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¡Virgen santa! ¿Qué habría visto en la pantalla para asustarse de aquella manera? ¿Al demonio? ¿A Osama bin Laden?

– ¡Fuera todos! -ordenó Montalbano entrando en el cuartito.

Contempló la pantalla. Estaba en blanco, no había nada.

Tal vez, el cerebro de Catarella, a fuerza de batallar contra los guardias de paso, se había derretido por completo. Aunque, por otra parte, no hacía falta gran cosa para derretirlo.

– ¡Ya podéis retiraros! -ordenó el comisario.

Cuando estuvo a solas con Catarella, lo abrazó, notó que estaba temblando y lo obligó a sentarse.

– ¿Me dices qué ha pasado?

Catarella hizo un gesto de desolación.

– Vamos, intenta hablar. ¿Quieres un poco de agua?

Catarella negó con la cabeza y tragó saliva dos veces.

– Se… se… ha borrado, dottori -dijo con una voz a punto de quebrarse en un llanto desolado.

– Vamos, ten valor. ¿Qué se ha borrado?

– El tercer fail, dottori. Y ha borrado también los otros dos.

Por consiguiente, se había perdido todo lo que podía haber de interesante en el ordenador.

– Pero ¿cómo es posible?

– Es posibilísimo, dottori. Se ve que había un programa de limpieza.

Pero ¿la limpieza no la hacían ellos? ¿Acaso Angelo Pardo, amén de informador médico-científico, era también uno de sus confidentes sin que él lo supiera?

– ¿Qué tiene que ver la limpieza?

– Dottori, ¿cómo si dice cuando uno pasa la escoba por el suelo?

– Pues que hace limpieza.

– ¿Y qué es lo que he dicho yo? Hay un programa de limpieza programado para borrar lo que si tiene que borrar en el programa de limpieza programado para una simana, un mes, dos meses, tris meses… ¿Me explico?

– Te has explicado muy bien. Un programa de limpieza para un tiempo determinado.

– Es lo que usía ha dicho. ¡Pero no ha sido culpa o discuido mío, dottori! ¡Si lo juro!

– Lo sé, Catarè, lo sé. Tranquilo.

Le acarició una vez más la cabeza y regresó a su despacho. Angelo Pardo había adoptado todas las precauciones posibles e imaginables para que no se descubriera cómo ganaba todo el dinero que necesitaba para jugar a las cartas y hacer regalos a su amante.

16

Llegó a Marinella y lo primero que hizo fue lanzarse por el salmón. Una loncha muy grande aliñada con limón recién exprimido y un aceite de oliva especial que le había regalado uno que lo producía («La virginidad de este aceite ha sido certificada con una visita ginecológica», se leía en la etiqueta que lo acompañaba). Tras haber comido, despejó la mesita de la galería y sustituyó el plato y los cubiertos por una botella nueva de J &B y un vaso. Sabía finalmente que tenía en la mano el extremo de un hilo muy largo -«y como se te ocurra llamarlo hilo de Ariadna, abofetéate», se amenazó a sí mismo- que podría guiarlo, si no a la solución, como mínimo al principio del camino adecuado.

Sin darse cuenta, quien le había entregado el extremo del hilo era el fiscal Tommaseo. Michela le había montado una escena greco-histérica, gritándole que él, Montalbano, no quería actuar contra Elena a pesar de estar en posesión de las cartas en que Elena amenazaba con matar a Angelo. Que él estaba en posesión de las comprometedoras cartas era cierto, pero había un pequeño detalle no desdeñable: Michela no tendría que saberlo.

Porque días atrás, a su pregunta de si las había encontrado, él había contestado que no, simplemente para mantener la turbiedad de las aguas. Y eso lo recordaba muy bien, ¡un cuerno vejez o Alzheimer (mira, acababa de acudirle a la mente el nombre de esa mierda de enfermedad)! Y de eso podría dar fe Paola la Roja, que también estaba presente.

La única que sabía que había encontrado las cartas era Elena porque él se las había enseñado. Pero ambas mujeres no se hablaban. ¿Así pues? Sólo podía haber una respuesta, una sola: era Michela la que había ido a comprobar si en el maletero del Mercedes se hallaba todavía el sobre con las tres cartas, y al no verlo allí, llegó a la lógica conclusión de que el comisario lo había descubierto y se lo había llevado.

Alto ahí, Montalbano. ¿Cómo sabía Michela que las cartas estaban debajo de la alfombrilla del Mercedes? Ella había dicho que su hermano guardaba las misivas en un cajón del escritorio. Angelo no tenía ningún motivo lógico para sacarlas de su casa y llevárselas al coche, escondiéndolas, eso sí, pero de tal manera que no lo estuviesen del todo para que, si alguien buscaba con atención, pudiera descubrirlas. Por consiguiente, las había cambiado de sitio Michela. ¿Y cuándo lo había hecho? La misma noche en que Angelo fue encontrado muerto de un disparo, cuando él, Montalbano, cometió la solemne estupidez de dejarla sola en el apartamento.

¿Y por qué había organizado Michela semejante número?

¿Por qué oculta alguien una cosa, haciéndolo de manera que se pueda encontrar como por casualidad? Con toda seguridad, para dar más importancia al hallazgo. Explícate mejor, Salvo.

En caso de que él abriera el cajón del escritorio, viese las cartas y las leyera, sería todo normal. Valor de las palabras de las cartas, pongamos diez. Pero si él las encontrara tras haberse vuelto loco buscándolas porque estaban escondidas, significaba que aquellas cartas no tenían que leerse y, por consiguiente, el valor de las palabras subía a cincuenta. De esa manera, las amenazas de muerte adquirían peso y autenticidad, dejaban de ser las frases genéricas de una amante celosa.

Felicidades a Michela. Como intento de joder a la odiada Elena, la idea era genial. Pero el exceso de odio la había traicionado delante de Tommaseo. Para ella era muy fácil entrar en el garaje porque tenía un duplicado de todas las llaves de Angelo…

Un momento. Después del sueño del baño en casa de Michela, había acudido a su mente algo relacionado con una llave. Pero una llave ¿de quién?

Comisario Montalbano, repáselo todo desde el principio. ¿Desde el principio principio? Sí, señor, desde el principio principio.

¿Me permite que primero me prepare otro whisky?

Bueno, pues un día se presenta en mi despacho la señora («perdón, señorita») Michela Pardo, la cual me dice que desde hace dos días su hermano Angelo no da señales de vida. Me dice también que ella ha entrado en su apartamento porque tiene un duplicado de las llaves y lo ha encontrado todo en orden. La misma tarde se vuelve a presentar. Vamos juntos a mirar al apartamento. Todo sigue en orden, no hay la menor huella de una partida repentina. Cuando ya hemos salido de la casa y estamos a punto de despedirnos, a ella se le ocurre que no hemos mirado en un cuarto alquilado que Angelo tiene en la azotea. Volvemos a subir. La cristalera que da acceso a la azotea está cerrada, Michela la abre con una de sus llaves. La puerta del cuarto está cerrada, pero Michela me dice que de ésa no tiene la llave. Entonces yo la echo abajo. Y descubro…

Detente, Montalbano, ésta es la cuestión, como diría Hamlet, éste es el punto de la historia que no encaja.

¿Qué sentido tiene que Michela esté en posesión de la llave de la puerta de la azotea si no va acompañada también de la del antiguo lavadero? Si tiene todas las llaves que pertenecen a su hermano, a la fuerza ha de tener también la del cuarto de la azotea. Tanto más si Angelo iba allí para leer o tomar el sol, tal como había dicho la propia Michela. No iba allí para reunirse con sus mujeres. ¿Y eso qué significaba?

Se dio cuenta de que había vuelto a vaciar el vaso. Lo llenó, bajó de la galería a la arena y, tomando de vez en cuando un sorbo de whisky, llegó a la orilla del mar. La noche era oscura, pero se estaba bien. Las luces de las barcas en la línea del horizonte parecían estrellas muy bajas.