Pasar del propietario de la trattoria Enzo de Vigàta a los propietarios Cosma y Damiano de la de Fanara era exactamente igual que desplazarse de un continente a otro. Pedirle a Enzo un plato como aquel conejo a la cazadora que se estaba zampando habría sido como pedir chuletas de cerdo en un restaurante de Abu Dhabi.
Cuando se levantó de la mesa, experimentó el inmediato deseo de dar un paseo por el muelle. Pero el caso es que en Fanara no había muelle por la sencilla razón de que el mar se encontraba a ochenta kilómetros de distancia. Ya se había bebido un café en la trattoria, pero consideró oportuno tomarse otro en el bar contiguo al banco.
Luego, ya en la puerta del banco, que era de esas giratorias de cristal con alarma incorporada, debió de resultar antipático a primera vista.
«¡Sistema de alarma! ¡Deposite los objetos metálicos!», le ordenó la puerta, abriéndose a su espalda.
El guardia sentado en el interior de un cuartito de cristal blindado levantó los ojos de un crucigrama y lo miró. Él abrió una ventanilla, introdujo en su interior aproximadamente medio kilo de céntimos de euro que le estaban hundiendo el bolsillo, cerró con el llavín de plástico y entró en la puerta tubular.
«¡Sistema de alarma!», dijo la puerta, abriéndose una vez más. ¡O sea que la tenía tomada con él! ¡Aquella puerta se había propuesto tocarle los cojones! El guardia empezó a mirarlo con semblante inquieto. Montalbano sacó las llaves de su casa, las metió en el compartimento, cruzó la puerta, el semitubo se cerró a su espalda, la puerta no dijo nada, pero el otro semitubo, el de delante, no se abrió. ¡Prisionero! La puerta lo había hecho prisionero, y como no lo liberaran en cuestión de pocos segundos, estaría destinado a una muerte horrible por falta de aire. A través del cristal vio al guardia enfrascado en el crucigrama, no se había percatado de nada, y en el interior del banco no se veía ni un alma. Levantó la rodilla y soltó un poderoso puntapié contra la puerta. El guardia oyó el ruido, comprendió lo que estaba ocurriendo, pulsó el botón de un mecanismo que tenía delante, y al final el semitubo se abrió y permitió al comisario entrar en el banco. Había una primera entrada con una mesita y varias sillas a la que daban dos puertas: la de la derecha mostraba un despacho con dos escritorios vacíos y la de la izquierda presentaba el consabido tabique de madera y cristal con dos ventanillas en las que se leía «ventanilla 1» y «ventanilla 2», por si acaso alguien se equivocaba. Pero sólo una de ellas tenía un empleado sentado detrás, concretamente la número 2. No habría podido decirse en conciencia que hubiera demasiada actividad en aquel banco.
– Buenos días, quisiera hablar con el director. Soy el comisario…
– ¡Eres Montalbano! -exclamó el cincuentón sentado al otro lado de la ventanilla.
El comisario lo miró sorprendido.
– ¿No te acuerdas de mí, eh, no te acuerdas? -dijo el hombre levantándose para dirigirse a una puerta situada al final del tabique de separación.
Montalbano se exprimió el cerebro, pero no acudió a su mente ningún nombre. El empleado se detuvo delante de él, gordo, sin afeitar, con la corbata floja y torcida y los brazos medio extendidos, a punto de estrechar con fuerza al amigo recuperado. Pero ¿es que no se dan cuenta esos que pretenden ser reconocidos cuando el tiempo ya lleva cuarenta años trabajando en su rostro? ¿No se dan cuenta de que cuarenta inviernos, tal como dice el poeta, han excavado profundas trincheras en el campo de la que fue su adorable juventud?
– ¿De veras no te acuerdas, eh? Te voy a echar una manita.
¿Una manita? Pero ¿es que aquello era un concurso de la tele?
– Cu… Cu…
– ¿Cucuzza? -soltó a ciegas.
– ¡Cumella! ¡Giogiò Cumella! -exclamó, echándosele encima y estrujándolo en una presa de serpiente pitón.
– ¡Cumella! ¡Pues claro! -farfulló Montalbano.
En realidad no recordaba un carajo. Noche y niebla.
– Vamos a tomar algo al bar. ¡Esto hay que celebrarlo! ¡Virgen santa, cuántos años! -Al pasar por delante de la jaula del guardia, le dijo-: Lullù, estoy en el bar de al lado con mi amigo. Si viene alguien, le dices que espere.
Pero ¿quién era este Cumella? ¿Un compañero del colegio? ¿De la universidad? ¿Un antiguo representante de Mayo del 68?
– ¿Te has casado, Salvù?
– No.
– Yo sí, tres hijos, dos varones y una chica, la pequeña es una belleza, se llama Natascia.
Natascia en Fanara, como Ashanti en Canicattì, como Samantha en Fela, como Jessica en Gallotti. ¿Sería posible que ya no hubiera ninguna chica que se llamara María, Giuseppina, Carmela, Francesca?
– ¿Qué tomas?
– Un café. -A aquella hora de la tarde un café más o menos daba igual.
– Yo también. ¿Por qué has venido al banco, comisario? Te he visto alguna vez en la tele.
– Necesito una información. Quizá el director…
– El director soy yo. ¿De qué se trata?
– Uno de vuestros clientes, Angelo Pardo, ha sido asesinado.
– Ya me he enterado.
– En su casa no he encontrado los extractos de su cuenta.
– Él no quería que se los enviáramos. Nos dio esa orden por carta certificada, ¡imagínate! Venía personalmente a recogerlos.
– Ah, ya entiendo. ¿Podría saber cuánto tiene en la cuenta y si hizo alguna inversión?
– No; a no ser que tengas una autorización judicial.
– No la tengo.
– Pues entonces no puedo decirte que, hasta el día de su muerte, tenía con nosotros una cifra que giraba en torno a ochocientos mil.
– ¿Liras? -preguntó Montalbano un tanto decepcionado.
– Euros.
Las cosas cambiaron de golpe. Más de mil quinientos millones de liras.
– ¿Inversiones?
– Ninguna. Necesitaba dinero en efectivo.
– ¿Por qué has puntualizado «hasta el día de su muerte»?
– Porque tres días antes retiró cien mil euros. Y por lo que he podido saber, si no le hubieran pegado un tiro, en cuestión de otros tres días habría venido a efectuar otro reintegro.
– ¿Qué averiguaste?
– Que los había perdido en el juego, en la timba de Zizino.
– ¿Puedes decirme desde cuándo era cliente vuestro?
– Menos de seis meses.
– ¿Se había quedado alguna vez en números rojos?
– Jamás. En todo caso, con cualquier cosa que hubiera ocurrido, nosotros en el banco no habríamos tenido problemas.
– Explícate mejor.
– Cuando abrió la cuenta, vino en compañía del honorable Di Cristoforo. Y ahora ya basta, hablemos un poco de los viejos tiempos.
Habló sólo Cumella, recordando historias y personas de las cuales el comisario ya nada recordaba, pero le bastó, para simular que lo tenía todo presente en su memoria, decir de vez en cuando «¿cómo no?» o bien «¡pues claro que me acuerdo!».
Al término de la charla, se despidieron con un abrazo y la solemne promesa de llamarse.
Durante el camino de regreso no sólo no consiguió disfrutar del descubrimiento recién hecho, sino que fue poniéndose progresivamente de mal humor. En cuanto subió al coche, empezó a darle vueltas por la cabeza una pregunta tan molesta como un mosquito: ¿por qué Giogiò Cumella se acordaba de la época de su primera etapa de bachillerato y él no? A través de algún nombre mencionado por Giogiò, de algún detalle evocado, habían vuelto a ratos a su memoria algunos retazos semejantes a fugaces relámpagos de recuerdos, pero bajo la forma de fragmentos de un rompecabezas imposible de resolver porque carecía de un esquema definido, y aquellos relámpagos le habían permitido circunscribir el período en que conoció a Cumella a la primera época del bachillerato, basándose en lo que el otro le iba diciendo. Por desgracia, la respuesta sólo podía ser una: estaba empezando a perder la memo-ría. Señal inequívoca de vejez. Pero ¿no decían que la vejez te hacía olvidar lo que habías hecho la víspera y recordar, en cambio, cosas de cuando eras pequeño? Bueno, se ve que no siempre era así. Estaba claro que había vejeces y vejeces. ¿Cómo se llamaba esa enfermedad que te hacía olvidar incluso que estabas vivo? ¿La que padecía el presidente Reagan? ¿Cómo se llamaba? ¿Lo ves? Ya empiezas a olvidarte hasta de las cosas de hoy.