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– No, doctor, yo me refería…

– Ya sé a qué se refería. Ya le he dicho a Tommaseo que he hecho lo que tenía que hacer y que mañana tendrá el resultado.

– ¿Y yo?

– Pídale una copia a Tommaseo.

– Pero ¿no podría saber…?

– ¿Qué? ¿No sabe que le pegaron un tiro a bocajarro en pleno rostro? ¿O quiere que utilice términos técnicos sobre los cuales usted no entiende un carajo? Y además, ¿no le dije ya que, a pesar de tenerla fuera, no la había utilizado?

– ¿Ha encontrado la bala?

– Sí. Y la he enviado a la Científica. Penetró por el ojo izquierdo y provocó un desastre.

– ¿Nada más?

– Si se lo digo, ¿promete no tocarme los cojones por lo menos durante diez días?

– Lo juro.

– Bueno pues, no lo mataron enseguida.

– ¿Qué quiere decir?

– Le introdujeron un pañuelo de gran tamaño o un trapo blanco en la boca para impedir que gritara. He encontrado unos hilos de tejido blanco entre los dientes. Y tras pegarle el tiro, le sacaron el trapo de la boca y se lo llevaron.

– ¿Puedo hacerle una pregunta?

– La última.

– ¿Por qué ha utilizado el plural? ¿Cree que el asesino no estaba solo?

– ¿De veras quiere saberlo? Pues para confundir las ideas, mi queridísimo amigo.

Pasquano era un cabrón y estaba encantado de serlo.

Pero la cuestión del trapo introducido en la boca de Angelo no era algo que tomarse a la ligera. Significaba que el asesinato no había sido improvisado. Vengo, te pego un tiro y me largo. Y adiós muy buenas. No. Quien fue a ver a Angelo tenía preguntas que hacerle, quería averiguar algo a través de él. Necesitaba disponer de cierto tiempo y por eso lo puso en condiciones de escuchar lo que le decía o le preguntaba; el trapo se lo quitaría de la boca cuando Angelo decidiera contestar.

Y a lo mejor Angelo contestó, pero igualmente lo mataron. O a lo mejor no quiso o no pudo contestar, y por eso se lo cargaron. Pero ¿por qué el asesino no le dejó el trapo en la boca? ¿Porque esperaba con ello desviar a la policía hacia una pista menos exacta? ¿O, mejor, porque intentaba crear una falsa pista de crimen pasional que, aunque avalada por el pájaro fuera de la jaula, habría quedado en cualquier caso desmentida si hubiera dejado el trapo en la boca? ¿O bien porque aquel trapo no era propiamente un trapo? ¿Y si se trataba de un pañuelo con unos números bordados que hubiera podido conducir al nombre y apellido del asesino?

Renunció a seguir y salió a la galería.

Se sentó y contempló con desconsuelo las dos hojas que le había imprimido Catarella. Con los números jamás se había entendido. En el liceo, cuando sus compañeros ya se ocupaban de accisas… no, un momento, las accisas son otra cosa, los impuestos sobre la gasolina o algo así, pero entonces ¿cómo se llamaban?, ah, sí, cuando sus compañeros se ocupaban de abscisas y coordenadas, él todavía tenía dificultades con la tabla del 8.

En la primera hoja, a la izquierda había una columna de treinta y ocho números a la cual correspondía, a la derecha, otra columna de treinta y ocho números.

En la segunda hoja los números de la izquierda eran treinta y dos, y treinta y dos también los de la derecha. Si las matemáticas no eran una opinión, sumando las dos hojas, los números de la izquierda llegaban a un total de setenta. Y setenta eran también los de la derecha. Montalbano se felicitó a pesar de reconocer a regañadientes que a la misma e idéntica conclusión habría podido llegar un chiquillo de primaria.

Al cabo de media hora hizo un descubrimiento que le deparó una satisfacción similar a la de Marconi cuando comprendió que había inventado la telegrafía sin hilos o algo por el estilo: a saber, que los números de la columna de la izquierda no eran todos distintos, sino que se trataba de catorce números, cada uno de los cuales se repetía cinco veces. Las repeticiones no se presentaban una detrás de otra, sino repartidas como al azar en el interior de ambas columnas.

Tomó uno de los números de la columna izquierda y lo transcribió en el reverso de una de las dos hojas todas las veces que se repetía. A su lado escribió los números de la columna derecha.

213452 136000

213452 80000

213452 200000

213452 70000

213452 110000

Le pareció evidente que, mientras que el número de la izquierda estaba en clave, el de la derecha estaba muy claro y se refería a sumas de dinero. El total sumaba 596.000. Demasiado poco si fueran liras. Más de mil millones de liras si fueran euros, cosa más que probable. Por consiguiente, entre Angelo y el señor 213452 se hacían negocios de ese alcance. Ahora bien, puesto que señores en clave había otros trece y las cifras correspondientes de la derecha eran más o menos las mismas que las ya examinadas, eso significaba que Angelo tenía un volumen de negocios de más de doce o trece mil millones de las antiguas liras, el cual se mantenía cuidadosamente escondido. Siempre y cuando todo correspondiera a sus conjeturas, pues no se podía descartar que semejantes sumas significaran otra cosa.

Se dio cuenta de que empezaban a cerrársele los ojos, su vista ya no aguantaba la lectura de los números, se cansaba. A ese paso, necesitaría entre tres y cinco años para descifrar la clave de las canciones, y al final acabaría convirtiéndose en un ciego con bastón blanco, llevado de paseo por un perro.

Se lo llevó todo dentro, cerró la galería, salió de casa y se marchó en el coche. Era un poco pronto para su cita con Paola y, por consiguiente, decidió circular a una velocidad inferior a los diez kilómetros por hora, volviendo locos a los que iban detrás. Todos, en cuanto conseguían adelantarlo, se sentían obligados a calificarlo de:

maricón, según un camionero;

cabrón, según un cura;

hijoputa, según una amable señora;

be… be… be, según un tartamudo.

Pero todos los insultos le entraban por una oreja y le salían por la otra. Sólo uno de ellos lo indignó de verdad. Un elegante sexagenario se situó a su lado y le dijo:

– ¡Burro!

¿Burro? Pero ¿cómo se atrevía? El comisario hizo un vano intento de perseguirlo pisando el acelerador hasta los treinta por hora, pero después prefirió regresar a su circunstancial velocidad de crucero.

Al llegar a la Passeggiata no encontró aparcamiento y tuvo que pasarse un rato dando vueltas hasta hallar un sitio muy alejado del lugar de la cita. En resumen, cuando llegó, Paola ya lo esperaba sentada a una mesita.

Ella pidió un espumoso prosecco y Montalbano se apuntó a lo mismo.

– Esta mañana Carlo, cuando ha oído que estaba al teléfono un comisario, se ha pegado un susto tremendo.

– Lo siento, no quería…

– ¡Pero es que él es así! Es un chico muy bueno y simpático, pero la contemplación, qué sé yo, de un carabinero que pasa por su lado lo inquieta profundamente. Es un fenómeno inexplicable.

– Quizá podría explicarse analizando su ADN. Probablemente entre sus antepasados hubo algún forajido. Pregúnteselo.

Ambos rieron. O sea, que el que ocupaba el tiempo libre de la profesora cuando no tenía clase se llamaba Carlo. Una vez cerrado el tema, pasaron a la orden del día.

– Ayer por la tarde -dijo Paola-, cuando salió la historia de que Elena había escrito las cartas de Angelo al dictado de éste, me sentí francamente incómoda.

– ¿Por qué?

– Porque, a pesar de la opinión de Michela, creo que Elena ha dicho la verdad.

– ¿Cómo lo sabe?

– Verá, comisario, durante nuestra relación le escribí muchas cartas a Angelo. Me gustaba escribirle.

– No las encontré al registrar su apartamento.

– Me fueron devueltas.

– ¿Por Angelo?

– No, por Michela, cuando terminó mi historia con su hermano. No quería que cayeran en manos de Elena.

¡Pero esa Elena le estaba tocando en serio los cojones a Michela! Cosa que, siendo Michela mujer, Elena jamás habría podido hacer teóricamente.