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El primero debía de referirse a las llaves de Angelo. El manojo del muerto, tras devolvérselo la Científica, lo tenía aún en su poder. El otro, el que él le había pedido a Michela, se lo había devuelto a ella. Parecía todo muy normal y, sin embargo, algo se había disparado en su cabeza precisamente a propósito de las llaves, algo que no cuadraba y que no conseguía identificar. Era necesario que pensara en ello de nuevo.

El otro elemento era una palabra, «regalo», que Michela le había dicho mientras salía del cuarto de baño. Pero Michela, cuando hablaba de regalos, siempre se refería a los costosos obsequios que Angelo le hacía a Elena… Detente aquí, Montalbà, ya casi estás, ¡caliente, caliente, te quemas! ¡Había llegado! ¡Coño si había llegado!

Experimentó tal satisfacción que cogió el despertador, pulsó el botón que anulaba el timbre, apoyó la cabeza en la almohada y se quedó dormido de golpe.

Elena le abrió la puerta. Iba descalza, llevaba la peligrosa bata de la otra vez, tenía todavía en la cara unas gotas de agua de la ducha reciente; debía de haberse levantado hacía poco y eran las diez de la mañana. Olía de tal manera a piel joven y tersa que el comisario casi no pudo resistirlo. En cuanto lo vio, ella esbozó una sonrisa, le tomó una mano y, sin soltársela, lo atrajo al interior, cerró la puerta y lo llevó hacia el salón tirando de él.

– Ya tengo listo el café.

Montalbano acababa de sentarse cuando ella reapareció con la bandeja. Tomaron el café en silencio.

– ¿Quiere que le diga una cosa muy rara, comisario? -dijo Elena, dejando la tacita vacía.

– Dígamela.

– Hace poco, cuando ha llamado para decirme que venía para acá, me he puesto contenta. Lo echaba de menos.

El corazón de Montalbano hizo exactamente lo misino que un avión cuando tropieza con una bolsa de aire. Pero no dijo nada, fingió concentrarse en los últimos restos de café y después dejó también la tacita.

– ¿Hay novedades? -preguntó ella.

– Alguna -contestó cauteloso.

– Yo, en cambio, no tengo ninguna.

Montalbano la miró con expresión inquisitiva, no había comprendido el significado de aquellas palabras. Elena se echó a reír de buena gana.

– ¡Qué cara tan graciosa se le ha puesto! Quería simplemente decir que desde hace un par de días Emilio no deja de preguntarme si hay novedades, y yo le digo que no, que no hay ninguna.

Montalbano se quedó más perplejo que convencido; la explicación de Elena enredaba las cosas en lugar de aclararlas.

– No sabía que su marido estuviera tan interesado en la investigación.

Ella rió todavía con más fuerza.

– No le interesa la investigación, le intereso yo.

– No entiendo.

– Comisario, Emilio quiere saber si ya me he encargado de sustituir a Angelo o si tengo el propósito de hacerlo pronto.

¡Conque de eso se trataba! El viejo cerdo estaba sufriendo un claro mono de abstinencia de las guarrerías que le contaba su mujer.

– ¿Por qué no lo ha hecho todavía?

Esperaba que ella se echara nuevamente a reír, pero, en cambio, se puso muy seria.

– No quiero crear equívocos y deseo sentirme tranquila. Espero que termine esta investigación. -Volvió a sonreír-. Por consiguiente, dese prisa.

Pero ¿por qué una nueva relación con otro hombre habría podido crear equívocos? La respuesta a la pregunta la obtuvo cruzando su mirada con la de Elena. No era una mujer la que tenía sentada delante en el sillón, era una pantera en reposo, todavía satisfecha, pero que en cuanto experimentara el estímulo del hambre, se echaría encima de la presa que previamente hubiera elegido. La presa era él, Salvo Montalbano, trémulo y torpe animalito doméstico que jamás habría conseguido correr más rápido que aquellas elásticas y larguísimas piernas, perdón, patas, que de momento permanecían engañosamente cruzadas. Y -la constatación más antipática- una vez apresado por aquellas fauces, cuando ya empezara a ser devorado, seguro que resultaría no sólo insípido para los gustos de la pantera, sino también decepcionante en el informe que ésta le facilitaría después al marido profesor. No le quedaba más remedio que hacerse el tonto para no ir a la guerra, dar la impresión de no haber entendido.

– He venido por dos motivos.

– Habría podido venir incluso sin motivos.

La pantera lo tenía en el punto de mira, al animal salvaje no había forma de distraerlo.

– Usted me ha dicho que, aparte del coche, Angelo le regaló unas joyas.

– Sí. ¿Quiere verlas?

– No me interesa verlas, sólo me interesan los estuches que las contenían. ¿Los conserva todavía?

– Sí, voy por ellos.

Se levantó, recogió la bandeja y se la llevó. Regresó de inmediato con dos pequeños estuches negros, vacíos y ya abiertos. El interior estaba forrado de seda blanca y en todos figuraba escrito lo mismo: «Joyería A. Dimora – Montelusa.» Era lo que quería saber, lo que el sueño le había sugerido. Le devolvió los estuches a Elena y ella los dejó encima de la mesita.

– ¿Y el otro motivo? -preguntó.

– Eso ya es más difícil decirlo. En el examen de la autopsia se descubrió un detalle importante. Prendidos entre los dientes del muerto se encontraron dos hilos de tejido. La Científica me ha informado que se trata de un tejido especial que se utiliza casi exclusivamente en la fabricación de bragas de mujer.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que alguien, antes de pegarle el tiro, le introdujo en la boca unas bragas para que no gritara. Añádase a ello el hecho de que el muerto fue hallado como si estuviera a punto de realizar el acto sexual. Por consiguiente, siendo cuando menos impensable que alguien se pasee por ahí con unas bragas en el bolsillo, eso significa que quien lo mató no fue un hombre sino una mujer.

– Comprendo. Se trataría de un delito pasional.

– Exactamente. Pero en esta fase de las pesquisas es mi deber informar al fiscal de la marcha de las investigaciones.

– Y tendrá que mencionar mi nombre.

– Por supuesto que sí. Y el fiscal Tommaseo la convocará de inmediato. Las amenazas de muerte que le dirigió a Angelo en sus cartas serán consideradas una prueba contra usted.

– ¿Qué debo hacer?

La admiración que Montalbano sentía por ella aumentó unos cuantos grados. No tenía miedo ni estaba alterada, simplemente pedía información y nada más.

– Elija un buen abogado.

– ¿A él puedo decirle que las cartas me las hizo escribir Angelo?

– Pues claro. Y aproveche la ocasión para sugerirle que haga alguna pregunta a Paola Torrisi.

Elena palideció.

– ¿La ex de Angelo? ¿Por qué?

Montalbano extendió los brazos, no podía decírselo. Habría sido demasiado. Pero el mecanismo de la cabeza de Elena funcionaba mejor que un reloj suizo.

– ¿A ella también le hizo escribir cartas como las mías?

Montalbano extendió de nuevo los brazos.

– El verdadero problema es que usted, Elena, no tiene una coartada para la noche del delito. Me dijo que había pasado unas cuantas horas dando vueltas en su coche, y por consiguiente no se cruzó con nadie. Pero…

– ¿Pero?

– Yo no lo creo.

– ¿Piensa que maté a Angelo?

– Yo no creo que aquella noche usted no se cruzara con nadie. Estoy convencido de que podría presentar una coartada, pero no quiere hacerlo.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos.

– ¿Tú… cómo… puedes…? -Pasó al tuteo sin siquiera advertirlo. Ahora sí estaba alterada. Y el comisario se alegró de haber dado en el blanco.

– La otra vez te pregunté si te habías cruzado con alguien durante tu paseo en coche. Y tú contestaste que no. Pero antes de hablar titubeaste un poco. Fue la primera y la última vez. Y entonces comprendí que no querías decir la verdad. Pero ten cuidado: la falta de una coartada puede costarte la detención.