con el simple propósito de demostrarse que podía prescindir de Angelo. ¿Le parece poco la falta de una coartada precisamente aquella noche?

Acerca de los ciegos celos de Elena, aparte de las cartas, está también la declaración de Michela. Una declaración discutible, es cierto, pero que, delante del fiscal, tendría su peso.

¿Quiere, querido comisario, que le exponga un argumento que sin duda le resultará desagradable? Durante un instante déjeme interpretar el papel del fiscal Tommaseo.

Ya segura de que Angelo la traiciona, loca de celos, Elena se agencia aquella noche un arma, dónde y cómo lo aclararemos más adelante, y permanece al acecho bajo la casa de Angelo. Pero primero ha llamado a su amante, diciéndole que no podrá ir a verlo. Él cae en la trampa, llama a la otra mujer y, para mayor seguridad, sube con ella al cuarto de la azotea. Por razones que quizá descubriremos o quizá no, no hacen el amor. Pero eso Elena no lo sabe. Y en cualquier caso, la cosa es, en cierto sentido, irrelevante. Cuando la mujer se va, Elena entra en el edificio, sube al cuarto de la azotea, discute o no con Angelo y le pega un tiro. Y después, como último ultraje, le baja la cremallera de los tejanos y saca a la luz el objeto, llamémoslo así, de la contienda.