Demasiado complicado explicarle que, al entrar, él dormía, agotado por su combate nocturno con el guardia del paso. Además, Catarella jamás de los jamases reconocería haberse quedado dormido en el desempeño de su tarea de solícito responsable de la centralita.
– ¿Quién era?
– El dottori Latte con ese al final. Dice que el siñor jefe supirior hoy, que sería el día que es, tampoco puede ricibirlo como si había estabilizado y que será para mañana, que sería el día que viene a la misma hora exacta de hoy que es el día que es.
– Catarè, ¿sabes que lo has hecho muy bien?
– ¿Por cómo le he explicado la llamada del dottor Latte con ese al final?
– No; porque has conseguido abrir el segundo archivo.
– ¡Ah, dottori, dottori! ¡Toda la noche sufrí! ¡Usía no puede comprender el esfuerzo que hice! Si trataba de un guardia de paso que parecía uno y que en cambio…
– Catarè, después me lo cuentas.
Temía perder tiempo; igual dentro de la bolsa los arenques y el salmón empezaban a estropearse.
Sin embargo, en cuanto llegó a Marinella y abrió el primer recipiente, el persuasivo aroma que le inundó las ventanas de la nariz le hizo comprender que tenía que proveerse enseguida de un plato, un tenedor y una rebanada de pan recién hecho.
Por lo menos la mitad del contenido de los recipientes no se guardaría en el frigorífico, sino que iría a parar directamente a su tripa. En el frigorífico guardó sólo el salmón, lo demás se lo llevó a la galería tras haber puesto la mesa.
Los arenques, de grueso calibre, se habían preparado todos a la vinagreta con distintos ingredientes, desde la salsita agridulce a la mostaza. Se lo pasó en grande. Su intención era zampárselo todo, pero después pensó que se tiraría la tarde y la noche ansiando beber agua como alguien que llevara días perdido en el desierto. Guardó lo que quedaba en la nevera y sustituyó el paseo por el muelle por un largo paseo por la orilla del mar.
Después se duchó, dio unas vueltas por la casa y regresó a la comisaría pasadas las cuatro y media. Catarella no estaba en su sitio. Como compensación, se cruzó en el pasillo con Mimì Augello, cuyo rostro estaba más negro que el carbón.
– ¿Qué hay, Mimì?
– Pero ¿tú dónde vives? ¿Qué haces? -le replicó muy nervioso Augello, siguiéndolo a su despacho.
– Vivo en Vigàta y hago de comisario -canturreó Montalbano sobre la melodía de Señorita pálida.
– Sí, sí, tú hazte el gracioso. Mira, Salvo, que no está el horno para bollos.
Montalbano se preocupó.
– ¿Salvuccio no está bien?
– Salvuccio está perfectamente. Soy yo el que esta mañana ha tenido que aguantar la bronca de Liguori, que parecía haberse vuelto loco.
– ¿Y eso por qué?
– ¿Ves como tenía razón al preguntarte dónde vives? ¿Sabes qué ocurrió anoche en Fanara?
– No.
– ¿No encendiste el televisor?
– No. Pero ¿qué pasó?
– Ha muerto el honorable Di Cristoforo.
¡Di Cristoforo! ¡El subsecretario de Comunicación! Astro ascendente del partido en el poder, amén, decían las malas lenguas, de muchacho muy apreciado en aquellos ambientes en que el aprecio corre parejo con la salvación de la vida.
– ¡Pero si no había cumplido siquiera los cincuenta! ¿De qué ha muerto?
– Oficialmente de infarto. A causa del estrés provocado por los múltiples compromisos políticos a los que generosamente se entregaba… etcétera, etcétera. Oficiosamente, de la misma enfermedad que Nicotra.
– ¡Coño!
– Exacto. Y ahora comprenderás que Liguori, sintiendo arder la silla bajo el culo, pretenda detener al camello antes de que se cobre otras víctimas ilustres.
– Dime una cosa, Mimì, pero ¿estos ilustres señores no se lo montaban con la cocaína?
– Pues claro.
– Yo siempre había oído decir que la cocaína no…
– Yo también lo creía. Pero Liguori, que ya es cabrón de por sí pero de los asuntos de su oficio sabe un rato, me ha explicado que la coca, cuando no se sabe cortar o cuando se corta con ciertas sustancias, se convierte en veneno. Y en efecto, tanto Nicotra como Di Cristoforo han muerto por envenenamiento.
– A ver si lo entiendo, Mimì. ¿Qué interés tiene un camello en perder clientes matándolos?
– Cierto, la cosa no ha sido deliberada. Sería una especie de incidente de ruta. Según Liguori, nuestro camello no se ha limitado a trapichear, sino que en privado y con medios no adecuados, ha cortado ulteriormente la mercancía, para duplicar la cantidad, y la ha soltado al mercado.
– Por consiguiente, podría haber otros muertos.
– Seguro.
– Y lo que a todos les pone la pimienta en el trasero es que este camello abastece a una clientela muy exclusiva integrada por políticos, empresarios, destacados profesionales y gente por el estilo.
– Tú lo has dicho.
– Pero ¿cómo ha llegado Liguori al convencimiento de que el camello se encuentra en Vigàta?
– Me ha insinuado que lo dedujo en cierto modo de algunas medias palabras de un confidente.
– Enhorabuena.
– ¿Cómo que enhorabuena? ¿No sabes decirme otra cosa?
– Mimì, lo que tengo que decirte ya te lo dije ayer. Mira bien cómo te mueves. Esta no es una operación policial.
– Ah, ¿no? Pues ¿qué es?
– Mimì, es una operación de servicios. De esos que trabajan en la oscuridad y son seguidores de Stalin.
Mimì palideció.
– ¿Aquí qué pinta Stalin?
– Mimì, parece que el Bigotes decía que cuando, por casualidad, un hombre se convertía en un problema, bastaba con eliminar al hombre para eliminar el problema.
– ¿Y qué tiene que ver?
– Ya te lo he dicho y te lo repito: lo único que se puede hacer es matar o que maten a ese camello. Reflexiona. Tú lo detienes siguiendo todas las normas, pero cuando vas a redactar el informe, te encuentras con que no puedes escribir que el tío es el responsable de la muerte de Nicotra y Di Cristoforo.
– ¿No?
– No. Mimì, tienes la cabeza más dura que un calabrés. El senador Nicotra y el honorable Di Cristoforo eran personas respetables, apreciadas, ejemplos de virtud, todo iglesia, política, familia, jamás han hecho uso de drogas de ningún tipo. En caso necesario, aparecerían diez mil testigos en su defensa. Y entonces tú sopesas los pros y los contras, llegas a la conclusión de que es mejor pasar por encima del asunto de los muertos y te limitas a decir que lo has detenido porque es un camello y basta. Pero ¿y si éste en presencia del fiscal empieza a largar? ¿Y salen los nombres de Nicotra y Di Cristoforo?
– ¡Nadie se acusa a sí mismo de dos homicidios aunque hayan sido involuntarios! ¿Qué me estás contando?
– Muy bien pues, supongamos que no se acusa a sí mismo. Pero siempre existirá el riesgo de que alguien relacione al camello con las dos muertes. Recuerda, Mimì, que Nicotra y De Cristoforo eran dos políticos con muchos enemigos. Y la política en nuestro país, y no sólo en el nuestro, es el arte de hundir en la mierda al adversario.
– ¿Y yo qué tengo que ver con la política?
– Tienes que ver aunque no lo sepas. En un asunto como éste, ¿te das cuenta de lo que tú representas?
– ¿Qué represento?
– El proveedor de mierda.
– Me parece excesivo.
– ¿Excesivo? Después del descubrimiento de que Nicotra y Di Cristoforo consumían droga y han muerto por eso, se produce un unánime repudio de su memoria que corre parejo con la alabanza no menos unánime de tu persona, que ha sido la que ha detenido al camello. Al cabo de tres meses como máximo, alguien, desde el mismo bando político de Nicotra y Di Cristoforo, empieza por revelar que Nicotra consumía ínfimas cantidades de droga con fines terapéuticos y que Di Cristoforo hacía lo mismo porque tenía encarnada la uña del dedo gordo del pie. O sea que no se trataba de vicio, sino de medicamento. Poco a poco la memoria de ambos se rehabilita, y se empieza a decir por ahí que eres tú el que ha arrojado barro sobre los dos pobres difuntos.