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– Sí, te las mando con el dottor Augello que casualmente está aquí conmigo. -Colgó-. Michela Pardo se ha suicidado.

– ¡Pobrecita! ¿Digamos que no ha resistido el dolor? -preguntó Augello.

– Digámoslo.

En los cuatro días siguientes no ocurrió nada. El señor jefe superior aplazó a una fecha todavía por concretar su entrevista con Montalbano.

Y ni siquiera Elena lo llamó.

Y eso era algo que, en cierto sentido, le desagradaba. Creía haber entendido que la chica le había echado el ojo y que aplazaba el ataque hasta el final de la investigación. «Para no crear equívocos», había dicho. O algo por el estilo.

Y tenía razón: si en aquellos momentos hubiera puesto en práctica sus poderes de seducción, Montalbano habría pensado que lo hacía para ganarse su amistad y complicidad. Pero ahora que hasta Tommaseo la había exculpado, la posibilidad de un equívoco ya no existía. ¿Pues entonces?

¿Y si la presa a la que la pantera había echado el ojo era otra? ¿Y si el que había creado un malentendido era él? Supongamos que un conejo ve una pantera que lo persigue y, muerto de miedo, se lanza a correr para escapar. De repente el conejo ya no oye a su espalda a la bestia feroz. Se gira y ve que la pantera se ha puesto a perseguir a un cervatillo. La pregunta es: ¿por qué el conejo, en lugar de alegrarse, habría de decepcionarse por el hecho de haber dejado de ser la presa?

Al quinto día, Mimì Augello detuvo a Gaetano Tumminello, hombre de la familia Sinagra y sospechoso de cuatro homicidios, bajo la acusación de haber matado a Angelo Pardo.

Durante veinticuatro horas Tumminello sostuvo que jamás había estado en casa de Angelo, es más, juró que ni siquiera sabía dónde vivía. La fotografía del presunto asesino apareció en la televisión. Entonces se presentó ante Mimì en la comisaría el commendatore Ernesto Laudadio, alias S. M. Víctor Manuel III, para declarar que la noche de aquel lunes él no pudo entrar en su garaje porque delante había un coche aparcado que jamás había visto anteriormente y cuyo número de matrícula anotó. Entonces se puso a tocar el claxon, y al poco rato apareció el propietario, sí señor, el hombre de la fotografía que habían mostrado en la televisión, ni más ni menos que él, el cual, sin decir ni pío, subió al coche y se fue.

Como consecuencia de ello, Tumminello tuvo que cambiar su versión. Dijo que había acudido a casa de Angelo Pardo para hablarle de un negocio, pero que ya lo encontró muerto. No sabía nada de unas bragas metidas en la boca de Pardo. Y puntualizó que cuando él lo vio, la cremallera de los vaqueros de Pardo estaba cerrada. Hasta el punto de que, al oír decir que a Pardo lo habían descubierto en posición obscena (lo dijo exactamente así, «posición obscena»), él, Tumminello, se escandalizó.

Como es natural, nadie lo creyó. No sólo había matado a Pardo porque éste había distribuido una cocaína mortal, con riesgo de provocar una matanza, sino que además había tratado de desviar el curso de la investigación. Los Sinagra lo dejaron tirado, y Tumminello, siguiendo la tradición, exculpó a los Sinagra: sostuvo que la idea de la droga había sido suya y sólo suya, como suya había sido también la idea de fichar a Pardo, al que sabía necesitado de dinero, y que la familia que le había concedido el honor de acogerlo como un hijo fiel y respetuoso lo ignoraba todo. Pero insistió en que él, cuando fue a ver a Pardo para hablarle de la grandísima putada que había hecho con la cocaína mal cortada, lo encontró ya muerto de un disparo.

– ¿Ir a hablar es un amable eufemismo para decir que había ido a casa de Pardo para matarlo? -le preguntó el fiscal.

Tumminello no contestó.

Entretanto, el comandante Melluso, compañero de Laganà, había conseguido descifrar la clave de Angelo, y las nueve personas que figuraban en la lista se vieron metidas de lleno en el fregado. En realidad, los nombres de la lista eran catorce, pero los cinco restantes (entre ellos el ingeniero Fasulo, el senador Nicotra y el honorable Di Cristoforo) pertenecían a personas a las que, gracias a las escasas aptitudes químicas de Angelo, ya no era posible acusar.

Una semana después, Livia se presentó para pasar tres días en Vigàta. No se pelearon ni una sola vez. La madrugada del lunes, Montalbano la acompañó al aeropuerto de Punta Raisi, y tras verla marcharse, subió al coche para regresar al pueblo. Pero como no tenía nada que hacer, decidió seguir una carretera interior en muy mal estado, por cierto, pero que le permitiría disfrutar de unos cuantos kilómetros más del paisaje que a él le gustaba, el que estaba hecho de tierra requemada y casitas blancas. Se pasó tres horas circulando con la cabeza vacía de pensamientos. De pronto se dio cuenta de que se encontraba en la carretera que desde Giardina llevaba a Vigàta, lo cual significaba que le faltaban pocos kilómetros para llegar. Pero ¿no estaba algo más arriba el surtidor de gasolina donde la noche del lunes Elena había hecho el amor con el empleado de allí? Cómo se llamaba… ah, sí, Luigi.

«Ea pues, vamos a conocer a ese Luigi», se dijo.

Circuló todavía más despacio, mirando a derecha e izquierda. Y al final vio la gasolinera. Una techumbre parcialmente rematada por unos tubos de neón apagados, bajo la cual había tres surtidores. Y nada más. Entró en la explanada y se detuvo. La garita del empleado era de obra y estaba casi enteramente escondida por el tronco de un acebuche milenario. Desde la carretera resultaba casi imposible verla. La puerta estaba cerrada. Tocó el claxon, pero no apareció nadie. ¿Cómo era posible? Bajó y fue a llamar a la puerta de la garita. Nada, silencio. Se giró para regresar al coche y vio, justo al borde de la explanada, junto a la carretera, la parte posterior de un rectángulo metálico mantenido en su sitio por una barra de hierro. Un letrero. Se colocó delante de él, pero no pudo leerlo porque estaba cubierto en tres cuartas partes por una mata de hierba silvestre, la cual echó abajo a patadas. El letrero había perdido el barniz, una mitad estaba manchada de herrumbre, pero las letras todavía se distinguían con claridad: «Los lunes, cerrado.»

Una vez cuando era pequeño, su padre, para gastarle una broma, le dijo que la luna del cielo estaba hecha de papel. Y él, que siempre confiaba en lo que le decía su padre, se lo creyó. Y ahora de mayor, hombre experto, cerebral y al mismo tiempo intuitivo, había vuelto a confiar como un chiquillo en dos mujeres, una muerta y otra viva, que le habían dicho que la luna estaba hecha de papel.

La rabia le nublaba tanto la vista que estuvo a punto de matar a una viejecita y luego por poco choca contra un camión. Cuando aparcó delante de la casa de Elena ya era más de la una. No era fácil que hubiese salido a esa hora. En efecto, llamó al portero automático y ella le contestó.

Lo esperaba en la puerta con atuendo deportivo y una sonrisa en los labios.

– ¡Salvo, cuánto me alegro! Ven, pasa.

Lo precedió. A su espalda, Montalbano observó que sus pasos no eran ágiles y nerviosos como de costumbre, sino suaves y relajados. Además, su manera de sentarse en el sillón fue casi de lánguido abandono. La pantera estaba evidentemente más que ahíta de carne fresca recién devorada, y en ese momento no suponía ningún peligro. Mejor así.

– No me has avisado y por eso no he preparado café. Lo hago en un momento.

– No, gracias. Tengo que hablar contigo.

Seguía siendo un animal salvaje, pues enseñó todos sus blanquísimos y afilados dientes a medio camino entre una sonrisa y un bufido felino.

– ¿Acerca de nosotros? -Estaba claro que sólo quería provocarlo en broma, sin verdadera intención de hacerlo.

– No; acerca de la investigación.

– ¡¿Todavía?!