Para distraerse, evocó una consideración. ¿Filosófica? Puede que sí, pero perteneciente a la parte del pensamiento débil, es más, del pensamiento extenuado. Y a esa consideración le dio incluso un título: «La civilización de hoy en día es la ceremonia del acceso.» ¿Qué quería decir? Quería decir que hoy en día, para entrar en el lugar que fuera, un aeropuerto, un banco, una joyería, una relojería, uno tiene que someterse a determinada ceremonia de control. ¿Por qué ceremonia? Porque no sirve para nada en concreto; un ladrón, un secuestrador, un terrorista, si tiene intención de entrar, entra de todos modos. La ceremonia no sirve ni siquiera para proteger a quienes se encuentran al otro lado del acceso. Pues entonces, ¿para qué sirve? Sirve precisamente para el que está entrando, para hacerle creer que, una vez dentro, ya podrá sentirse a salvo.
– ¡Dottori, ah, dottori!. ¡Li quería decir que ha tilifoniado el dottori Latte con ese al final! Ha dicho que hoy el siñor jefe superior de verdad que no podría.
– ¿Hacer qué?
– No mi lo ha dicho, dottori. Pero ha dicho que mañana a la misma hora el siñor jefe superior sí podrá.
– Muy bien. ¿Adónde has llegado con el archivo?
– Voy adelantando. ¡Estoy casi al final! ¡Ah, por poco si mi olvida! Ha tilifoniado también el dottori Gommaseo, dice que si lo llama cuando venga.
Acababa de sentarse cuando entró Fazio.
– La compañía telefónica ha contestado que técnicamente no es posible remontarse a las llamadas que usted atendió cuando estaba en casa de Angelo Pardo. Me han explicado incluso el motivo, pero no he entendido nada.
– Los que llamaron eran tipos que todavía no se habían enterado de que a Angelo Pardo le habían pegado un tiro. Uno llegó incluso a cortar la comunicación. Si no hubiera tenido nada que ocultar, no lo habría hecho. Paciencia.
– Dottore, también quería decirle que no tengo ningún conocido en Fanara.
– No importa, ya lo he resuelto yo.
– ¿Cómo lo ha hecho?
– He sabido con toda seguridad que Angelo tenía una cuenta abierta en la Popolare de Fanara. He ido allí, el director es un antiguo compañero mío del colegio, un querido amigo, hemos recordado los buenos tiempos de la juventud.
Una trola monumental. Pero servía para hacerle creer a Fazio que todavía conservaba una memoria de hierro.
– ¿Cuánto tenía en la cuenta?
– Mil quinientos millones de las antiguas liras. Y apostaba muy fuerte, tal como me dijiste. Un dinero que no ganaba, por supuesto, con su trabajo de informador médico-científico.
– Mañana por la mañana se celebra el entierro. He visto los anuncios.
– Ve tú.
– Dottore, sólo en las películas el asesino asiste al entierro de la persona a la que ha matado.
– No te hagas el gracioso, tú ve a pesar de todo. Y fíjate en lo que hay escrito en las cintas de las coronas y los centros de flores.
En cuanto se retiró Fazio, llamó a Tommaseo.
– ¡Montalbano! Pero ¿qué hace? ¿Ha desaparecido?
– Dottore, he tenido cosas que hacer, le ruego me disculpe.
– Mire, quiero ponerle al corriente de un dato que me parece muy grave.
– Dígame.
– Hace unos días usted me envió a la hermana de Angelo Pardo, Michela, ¿recuerda?
– Cómo no, dottore.
– Pues bien, la he interrogado tres veces. La última precisamente esta mañana. Una mujer inquietante, ¿verdad?
– Pues sí.
– Yo diría que con un no sé qué de turbio, ¿verdad?
– Pues sí. -Y tú, en ese no sé qué de turbio, te lo has pasado en grande, cerdito lechal disfrazado de togado y austero ministerio público.
– Tiene una mirada abismal, ¿verdad?
– Pues sí.
– Esta mañana ha estallado.
– ¿En qué sentido?
– En el sentido de que en determinado momento se ha levantado, le ha salido una voz muy rara y se le ha soltado el pelo. Impresionante.
O sea que Tommaseo también había presenciado una escena de tragedia griega.
– ¿Y qué ha dicho?
– Se ha puesto a despotricar contra otra mujer, Elena Sclafani, la amante de su hermano. Afirma que ella es la asesina. ¿Usted la ha interrogado?
– ¿A la Sclafani? Por supuesto que sí.
– ¿Por qué no me ha informado?
– Pues verá…
– ¿Cómo es?
– Guapísima.
– ¡La convoco enseguida!
¡Faltaría más! Como loco se echaría Tommaseo sobre Elena.
– Mire, dottore, que…
– No, mi querido Montalbano, nada de excusas; entre otras cosas debo comunicarle que Michela Pardo lo acusa a usted de proteger a la Sclafani.
– ¿Le ha dicho el móvil por el cual la Sclafani habría…?
– Sí, los celos. También me ha dicho que usted, Montalbano, está en posesión de unas cartas escritas por la Sclafani en las cuales amenaza de muerte a su amante. ¿Es cierto?
– Sí.
– Mándemelas enseguida.
– De acuerdo, pero…
– Vuelvo a repetirle: nada de excusas. Pero ¿se da cuenta de su manera de actuar? Usted me ha ocultado…
– No mee fuera del tiesto, Tommaseo.
– No entiendo.
– Me explicaré mejor, le he dicho que no mee fuera del tiesto. Yo no le oculto nada. Lo que ocurre es que, para la noche en que Pardo fue asesinado, Elena Sclafani me ha facilitado una coartada que a usted le gustará muchísimo.
– ¿Qué significa que la coartada de la Sclafani me gustará muchísimo?
– Ya lo verá. Pídale que le cuente bien los detalles. Buenas tardes.
– ¿Dottor Montalbano? Soy Laganà.
– Buenas tardes, comandante. ¿Qué me cuenta?
– Que he tenido un golpe de suerte.
– ¿En qué sentido?
– De manera totalmente casual, ayer por la tarde llegó a mis oídos que mañana se daría conocer a la prensa una amplia operación nuestra en la que están implicadas más de cuatro mil personas entre médicos, farmacéuticos e informadores, todos acusados de compadreo. Por consiguiente, hoy he llamado a un amigo mío de Roma. Pues bien, las industrias farmacéuticas de las cuales Angelo Pardo era representante no están implicadas.
– Eso significa que Pardo no puede haber sido asesinado por un compañero rival o por porcentajes no satisfechos.
– Exactamente.
– Y de las cuatro hojas en clave que le entregué, ¿qué me dice?
– Se las he pasado a Melluso.
– ¿Y ése quién es?
– Un compañero mío que entiende mucho de estas cosas. Espero poder decirle algo mañana.
– ¡Aaaaaaaaaahhhhhhhhhh!
Un fuerte grito prolongado y desgarrador aterrorizó a todos los que todavía se encontraban en la comisaría. Procedía de la entrada. Helado por el miedo, Montalbano salió corriendo y tropezó en el pasillo con Fazio, Mimì, Gallo y un par de agentes.
En el cuartito, Catarella se hallaba de pie con la espalda pegada a la pared, ya sin gritar, pero gimiendo como un animal herido, con los ojos muy abiertos, señalando con un trémulo dedo el ordenador de Angelo Pardo abierto sobre la mesita.