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Recuperó el hilo de su razonamiento. Si Michela estaba en posesión de la llave del cuarto pero le había dicho que no, significaba que la mujer quería que fuera él, Montalbano, quien derribara la puerta y descubriera a Angelo muerto de un disparo. Y eso porque Michela ya sabía que en el cuarto se encontraba el cadáver de su hermano. Con todo ese teatro pretendía mostrarse a los ojos del comisario como completamente ajena a los hechos a pesar de estar metida hasta el cuello.

Regresó a la galería, se sentó y tomó otro trago de whisky. ¿Cómo podían haber ocurrido las cosas?

Michela dice que aquel lunes Angelo la llamó para advertirla de que esa noche Elena iría a su casa. Por eso Michela no apareció por allí. Pero ¿y si Angelo, al ver que Elena no llegaba y convencido al final de que ya no volvería por allí, hubiera llamado de nuevo a su hermana y ésta hubiera acudido? Puede que Angelo le dijese que subiría a la azotea para tomar un poco el aire. Cuando llega Michela, encuentra a su hermano muerto, asesinado. Se convence de que ha sido Elena, la cual, tras llegar con retraso, ha discutido con él. Tanto más si Angelo deseaba mantener una relación sexual con la chica, lo cual resulta de todo punto evidente. Y entonces decide rematar la faena para impedir que Elena se vaya de rositas. Lo cierra todo con llave, baja al apartamento, se pasa toda la noche tratando de deshacerse de todo lo que puedan revelar los dudosos negocios de Angelo, principalmente la caja fuerte blindada, traslada las cartas al garaje para que sirvan de prueba de cargo contra Elena…

Aquí Montalbano lanzó un suspiro de satisfacción. Para hacer lo que le daba la gana, Michela había dispuesto de todo el tiempo que necesitaba antes de denunciar la desaparición de su hermano, y probablemente la noche que él le permitió pasar en el apartamento ella dormiría feliz y satisfecha, total, ya lo había hecho todo. Seguía siendo una bobada descomunal, pero sin consecuencias directas.

Pero ¿por qué Michela tenía la certeza de que Angelo estaba metido en algún negocio sucio? La respuesta era sencilla. Al enterarse de que su hermano le había hecho costosos regalos a Elena, comprendió que el dinero no había salido de la cuenta común y que Angelo tenía una cuenta secreta con bastante dinero, demasiado para haberlo ganado honradamente. La historia de las gratificaciones y las primas a la productividad que le contó a él, Montalbano, era una trola como una casa. Aquella mujer era demasiado inteligente para que la cosa no le oliese a chamusquina.

Pero ¿por qué se había llevado la caja blindada? Para eso también había una respuesta: porque no consiguió descubrir dónde estaba escondida la segunda llave, la que encontró Fazio pegada a la parte inferior del cajón. Además, si se consideraba…

La consideración empezó ahí y ahí terminó. De repente empezaron a cerrársele los ojos mientras inclinaba la cabeza hacia delante. Lo único que podía tomar en seria consideración era la cama.

Tuvo la suerte de despertar unos minutos antes de que sonara el despertador. Pensó que aquella mañana era la del entierro de Angelo Pardo. La palabra entierro le recordó la muerte… Se levantó de un salto, corrió a la ducha, se lavó, se afeitó, se bebió el café, se vistió con el frenético ritmo de una película de Jaimito, hasta el punto de que, en determinado momento, le pareció oír el saltarín sonido del inevitable piano de acompañamiento, salió de casa y recuperó finalmente su ritmo habitual en cuanto se vio circulando en dirección a Vigàta.

Fazio no estaba en la comisaría. Mimì se había ido a Montelusa porque lo había llamado Liguori. Catarella estaba muy taciturno porque todavía no se había recuperado de la impresión sufrida la víspera con el ordenador de Pardo, cuando los guardias de paso desaparecieron de golpe y él se quedó contemplando la pantalla en blanco como el famoso desierto de los tártaros de Dino Buzzati. En resumen, un aburrimiento mortal.

A media mañana se recibió la primera llamada.

– Mi queridísimo amigo, ¿todos bien en casa?

– Muy bien, dottor Lattes.

– ¡Pues gracias sean dadas a la Virgen! Quería decirle que hoy, lamentablemente, el señor jefe superior no podrá recibirlo. ¿Pongamos para mañana a la misma hora?

– Pongamos, dottore, faltaría más.

Gracias a la Virgen, aquel día también se ahorraría la contemplación de la cara del señor jefe superior. Pero le había entrado curiosidad por saber qué deseaba el jefe de él. Seguro que nada importante, puesto que aplazaba la visita con tanta facilidad.

«Esperemos que consiga decírmelo antes de que yo me jubile o de que a él lo trasladen a otro sitio», pensó.

Inmediatamente después recibió la segunda.

– Soy Laganà, comisario. Mi amigo Melluso, aquel a quien le pasé las hojas para que las descifrara, ¿recuerda?…

– Lo recuerdo muy bien. ¿Ha conseguido averiguar cómo funciona la clave?

– Todavía no. Pero entretanto ha hecho un descubrimiento que me ha parecido importante para sus investigaciones.

– ¿De veras?

– Sí. Pero quisiera hablarle de ello personalmente.

– ¿Puedo pasar a verlo sobre las cinco y media de la tarde?

– De acuerdo.

A las doce y media se recibió la tercera.

– ¿Montalbano? Soy Tommaseo.

– Dígame, dottore.

– Esta mañana a las nueve he interrogado a la señora Elena Sclafani… ¡Dios mío! -De repente se quedó sin respiración.

Montalbano se preocupó.

– ¿Qué le ocurre, dottore?

– Pero esa mujer es guapísima, es una criatura que… que…

Tommaseo estaba todavía alterado, no sólo le faltaba la respiración sino hasta las palabras.

– ¿Qué tal ha ido?

– ¡Estupendamente bien! -contestó el ministerio público-. ¡Mejor imposible!

En buena lógica, cuando un fiscal se declara contento y satisfecho después de un interrogatorio, significa que el acusado se encuentra en muy mala situación.

– ¿Ha descubierto elementos de culpabilidad?

– ¡Pero qué dice!

Pues entonces había que dejar a un lado la lógica: el ministerio público Tommaseo se había inclinado totalmente a favor de Elena.

– La señora se ha presentado con el abogado Traina. El cual vino acompañado del empleado de una gasolinera, un tal Luigi Diotisalvi.

– La coartada de la señora.

– Exactamente, Montalbano. No podemos por menos de envidiar a Diotisalvi e instalar también nosotros un surtidor de gasolina con la esperanza de que cualquier día de éstos la señora necesite poner gasolina, ja, ja, ja. -Soltó una carcajada, todavía alelado por la presencia de Elena.

– La señora tenía especial empeño en que el marido no llegara a enterarse de su coartada -le recordó el comisario.

– Claro. He tranquilizado ampliamente a la señora. Pero la conclusión es que hemos regresado a alta mar. ¿Qué hacemos, Montalbano?

– Nademos, dottore.

A la una menos cuarto Fazio regresó del entierro.

– ¿Había gente?

– Bastante.

– ¿Coronas?

– Nueve. Sólo un centro, de la madre y la hermana.

– ¿Has anotado los nombres de las cintas?

– Sí, señor. Seis son de personas desconocidas, pero tres son nombres conocidos.

Los ojos empezaron a brillarle. Signo inequívoco de que estaba a punto de soltar un bombazo.

– Adelante.

– Una corona era de la familia del senador Nicotra.

– No tiene nada de extraño. Ya sabes que eran amigos. El senador lo había defendido…

– Otra, de la familia del honorable Di Cristoforo.

Si Fazio esperaba que el comisario se sorprendiera, sufrió una decepción.

– Me consta que se conocían. El que presentó a Pardo al director del banco de Fanara fue el honorable Di Cristoforo.

– Y la tercera pertenecía a la familia Sinagra. Precisamente esos Sinagra que nosotros conocemos tan bien -disparó Fazio.