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Ella palideció de golpe. Hay que batir el hierro cuando está caliente, se dijo Montalbano, odiándose por aquel tópico y por el papel de carnicero que estaba interpretando.

– Tendrían que llevarte a la comisaría…

No era verdad, no era el procedimiento habitual, pero eran las palabras mágicas, las palabras del exorcismo. En efecto, Elena se puso a temblar levemente y un velo de sudor le cubrió la frente.

– No se lo he dicho a Emilio y no quería que lo supiera.

¿Qué pintaba allí el marido? ¿Acaso el profesor estaba destinado a aparecer por todas partes como el famoso Jaimito que salía en todas las historias que le contaban de pequeño?

– ¿Qué?

– Que aquella noche estuve con un hombre.

– ¿Quién es?

– El empleado de una gasolinera. En la carretera de Giardina, la única que hay. Se llama Luigi. El apellido no lo sé. Me detuve en el surtidor, estaba cerrando, pero lo abrió otra vez para mí. Empezó a hacerse el gracioso y yo no dije que no. Quería… bueno, quería olvidarme de Angelo definitivamente.

– ¿Cuánto rato estuvisteis juntos?

– Unas dos horas.

– ¿Puede declarar?

– Creo que no tiene problemas, es muy joven, un veinteañero, ni siquiera está casado.

– Díselo al abogado. Puede que encuentre la manera de evitar que la cosa llegue a oídos de tu marido.

– Lamentaría mucho que se enterase. He traicionado su confianza.

Pero ¿cómo razonaban marido y mujer? Montalbano se quedó perplejo. De repente, Elena se puso a reír de buena gana, echando la cabeza atrás.

– ¿Una mujer le introdujo sus bragas en la boca a Angelo para que no gritara?

– Eso parece.

– Sólo a ti voy a decirte por qué no puedo haber sido yo.

– Adelante, habla.

– Porque cuando tenía que verme con Angelo, no me ponía bragas. Además, mira. ¿Tú crees que con esto se puede amordazar a alguien?

Se levantó, se alzó la bata, giró por completo sobre sí misma y volvió a sentarse. Efectuó el movimiento con absoluta naturalidad, sin vergüenza y sin desvergüenza. Sus bragas eran todavía más minúsculas que un tanga. Con ellas en la boca, un hombre habría podido recitar todas las catilinarias e incluso cantar la celeste Aida.

– Tengo que irme -dijo el comisario levantándose.

Debía apartarse sin falta de aquella mujer, en su interior se habían disparado varios timbres de alarma y señales luminosas de peligro. Elena también se levantó y se le acercó. Puesto que no podía mantenerla a raya con los brazos extendidos, la detuvo con palabras.

– Una cosa más.

– Dime.

– Nos han dicho que últimamente Angelo jugaba y perdía mucho dinero.

– ¡¿De veras?! -Pareció auténticamente sorprendida.

– O sea que tú de eso no sabes nada.

– Ni siquiera lo había sospechado. ¿Jugaba aquí, en Vigàta?

– No; dicen que en Fanara. En una timba clandestina. ¿Tú lo acompañaste alguna vez a Fanara?

– Sólo una. Pero regresamos a Vigàta aquella misma noche.

– ¿Puedes recordar si aquel día Angelo entró en alguna sucursal bancaria de Fanara?

– Lo descarto. Me dejó en el coche delante de dos consultorios médicos y de dos farmacias. Y yo me aburrí como una ostra. Ah, ahora recuerdo, porque me he enterado a través de la televisión de que ha muerto, que también nos detuvimos delante del chalet del honorable Di Cristoforo.

– ¡¿Angelo lo conocía?!

– Es evidente que sí.

– ¿Cuánto tiempo estuvo en el chalet?

– Pocos minutos.

– ¿Te dijo a qué había ido?

– No. Y no se lo pregunté, lo siento.

– Otra pregunta, y ésta sí es la última.

– Hazme todas las que quieras.

– A tu juicio, ¿Angelo se chutaba?

– No. Nada de droga.

– ¿Segura?

– Segurísima. Recuerda que a ese respecto he sido una auténtica entendida.

Dio un paso al frente.

– Adiós, hasta pronto -dijo Montalbano, echando a correr en dirección a la puerta, abriéndola y saliendo al rellano antes de que la pantera se le echara encima para apresarlo entre sus garras y comérselo vivo.

La joyería Dimora de Montelusa -fundada en 1901, decía por encima del antiguo rótulo escrupulosamente restaurado- era la más conocida de la provincia. Y presumía de sus ciento y pico años de antigüedad; en efecto, el mobiliario era el mismo que el de un siglo atrás. Sólo que ahora entrar resultaba más difícil que en un banco. Puertas blindadas, cristales tintados a prueba de kalashnikovs, vigilantes uniformados con enormes revólveres, tan grandes que sólo con mirarlos te pegabas un susto.

Los dependientes eran tres, todos extremadamente distinguidos: un septuagenario, un cuarentón y una veinteañera. Se habían elegido con toda evidencia para que cada uno de ellos atendiera a los clientes de la edad correspondiente. Pues entonces, ¿por qué le dirigió la palabra el septuagenario en lugar del cuarentón, tal como por derecho le correspondía?

– ¿Desea ver algo en particular, señor?

– Sí, al propietario.

– ¿El señor Arturo?

– Si el propietario es él, me vale el señor Arturo.

– ¿Usted quién es, perdone?

– Soy el comisario Montalbano.

– Acompáñeme, si es tan amable.

Lo condujo a la parte de atrás, que era una especie de saloncito en extremo elegante. Muebles modernistas. Una ancha escalera de madera negra cubierta por una alfombra rojo oscuro terminaba en un rellano por encima del cual había una puerta cerrada de madera maciza.

– Tome asiento.

El septuagenario subió despacio, llamó a un timbre que había al lado de la puerta, que se abrió por medio de un resorte, entró y volvió a cerrar. Al cabo de dos minutos se oyó el sonido de otro resorte, la puerta se abrió y apareció de nuevo el septuagenario.

– Puede subir.

La estancia era espaciosa y estaba llena de luz. Había una supermoderna mesa de cristal de gran tamaño con un ordenador encima. Dos butacas y un sofá de esos que sólo se ven en las revistas de arquitectura. Una caja fuerte enorme, último modelo, que no habría podido abrir ni siquiera un misil tierra-aire. Otra caja fuerte patética, que sin duda se remontaba al año 1901 y que habría podido abrirse con un imperdible. Arturo Dimora, un treintañero que parecía un figurín, se levantó y le tendió la mano.

– A su disposición, comisario.

– No le haré perder el tiempo. ¿Le consta que entre los clientes de los últimos tres o cuatro meses haya habido un tal Angelo Pardo?

– Un momento. -Se situó detrás de la mesa de cristal y pulsó unas teclas del ordenador-. Pues sí. Nos compró…

– Ya sé lo que compró. Quisiera saber cómo pagó.

– Un momento. Sí, aquí está. Dos talones de la Banca Popolare di Fanara. ¿Quiere el número de la cuenta?

15

Al salir de la joyería, se lo jugó a pares y nones. ¿Qué hacer? Aunque se pusiera inmediatamente en camino, era muy posible que llegara a Fanara pasada la una y media, es decir, cuando el banco ya estuviese cerrado. Por tanto, lo mejor sería regresar a Vigàta y coger el coche a la mañana siguiente para dirigirse a Fanara. Pero la impaciencia de averiguar algo sin duda importante a través del banco se lo estaba comiendo vivo, y seguramente los nervios lo obligarían a pasarse la noche en vela. De repente recordó que los bancos, con los cuales mantenía muy pocos tratos, abrían una hora por la tarde. Por consiguiente, lo mejor sería ir de inmediato a Fanara y apuntar decididamente hacia una trattoria de allí que se llamaba Da Cosma e Damiano, donde había comido un par de veces a su entera satisfacción, y después, sobre las tres de la tarde, presentarse en el banco. Al llegar al lugar donde había aparcado, acudió a su mente un pensamiento de lo más desagradable, y era que tenía una cita con el jefe superior a la que tal vez no consiguiese llegar a tiempo. ¿Qué hacer entonces? Pues olvidarse de la cita con el señor jefe superior y mandarla al carajo: si el otro no había hecho más que retrasar día a día la maldita cita, ¿a él no le estaría permitido fallar una vez? Subió al coche y se puso en marcha.