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– Sí.

No tiene confines esta selva enferma que huele a muerte. Y cuanto más te adentras en ella, más te espera al acecho el horror que no quisieras ver ni sentir.

– Y cuando Teresa se quedó embarazada, ¿fue usted quien convenció a Angelo de que le practicara un aborto tendiéndole una trampa?

– Sí.

– Nadie tenía que entrometerse en su… en su…

– ¿Qué ocurre, comisario? -preguntó ella en un susurro-. ¿No encuentra la palabra adecuada? Amor, dottor Montalbano. La palabra es amor.

Abrió los ojos y volvió a mirarlo. Ahora sobre la superficie del líquido amarillento se estaban formando unas ampollas de gran tamaño que estallaban como a cámara lenta. Montalbano se imaginó el hedor que despedían: el olor dulzón de la descomposición, los huevos podridos, las emanaciones de lagunas enfermas.

– ¿Cómo se enteró de que habían matado a Angelo?

– Me llamaron por teléfono. El mismo lunes, hacia las nueve de la noche. Me dijeron que habían ido a hablar con él, pero que lo habían encontrado muerto. Me ordenaron deshacerme de todo lo que permitiera descubrir el trabajo que hacía Angelo por cuenta de ellos. Y yo obedecí.

– No sólo obedeció. Sino que subió al cuarto donde su hermano acababa de ser asesinado y creó unas pruebas falsas contra Elena. Fue usted quien preparó todo el montaje de las bragas en la boca, los vaqueros abiertos y el sexo fuera.

– Sí. Quería asegurarme, tener la certeza de que Elena fuese acusada del delito. Porque fue ella. Ésos a Angelo ya lo encontraron muerto.

– Eso ya lo veremos. Pueden haberle mentido, ¿sabe? Entretanto, dígame una cosa: ¿conocía a la persona que la llamó para informarle de la muerte de su hermano?

– Sí.

– Dígame su nombre.

Michela se puso en pie muy despacio. Estiró los brazos como si se desperezara.

– Vuelvo enseguida. Voy a beber un poco de agua.

Fue a la cocina, arrastrando los pies y con los hombros todavía más encorvados.

Montalbano no supo ni el cómo ni el porqué, pero de pronto se levantó y corrió a la cocina. Michela no estaba. Se asomó al balcón abierto. Una bombilla encendida iluminaba la explanada delante del garaje, pero su pálida luz bastó para permitirle ver una especie de saco negro, inmóvil en el suelo. Michela se había arrojado al vacío sin decir una palabra, sin emitir un grito. Y el comisario comprendió que la tragedia, cuando se interpreta en presencia de terceros, adopta poses y habla en voz alta, pero cuando es profundamente auténtica, habla en voz baja y sus gestos son humildes. Claro, la humildad de la tragedia.

Tomó una rápida decisión: aquella noche, él no había estado en el apartamento de Angelo. Cuando descubrieran el cuerpo, creerían que se había matado porque no conseguía superar la pérdida de su hermano. Y así tendría que ser.

Cerró muy despacio la puerta del apartamento temiendo que su majestad lo sorprendiera, bajó por los peldaños muertos, salió a la calle, subió a su automóvil y se fue a Marinella.

18

En cuanto entró en su casa, se sintió muy cansado y experimentó un profundo deseo de acostarse, tirar de la colcha hacia arriba, cubrirse la cabeza y permanecer allí con los ojos cerrados en un intento de borrar el mundo.

Eran las once de la noche. Mientras se quitaba la chaqueta, la corbata y la camisa, consiguió, cual si fuera un prestidigitador, marcar el número de Augello.

– Salvo, pero ¿es que te has vuelto loco?

– ¿Por qué?

– ¡Llamar a estas horas! ¡Despertarás al chiquillo!

– ¿Lo he despertado?

– No.

– Pues entonces, ¿por qué me rompes los cojones? Tengo que decirte una cosa importante. Ven inmediatamente a mi casa, a Marinella.

– Pero, Salvo…

Colgó. Llamó a Livia, pero nadie contestó. A lo mejor se había ido al cine. Se desnudó por completo, se situó bajo la ducha, gastó toda el agua del primer depósito, soltó una maldición, hizo ademán de abrir el segundo de reserva, pero se detuvo. Y si por la noche no daban el agua, ¿cómo se lavaría por la mañana? Mejor ser prudente.

Mientras esperaba a Mimì, decidió cortarse las uñas de manos y pies. Cuando terminó y llamaron a la puerta, fue a abrir desnudo tal como estaba.

– ¡Pero es que yo estoy casado! -exclamó escandalizado Mimì-. ¿No me habrás invitado para enseñarme tu colección de mariposas?

Montalbano le dio la espalda y fue a ponerse unos calzoncillos y una camisa.

– ¿La cosa será larga? -preguntó Mimì.

– Más bien sí.

– Pues entonces sírveme un whisky.

Se sentaron en la galería. Antes de tomar el primer sorbo, Montalbano levantó el vaso.

– Enhorabuena, Mimì.

– ¿Por qué?

– Has resuelto el caso del camello al por mayor. Mañana podrás presumir exhibiéndote con Liguori.

– ¿Estás de guasa?

– Para nada. Lástima que lo hayan matado, había traicionado la confianza de la familia Sinagra.

– ¿Quién era?

– Angelo Pardo.

– ¿Ese que encontraron muerto de un disparo con la polla al aire?

– Exactamente.

– Estaba convencido de que era un delito pasional, una historia de mujeres.

– Eso es lo que querían que nos tragáramos.

Augello torció la boca.

– Salvo, ¿estás seguro de lo que dices? ¿Dispones de pruebas?

– Las pruebas están en una caja blindada dentro del ataúd de Angelo Pardo. Pides las autorizaciones, abres el ataúd, sacas la caja, la abres también con la llave que ahora mismo voy a darte, y dentro encontrarás no sólo la cocaína sino también la otra sustancia que la convirtió en veneno.

– Perdona, Salvo, pero ¿quién metió la caja blindada en el ataúd?

– Su hermana Michela.

– ¡Pues entonces es cómplice!

– Te equivocas. Ella no sabía nada de los manejos de su hermano. Pensó que la caja, cuyas llaves no tenía, contenía cosas personales de Angelo, y la colocó dentro del ataúd.

– ¿Por qué?

– Porque de esa manera, en la eternidad, el muerto podría abrirla de vez en cuando y, contemplando sus cosas, podría recordar los buenos tiempos de cuando vivía.

– ¿He de creérmelo?

– ¿La historia del muerto que de vez en cuando abre la caja?

– Me refiero al hecho de que la hermana no supiera nada de las andanzas de su hermano.

– No. Tú no. Pero los demás sí. Tienen que creerlo.

– ¿Y si Liguori la interroga y ella se contradice?

– No te preocupes, Mimì. No será interrogada.

– ¿Cómo puedes estar seguro?

– Lo sé y basta.

– Pues entonces cuéntamelo todo desde el principio.

Se lo contó casi todo, de la misa la media. No le dijo que Michela estaba metida hasta el cuello en aquella mierda, sino sólo hasta las rodillas, le explicó que la necesidad de dinero de Angelo se debía al vicio del juego, dejando así discretamente en la sombra a Elena, y le comunicó que el comandante de la Policía Judicial Laganà y un compañero suyo podrían facilitarle a él y a Liguori unos útiles elementos.

– Pero ¿cómo es posible que Pardo conociera a la familia Sinagra?

– El padre de Angelo era un firme partidario político del senador Nicotra. Y el senador debió de presentar a Angelo a alguien de los Sinagra. Y éstos, al darse cuenta de que Angelo andaba escaso de dinero, debieron de contratarlo. Angelo traicionó su confianza y ellos mandaron pegarle un tiro.

– Me parece haber oído que en la boca del muerto encontraron un par de hilos de un tejido…

– Todo teatro, Mimì, una puesta en escena para enturbiar las aguas.

Hablaron unos momentos más, Montalbano le entregó el llavero de Angelo y cuando Mimì se marchaba, sonó el teléfono.

– ¿Livia? ¿Cariño? -dijo el comisario.

– Lamento decepcionarlo, dottore. -Era la voz de Fazio-. Pero es que acaban de comunicarme que han encontrado el cuerpo de Michela Pardo. Se ha suicidado arrojándose desde el balcón de la casa de su hermano. Estoy en la comisaría, pero he de ir para allá. ¿Las llaves del apartamento las tiene usted?