Выбрать главу

Esta reconstrucción, lo sé muy bien, hace aguas por todas partes. Pero ¿quiere que Tommaseo no moje en ellas el pan? Ése, en una historia así, se tira de cabeza.

La veo en muy mala situación a su Elena, distinguido amigo.

Y usted, permítame que se lo diga, no está cumpliendo con su deber, que sería el de exponerle la situación al fiscal. Y lo peor es, puesto que me encuentro en la desafortunada circunstancia de conocerlo muy bien, que usted no tiene la menor intención de cumplir con su deber.

No me queda por tanto sino tomar nota de esta su deplorable y parcial manera de actuar.

Y a usted no le queda otro camino que descubrir cuanto antes qué representa la clave contenida en el librito de canciones, a qué se refiere y qué coño significa el primer archivo abierto por Catarella.

Tercero. Michela Pardo.

A pesar de la indudable propensión que manifiesta la mujer hacia la tragedia griega, usted no la considera, a la vista de los datos que obran en su poder, capaz de cometer un fratricidio. Pero no cabe duda de que Michela está dispuesta a lo que sea con tal que no resulte manchado el nombre de su hermano. Y ciertamente sabe mucho más de lo que dice acerca de sus negocios. Entre otras cosas, usted, distinguido amigo, sospecha que Michela ha hecho que desaparezca, aprovechando su simpleza, algo que quizá podría haber sido resolutorio para la investigación.

Y aquí me detengo.

Con mis mejores deseos de éxito, quedo de usted affmo.

SALVO MONTALBANO

11

A la mañana siguiente sonó el despertador y Montalbano abrió los ojos, pero en lugar de levantarse a toda prisa para evitar malos pensamientos acerca de la vejez, la decrepitud, el Alzheimer y la muerte, permaneció tumbado.

Se había acordado del eximio profesor Emilio Sclafani, a quien todavía no tenía el gusto de conocer personalmente en persona, pero que, aun así, merecía una reflexión. Pues sí, seguro que se merecía un poco de consideración.

En primer lugar, porque era un impotente empeñado en casarse con adolescentes o casi (eso carecía de importancia) que habrían podido ser hijas suyas. Ambas esposas tenían algo en común, a saber, el hecho de que su encuentro con el profesor significó para ellas la posibilidad de salir de una situación cuando menos difíciclass="underline" la primera pertenecía a una familia de muertos de hambre, la segunda se estaba hundiendo en un negro pozo de prostitución y droga. Casándose con ellas, lo primero que se aseguraba Sclafani era su gratitud. ¿Vamos a utilizar las palabras apropiadas, sí o no? El profesor les hacía una especie de chantaje indirecto: las salvaba de la pobreza y el desorden a condición de que se quedaran con él a pesar de saber cómo era. ¡Nada de la bondad y la comprensión de que hablaba Elena!

En segundo lugar, el hecho de ser él quien señalara con qué hombre podía su primera mujer satisfacer sus naturales necesidades no había sido para nada una señal de generosidad, sino, por el contrario, una refinada manera de sujetarla más fuerte con la correa. Era, entre otras cosas, un medio de cumplir, tal como suele decirse, con el débito conyugal por persona interpuesta, delegada por él para tal fin. Además, la mujer tenía que informarle de cada encuentro y describírselo con todo detalle una vez finalizado. Tanto es así que, cuando el profesor descubrió un encuentro acerca del cual no había sido informado, la cosa acabó de mala manera.

En cambio, a la segunda mujer, tras su experiencia con la primera, le concedió libertad de elección de compañía masculina, pero siempre con la obligación de información previa acerca del día y la hora de la monta (¿es que la cosa habría podido calificarse de otra manera?).

Pero ¿por qué el ilustre profesor, conociendo el fallo absoluto de su naturaleza, había querido casarse dos veces?

La primera quizá había creído que podría producirse el milagro, para utilizar las palabras de Elena. Pero ¿y la segunda? ¿Cómo es posible que no hubiera sido más sagaz? ¿Por qué no se había casado, pongamos por caso, con una viuda de cierta edad y con los sentidos ya abundantemente satisfechos? ¿Necesitaba sentir a su lado en la cama el perfume de la carne joven? ¿Quién se creía que era, Mao Zedong?

Además, de la conversación mantenida la víspera con Paola la Roja (por cierto, recuerda que quiere que la llames) se desprendió una contradicción que quizá tuviese importancia y quizá no, y que era la siguiente: Elena afirmaba que jamás había querido ir al cine o al restaurante con Angelo para no dar ocasión a que la gente se riera de su marido a sus espaldas, mientras que Paola dijo, en cambio, que quien le había comunicado la noticia de la relación entre su mujer y Angelo era el propio profesor. O sea, que mientras la esposa intentaba evitar por todos los medios que el pueblo se enterara de que le ponía los cuernos a su marido, éste no dudaba en proclamar a los cuatro vientos que su esposa se los ponía.

Y encima, según Paola, el profesor parecía trastornado por la muerte violenta del amante de su mujer. ¡Pero cómo se podía aguantar!

Se levantó, se bebió el café, se duchó y afeitó, pero cuando estaba a punto de salir, le entró un ataque de pereza. De repente se le pasaron las ganas de ir al despacho, ver gente y hablar.

Se asomó a la galería: el día era como de porcelana. Adoptó la decisión que le pedía el cuerpo.

– ¿Catarella? Soy Montalbano. Esta mañana iré más tarde.

– Dottori, ah, dottori, quería decirle…

Colgó, cogió las dos hojas que le había imprimido Catarella y el librito de canciones y fue a depositarlo todo en la mesita de la galería.

Volvió a entrar, consultó la guía telefónica, encontró el número que buscaba, lo marcó. Mientras sonaba el teléfono, miró el reloj: las nueve, la hora adecuada para llamar a una profesora que no ha ido a clase.

El teléfono sonó un buen rato sin resultado, y cuando Montalbano ya estaba perdiendo la esperanza, oyó que levantaban el auricular.

– ¿Diga? -contestó una voz masculina levemente irritada.

El comisario no lo esperaba y se sorprendió un poco.

– ¿Diga? -repitió la voz masculina, esta vez no sólo levemente irritada sino también levemente molesta.

– Soy el comisario Montalbano. Quisiera…

– ¿Quiere hablar con Paola?

– Sí, si no es…

– Ahora mismo la llamo.

Transcurrieron tres minutos de silencio.

– ¿Diga? -dijo una voz femenina que Montalbano no reconoció.

– ¿Hablo con la profesora Paola Torrisi-Blanco? -preguntó en tono dubitativo.

– Sí, comisario, soy yo, gracias por llamar.

¡Pero no era la voz de la víspera! Ésta era ligeramente ronca, baja, sensual, como de alguien que… Y de pronto comprendió que tal vez las nueve de la mañana no fuese la hora más indicada para una profesora que, estando libre aquel día, tenía otras cosas que hacer.

– Perdón si la he molestado…

Risita de ella.

– No es muy grave. Quería decirle una cosa. Pero por teléfono no me sale. ¿Podríamos vernos? Yo podría ir a la comisaría.

– Esta mañana no voy al despacho. Podríamos vernos a última hora de la mañana en Montelusa. Dígame usted dónde.

Acordaron reunirse en un café de la Passeggiata. A mediodía. De esa manera, la profesora podría terminar con toda comodidad lo que estaba empezando a hacer cuando la llamada la había interrumpido. Y puede que incluso disfrutar de un bis.

Y ya que estaba, Montalbano decidió enfrentarse, mejor por teléfono que en persona, con el doctor Pasquano.

– ¿Qué me cuenta, doctor?

– Lo que usted quiera. La historia de Caperucita Roja o la de Blancanieves y los Siete Enanitos.