– ¡¿Yo?!
– Tú, sí señor, tú, porque has practicado una detención cuando menos imprudente.
Augello se quedó mudo y Montalbano remató la faena.
– ¿Has visto lo que les está ocurriendo a los jueces de Manos Limpias? Se les reprocha ser culpables de los suicidios y las muertes por infarto de algunos acusados. Se pasa por alto el hecho de que los acusados eran corruptos o corruptores y merecían la cárcel; según estas bondadosas almas, el verdadero culpable no es el culpable que, en un momento de vergüenza, se suicida, sino el juez que lo ha hecho avergonzarse. Y ahora ya basta de hablar de esta historia. Si la has entendido, la has entendido. Si no la has entendido, ya no tengo ganas de volver a explicártela. Y ahora déjame trabajar.
Sin abrir la boca, Mimì se levantó y abandonó el despacho con la cara más negra que antes. Y Montalbano se quedó estudiando cuatro hojas llenas de números de los cuales no conseguía deducir nada de nada.
A los cinco minutos apartó las hojas asqueado y llamó a la centralita. Le contestó una voz que no conocía.
– Oye, tienes que buscarme el teléfono de un empresario de Palermo, Mario Sciacca.
– ¿El de su casa o el de la empresa?
– El de su casa.
– Muy bien.
– Oye, el número sólo tienes que facilitármelo, ¿está claro? Si en los teléfonos no consta el número de la casa, ponte en contacto con los compañeros de Palermo. Después yo llamaré directamente.
– Comprendido, dottore. No quiere que se sepa que quien llama es la policía.
Experto y rápido el chaval.
– Dime el apellido.
– Sciacca, dottore.
– No; el tuyo.
– Amato, dottore. Estoy sirviendo aquí desde hace un mes.
Decidió hablar con Fazio de aquel Amato, a lo mejor era un muchacho merecedor de ingresar en la brigada. Al poco rato sonó el teléfono. Amato le había encontrado el número del domicilio particular de Mario Sciacca. Lo marcó.
– ¿Quién habla? -preguntó una voz de anciana.
– ¿Casa de los señores Sciacca?
– Sí.
– Soy Antonio Volpe, quisiera hablar con la señora Teresa.
– Mi nuera no está.
– ¿Ha salido?
– No; está en Montelusa. Su padre no se encuentra bien.
– Gracias, señora. Ya volveré a llamar.
¡Menuda suerte! A lo mejor igual se ahorraba un molesto viaje a Palermo. Buscó el número en la guía. Figuraban cuatro Cacciatore. Tendría que marcarlos todos, armándose de paciencia.
– ¿Casa de los señores Cacciatore?
– No; casa Mistretta. Oiga, esta historia ya empieza a tocarme los cojones -dijo una enfurecida voz masculina.
– ¿Qué historia, perdone?
– Eso de que sigan llamando cuando hace años que los Cacciatore cambiaron de casa.
– ¿Y podría decirme su número por casualidad?
El señor Mistretta colgó sin contestar siquiera. No cabía duda de que la cosa comenzaba bien. Montalbano marcó el segundo número.
– ¿Casa Cacciatore?
– Sí -contestó una agradable voz femenina.
– Señora, soy Antonio Volpe. He buscado en Palermo a la señora Teresa Sciacca y me han dicho que…
– Teresa Sciacca soy yo.
Montalbano se quedó casi sin habla, pillado por sorpresa por aquel exceso de buena suerte.
– ¿Oiga? -dijo Teresa Sciacca.
– ¿Cómo está su padre? Me han dicho que…
– Está bastante mejor, gracias. Tanto es así que mañana por la mañana regreso a Palermo.
– Tengo que hablar urgentemente con usted antes de que se vaya.
– Señor Volpe, yo…
– No me llamo Volpe, soy el comisario Montalbano.
Teresa Sciacca emitió una especie de hipido a medio camino entre el temor y el asombro.
– ¡Oh, Dios mío! ¿Le ha ocurrido algo a Mario?
– Tranquilícese, señora, su marido está perfectamente bien. Tengo que hablar con usted sobre una historia que le concierne.
– ¡¿A mí?!
Teresa Cacciatore pareció sorprenderse en serio.
– Señora, ¿se ha enterado de que Angelo Pardo ha sido asesinado?
Una larga pausa. Después un «sí» que fue un soplo, un suspiro.
– Puede creerme, habría preferido no tener que hurgar en recuerdos desagradables, pero…
– Lo comprendo.
– Le garantizo que se trata de un encuentro que tendrá carácter reservado, y, además, le doy mi palabra de honor de que jamás utilizaré su nombre en esta investigación por ningún motivo.
– No veo en qué puedo serle útil. Hace años y años que… En cualquier caso, no puedo recibirlo aquí.
– Pero ¿usted puede salir?
– Sí. Durante una horita podría ausentarme.
– Pues entonces dígame dónde quiere que nos veamos.
Teresa mencionó un café situado en una calle de la parte alta de Montelusa. A las cinco y media. El comisario consultó el reloj, tenía el tiempo justo para subir al coche y salir. El camino, para llegar a tiempo, debería recorrerlo al insensato promedio de sesenta-setenta kilómetros por hora.
Teresa Cacciatore, Sciacca de casada, tenía treinta y ocho años y toda la pinta de ser una buena madre de familia, una pinta que enseguida se comprendía que no era pura apariencia, sino auténtica realidad. La cita la turbaba profundamente y Montalbano acudió de inmediato en su ayuda.
– Señora, dentro de diez minutos como máximo podrá regresar a su casa.
– Se lo agradezco, pero no veo qué relación puede haber entre lo que ocurrió hace veinte años y la muerte de Angelo.
– En efecto, no la hay. Pero me es indispensable conocer ciertos comportamientos, ¿comprende?
– No, pero pregúnteme.
– ¿Cómo reaccionó Angelo cuando usted le contó que esperaba un hijo?
– Se alegró. Y hablamos enseguida de casarnos. Tanto que yo, al día siguiente, empecé a buscar casa.
– ¿Su familia lo sabía?
– Mi familia no sabía nada, ni siquiera conocía a Angelo. Después, una noche él me dijo que lo había pensado mejor, que casarnos era un disparate que le estropearía la carrera. Era un médico muy prometedor, eso es cierto. Y empezó a hablar de aborto.
– ¿Y usted?
– Yo reaccioné muy mal. Tuvimos una pelea espantosa. Cuando nos calmamos, le dije que iba a contarlo todo en casa. Él se asustó mucho, papá es un hombre con quien no se pueden gastar bromas, y me suplicó que no lo contase. Le di tres días de tiempo.
– ¿Para qué?
– Para que lo pensara. Me llamó la tarde del segundo día, un miércoles, lo recuerdo muy bien, y me pidió que me reuniera con él. Cuando nos vimos, me dijo que había encontrado una solución y que era necesario que yo lo ayudara. La solución era ésta: al domingo siguiente él y yo nos presentaríamos ante mis padres y se lo contaríamos todo. Después Angelo les explicaría los motivos por los cuales no podía casarse conmigo enseguida. Necesitaba estar por lo menos dos años libre de cualquier atadura: una lumbrera de la medicina lo quería como ayudante, pero tendría que pasarse dieciocho meses en el extranjero. En resumen, tras dar a luz, yo debería quedarme a vivir en casa de mis padres hasta que se arreglara la situación. Me dijo también que estaba dispuesto a reconocer su paternidad para tranquilizar a mis padres. O sea que en cuestión de dos años nos casaríamos.
– ¿Y usted cómo se lo tomó?
– Me pareció una buena solución. Y se lo dije. No tenía ningún motivo para dudar de su sinceridad. Entonces él me propuso celebrarlo también con su hermana Michela.
– ¿Ya se conocían ustedes?
– Sí, nos habíamos visto alguna vez, aunque ella no daba muestras de tenerme demasiada simpatía. La cita sería a las nueve de la noche en la consulta de un compañero de Angelo, una vez finalizadas las visitas.