Y Montalbano lo comprendió. Angelo era lo que antiguamente se llamaba visitador médico. Pero su oficio, como el de los barrenderos llamados ahora agentes ecológicos o las sirvientas elevadas al rango de empleadas del hogar, se había ennoblecido con un nombre distinto, más adecuado a la elegancia de los tiempos. Sin embargo, la esencia seguía siendo la misma.
– Era… es médico, pero ejerció muy poco tiempo -se sintió obligada a explicar Michela.
– Muy bien. Como verá, señorita, su hermano no está aquí. Si quiere, ya podemos irnos.
– Vámonos. -Lo dijo a regañadientes, mirando alrededor como si creyera poder descubrir en el último momento que Angelo se había ocultado en el interior de un frasco de píldoras para el hígado.
Esta vez Montalbano la precedió, esperando a que ella apagara diligentemente las luces y volviera a cerrar la puerta con las dos llaves. Bajaron la escalera en silencio, en medio del gran silencio de la casa. Pero ¿estaba vacía o se habían muerto todos? En cuanto salieron, al ver a Michela tan desconsolada, Montalbano experimentó una punzada de pena.
– Ya verá como su hermano da muy pronto señales de vida -murmuró, tendiéndole la mano.
Ella la tomó y sacudió la cabeza, más desconsolada si cabe.
– Dígame una cosa… su hermano ¿sale con alguien o mantiene alguna relación?
– No, que yo sepa.
Y lo miró. Y mientras lo hacía y Montalbano nadaba desesperadamente para no ahogarse, las aguas del lago se tornaron de un color muy oscuro, casi como si se hubiera hecho de noche.
– ¿Qué ocurre?
Ella no contestó, pero abrió desmesuradamente los ojos. Y el lago se transformó en mar abierto.
Sigue nadando, Salvo, sigue nadando.
– ¿Qué ocurre? -volvió a preguntar entre una y otra brazada.
Ella tampoco contestó. Dio media vuelta, abrió de nuevo el portal, subió la escalera y llegó al último piso, pero no se detuvo. Entonces el comisario vio que de una concavidad de la pared arrancaba una escalera de caracol que terminaba delante de una cristalera. Michela introdujo la llave, pero no consiguió abrir.
– Déjeme a mí.
Abrió y se encontró con una azotea que abarcaba todo el tejado. Michela lo apartó de un empujón y echó a correr hacia un cuarto, una especie de dado que se encontraba casi en el centro de la terraza. Tenía puerta y ventana, pero ambas estaban cerradas.
– No tengo la llave -dijo Michela.
– Pero ¿por qué quiere…?
– Esto era antes un lavadero. Angelo lo alquiló junto con la azotea y lo reformó. Sube aquí alguna vez a leer o tomar el sol.
– Muy bien, pero si no tiene la llave…
– Derribe la puerta, por el amor de Dios.
– Pero, señorita, yo no puedo de ninguna manera…
Ella lo miró. Fue suficiente. De un empujón, Montalbano hizo saltar la puerta, que era de conglomerado. Entró, pero antes de buscar a tientas el interruptor y encender la luz, gritó:
– ¡No entre!
Porque en el interior de la estancia había inspirado el hedor de la muerte.
Pero Michela, a pesar de la oscuridad, debió de entrever algo, pues Montalbano primero la oyó emitir una especie de ahogado gemido y después caer al suelo desmayada.
– ¿Y ahora qué hago? -se preguntó y soltó un juramento.
Se agachó, la tomó en brazos y la llevó hasta la cristalera. Pero de esa manera, como lleva el novio a la novia en las películas, jamás conseguiría bajar por la escalera de caracol. Demasiado estrecha. Entonces incorporó a la mujer, la sujetó por la espalda y la levantó. De aquella manera y con prudencia, podría hacerlo. En algún momento se vio obligado a estrecharla todavía más fuerte y pudo percibir que, debajo de aquel vestido que parecía un camisón, Michela ocultaba un firme cuerpo de buena moza. Al final, llegó ante la puerta del otro apartamento del rellano del último piso y llamó al timbre, confiando en que hubiera alguien vivo o a quien el timbrazo despertara del sarcófago.
– ¿Quién es? -preguntó una voz de varón cabreado.
– Soy el comisario Montalbano. ¿Puede abrir, por favor?
Se abrió la puerta y apareció el rey Víctor Manuel III de Saboya en persona, los mismos bigotes, la misma nariz. Sólo que vestido de paisano. Al ver a Montalbano abrazado a Michela, lo interpretó todo al revés y se ruborizó.
– Déjeme entrar, por favor -dijo el comisario.
– ¡¿Cómo?! ¿Quiere que lo deje entrar? ¡Usted está loco! ¿Pretende venir a follar a mi casa?
– No, verá usted, majestad…
– ¡Vergüenza debería darle! ¡Ahora mismo llamo a la policía!
Y cerró de un portazo.
– ¡Grandísimo cabrón! -se desahogó Montalbano, soltando un fuerte puntapié contra la puerta.
Poco faltó para que cayera al suelo con Michela, pues el peso de ésta lo desequilibraba. Volvió a sujetarla y empezó a bajar cuidadosamente los peldaños. Llamó a la primera puerta que tuvo delante.
– ¿Quién es? -Voz de chiquillo de unos diez años.
– Soy un amigo de tu papá. ¿Me puedes abrir?
– No.
– ¿Por qué?
– Porque mamá y papá me han dicho que no abra a nadie cuando ellos no están.
Sólo entonces Montalbano se dio cuenta de que, antes de levantar a Michela del suelo, se había colgado su bolso del brazo. Ya tenía la solución. Volvió a cargar con la mujer, subió unos peldaños, la apoyó contra la pared, la mantuvo de pie apretándole el cuerpo con el suyo, cosa en modo alguno desagradable, sacó el llavero del bolso, abrió la puerta del apartamento de Angelo, arrastró a su hermana hasta el dormitorio de matrimonio, la tumbó en la cama, fue al cuarto de baño, tomó una toalla, la mojó bajo el grifo, la colocó sobre la frente de la mujer y cayó en la cama, muerto de cansancio por el esfuerzo. Respiraba afanosamente y estaba empapado de sudor.
¿Y ahora qué? No podía dejar sola a la mujer y subir a la azotea a ver cuál era la situación. El problema quedó inmediatamente resuelto.
– ¡Aquí lo tenemos! -dijo su majestad, apareciendo de súbito en la puerta-. ¿Lo ve? ¡Se dispone a violarla!
A su espalda, Fazio, pistola en mano, se puso a soltar palabrotas.
– Vuelva a su casa, señor.
– Pero ¿qué hace que no lo detiene?
– ¡Vuelva ahora mismo a su casa!
Víctor Manuel III tuvo otra ocurrencia.
– ¡Es un cómplice! ¡Usted es un cómplice! -exclamó, abandonando a toda prisa la estancia.
Fazio salió tras él. Regresó a los cinco minutos.
– Lo he convencido. Pero ¿qué ha pasado?
Montalbano se lo contó. Y observó que Michela empezaba a volver en sí.
– ¿Has venido solo?
– No; abajo en el coche está Gallo.
– Dile que suba.
Fazio lo llamó al móvil y Gallo se presentó enseguida.
– Tú atiende a esta mujer. Cuando se recupere, no permitas de ninguna manera que suba a la azotea. ¿Entendido?
Seguido por Fazio, volvió a subir por la escalera de caracol. En la azotea estaba todo a oscuras. Ya se había hecho de noche.
Entró en el cuarto y encendió la luz. Una mesa cubierta de periódicos y revistas. Una nevera. Un sofá cama de una sola plaza. Cuatro largos estantes empotrados en la pared del fondo servían de librería. Un pequeño mueble con vasos y botellas. Un lavabo en un rincón. Un sillón de piel tipo despacho, como los de antes. Angelo, que se hallaba hundido en el sillón, se lo había montado todo muy bien. El disparo que lo había matado le había arrancado también la mitad de la cara. Vestía camisa y tejanos. La cremallera de los tejanos estaba abierta y la polla le colgaba entre las piernas.
– ¿Qué hago, llamo? -preguntó Fazio.
– Llama. Yo voy abajo.
¿Qué estaba haciendo allí? Total, dentro de poco llegaría el círculo ecuestre al completo, el ministerio público, el forense, la Policía Científica, el nuevo jefe de la brigada móvil Giacovazzo, que se encargaría de la investigación… En caso de que lo necesitaran, ya sabían dónde encontrarlo.