Al cabo de menos de diez minutos se presentó Fazio.
– Un chaval de diecisiete años. Subió a la azotea de la comunidad y se metió una sobredosis. No hemos podido hacer nada, pobrecillo; al llegar ya había muerto. Es el segundo en tres días.
Montalbano lo miró, perplejo.
– ¿El segundo? ¿Acaso hubo un primero? ¿Y cómo es posible que yo no me haya enterado?
– El ingeniero Fasulo. Pero en su caso fue cocaína.
– ¿Cocaína? ¡Pero qué me estás contando! ¡El ingeniero murió de un infarto!
– Claro. Eso dice el certificado médico, eso dice la familia, eso dicen todos los amigos. Pero todo el pueblo sabe que murió por la droga.
– ¿Estaba mal cortada?
– Eso no lo sé, dottore.
– Oye, ¿tú conoces a un tal Angelo Pardo que tiene cuarenta y dos años y trabaja como informador?
Fazio no pareció sorprenderse del oficio de Angelo Pardo. Tal vez no lo había entendido bien.
– No, señor. ¿Por qué lo pregunta?
– Porque desapareció hace un par de días y la hermana está preocupada.
– ¿Quiere que…?
– No; después, si no da señales de vida, ya veremos.
– ¿Dottor Montalbano? Soy Lattes.
– Dígame.
– ¿La familia bien?
– Me parece que de eso ya hemos hablado hace un par de horitas.
– Pues sí. Mire, he de comunicarle que hoy el señor jefe superior no tiene tiempo de recibirlo tal como usted había pedido.
– Le recuerdo, dottore, que es el jefe superior el que me ha convocado.
– Ah, ¿sí? Da lo mismo. ¿Podría venir mañana a las once?
– Pues claro.
Ante la idea de no tener que ver al jefe superior, los pulmones se le ensancharon y le entró un apetito descomunal que sólo podría saciar Enzo, el dueño de la trattoria.
Salió de la comisaría. El día lucía todos los colores del verano, pero sin ser demasiado caluroso. Se lo tomó con calma, colocando muy despacio un pie delante del otro mientras saboreaba de antemano lo que iba a comer. Cuando llegó a la puerta de la trattoria, se le cayó el alma a los pies. Estaba cerrada a cal y canto. Pero ¿qué coño había ocurrido? De la rabia que le entró, le pegó un fuerte puntapié a la puerta, dio media vuelta y se retiró soltando reniegos. Pero a los dos pasos oyó que lo llamaban.
– ¡Comisario! ¿Qué hace? ¿Se le ha olvidado que hoy estamos cerrados?
«¡Lo había olvidado, me cago en la puta!»
– Pero si quiere comer conmigo y mi mujer…
Se lanzó de cabeza. Y comió tanto que, mientras comía, se avergonzaba, pero no podía remediarlo. Al final, Enzo casi se felicitó.
– ¡Que aproveche, comisario!
El paseo por el muelle fue necesariamente muy largo.
Pasó el resto de la tarde cerrando de vez en cuando los ojos y dando cabezadas a causa de los repentinos ataques de sueño. Cuando le ocurría, se levantaba e iba a refrescarse la cara.
A las siete de la tarde Catarella le anunció que había regresado la siñora de la mañana.
Michela Pardo, nada más entrar, dijo una sola palabra:
– Nada.
No se sentó, tenía prisa por ir a casa de su hermano, y aquella prisa quería transmitírsela al comisario.
– Pues bueno -dijo Montalbano-. Vamos para allá.
Al pasar por delante del trastero que servía de recepción, le explicó a Catarella:
– Me voy con la señora. Después, si necesitáis algo, me encontraréis en Marinella.
– ¿Vamos en mi coche? -preguntó Michela Pardo, señalando un Polo azul.
– Quizá mejor que yo coja el mío y la siga. ¿Dónde vive su hermano?
– Un poco lejos. En el nuevo barrio. ¿Conoce Vigàta Dos?
Conocía Vigàta 2. Una pesadilla creada por un constructor víctima de los peores alucinógenos que cupiese imaginar. Él jamás habría vivido allí, ni siquiera en forma de cadáver.
2
No; por suerte para él y para el comisario, que jamás habría permanecido más de cinco minutos en una de aquellas opresivas habitaciones de dos por tres metros descritas en los folletos publicitarios de Vigàta 2 como «amplias y soleadas», Angelo Pardo vivía más allá del nuevo complejo residencial, en un pequeño y reformado chalet del siglo XIX de planta baja y dos pisos. El portal estaba cerrado, y mientras Michela abría, Montalbano observó que el portero electrónico tenía seis placas con nombres, lo cual significaba que había en total seis apartamentos, dos en la planta baja y cuatro en los pisos.
– Angelo vive en el último, no hay ascensor.
La escalera era cómoda y espaciosa, el edificio parecía deshabitado, no se oía ni una sola voz ni el menor sonido de televisor. Sin embargo, era la hora en que la gente se preparaba para la cena.
En el rellano del último piso había dos puertas. Michela se dirigió a la izquierda, pero, antes de abrir, le señaló al comisario una ventanita protegida con una reja al lado de la puerta, que era blindada. Las hojas de la ventanita no estaban cerradas.
– Lo llamé desde aquí. Me habría oído con toda seguridad.
Abrió primero con una llave y después con otra, cuatro vueltas, pero no entró, se puso a un lado.
– ¿Podría entrar usted primero?
Montalbano empujó la puerta, buscó el interruptor, encendió la luz y entró. Olfateó el aire como un perro. Y supo que en el apartamento no había ningún ser humano, ni vivo ni muerto.
– Sígame -le dijo a Michela.
El zaguán se abría a un largo pasillo. A mano izquierda, un dormitorio de matrimonio, un cuarto de baño y otro dormitorio. A mano derecha, un estudio, una cocina, un aseo y un saloncito. Todo en perfecto orden, limpio y reluciente.
– ¿Su hermano tiene una mujer de la limpieza?
– Sí.
– ¿Cuándo vino por última vez?
– No sabría decírselo.
– Dígame, señorita, ¿usted viene a menudo a ver a su hermano?
– Sí.
– ¿Por qué?
La pregunta desconcertó a Michela.
– ¿Cómo que por qué? Es… mi hermano.
– De acuerdo, pero usted ha dicho que Angelo va a ver a su madre prácticamente un día sí y otro no. Por consiguiente, es usted la que, los días en que no, viene a verlo aquí. ¿Es así?
– Bueno… pues sí, pero no con esa regularidad.
– Muy bien. Pero ¿por qué necesitan ustedes verse sin la presencia de su madre?
– Por Dios, comisario, dicho de esa manera… Es una costumbre que tenemos desde pequeños… entre Angelo y yo siempre ha habido una especie de…
– ¿… complicidad?
– Bueno, podría definirse así. -Y soltó una risita.
Montalbano decidió cambiar de tema.
– ¿Quiere ver si falta alguna maleta? ¿Si están todos sus trajes?
La siguió al dormitorio de matrimonio. Michela abrió el armario y examinó uno por uno los trajes. Montalbano observó que se trataba de prendas de sastrería hechas a medida, caras y de excelente calidad.
– Está todo. Hasta el traje gris que llevaba cuando fue a vernos la última vez, hace tres días. Creo que sólo faltan unos vaqueros.
Encima del armario, envueltas en plástico, había dos maletas de piel muy elegantes, una grande y otra más pequeña.
– Las maletas están todas aquí.
– ¿Tiene una de fin de semana?
– Sí, por regla general la guarda en el estudio.
Entraron en el estudio. La maletita se encontraba al lado del escritorio. Una pared estaba cubierta con una alacena como de farmacia, cerrada por una puerta corredera de cristal transparente. Y, en efecto, en los estantes interiores había una variada serie de medicamentos, cajas, cajitas y frasquitos.
– Pero ¿usted no me había dicho que su hermano trabajaba como informador?
– Pues sí. Es informador médico-científico.