– ¿Quién es?
Ésa no es una pregunta a la cual siempre resulte fácil contestar. En primer lugar, porque puede ocurrir que quien deba responder sea víctima en ese instante de una momentánea pérdida de identidad, y, en segundo, porque no siempre el hecho de decir quién se es facilita las cosas.
– Administración -contestó.
«En las llamadas sociedades civiles siempre hay un administrador que te administra», pensó Montalbano. Puede ser el administrador de la comunidad de propietarios o el de la justicia; esencialmente es lo mismo porque lo importante es que existe, que está ahí, y que te administra con más o menos cuidado o disimulo, listo para obligarte a pagar el error que tal vez ignoras haber cometido. Algo sabía de eso Joseph K., el de Kafka.
Se abrió la puerta y apareció una guapa y rubia treintañera envuelta en un absurdo quimono, con un enojado mohín en los labios rojo fuego sin asomo de carmín y unos adormilados ojos azul claro. Se había levantado para ir a abrir y conservaba todavía el penetrante olor de la cama. El comisario se sintió ligeramente incómodo, pues, por si fuese poco, la mujer era más alta que él incluso a pesar de ir descalza.
– ¿Qué quiere? -Su tono reflejó que no tenía intención de perder el tiempo y estaba deseando regresar a la cama.
– Policía. Soy el comisario Montalbano. Buenos días. ¿Es usted la señora Elena Sclafani?
Ella palideció y se echó hacia atrás.
– Oh, Dios mío, ¿le ha pasado algo a mi marido?
Montalbano se sorprendió; no se lo esperaba.
– ¿A su marido? No. ¿Por qué?
– Porque cada mañana que sube al coche para ir a Montelusa, yo… Es que no sabe conducir… Desde que nos casamos hace cuatro años ha sufrido unos diez accidentes de poca importancia, y entonces…
– Señora, no he venido para hablarle de su marido sino de otro hombre. Y tengo muchas cosas que preguntarle. Quizá será mejor que entremos.
Ella se apartó y lo condujo a un saloncito pequeño pero bastante elegante.
– Siéntese, vuelvo enseguida.
Tardó diez minutos en vestirse. Regresó con blusa y falda ligeramente por encima de la rodilla, zapatos de tacón y cabello recogido en un moño. Se sentó en una butaca de cara al comisario. No daba muestras de curiosidad ni de la menor preocupación.
– ¿Le apetece un café?
– Si lo tiene preparado…
– No, pero lo hago ahora mismo. Lo necesito; yo, si por la mañana no me bebo una taza de café, no conecto.
– La comprendo muy bien.
La oyó trajinar en la cocina. Sonó el teléfono y ella contestó. Regresó con el café, cada cual puso azúcar en su taza y no hablaron hasta que terminaron de beber.
– Me ha llamado mi marido. Para decirme que estaba a punto de empezar la clase. Lo hace todos los días para tranquilizarme, para que sepa que todo ha ido bien.
– ¿Puedo fumar? -preguntó Montalbano.
– Claro. Yo también fumo. Bueno, pues -dijo Elena, apoyando la espalda contra el respaldo de la butaca, con el cigarrillo encendido entre los dedos-. ¿Qué lío ha montado ahora Angelo?
Montalbano la miró estupefacto. Llevaba un cuarto de hora tratando de encontrar la mejor manera de plantear el tema del amante de la mujer, ¿y ésta le salía ahora con una pregunta tan explícita?
– ¿Cómo ha adivinado que…?
– Mire, comisario, en mi vida hay dos hombres actualmente. Usted ha puntualizado que no ha venido para hablarme de mi marido, por consiguiente, sólo puede estar aquí por Angelo. ¿Es así?
– En efecto, es así. Pero, antes de seguir adelante, quisiera que me explicara un adverbio: actualmente. ¿Qué significa?
Elena sonrió. Tenía unos dientes blanquísimos, de joven animal salvaje.
– Significa que ahora mismo tengo a Emilio, mi marido, y a Angelo. Pero, por regla general, sólo tengo a uno: Emilio.
Mientras Montalbano reflexionaba acerca del sentido de aquellas palabras, Elena preguntó:
– ¿Conoce a mi marido?
– No.
– Es una persona extraordinaria, buena, inteligente, comprensiva. Yo tengo veintinueve años y él sesenta. Podría ser mi padre. Lo amo. Y procuro serle fiel. Procuro, pero no siempre lo consigo. Como ve, le estoy hablando con absoluta sinceridad, aun antes de conocer el motivo de su visita. Por cierto, ¿quién le ha hablado de mí y de Angelo?
– Michela Pardo.
– Ah.
Apagó el cigarrillo en el cenicero y encendió otro. Ahora una arruga le fruncía la hermosa frente. Estaba pensando con gran concentración. Aparte de guapa, debía de ser muy inteligente. De pronto, junto a los labios aparecieron dos arrugas.
– ¿Qué le ha ocurrido a Angelo?
Lo había adivinado.
– Ha muerto.
Vibró como por efecto de una fuerte descarga eléctrica y cerró los ojos.
– ¿Lo han matado?
Estaba llorando muy quedo, sin sollozos.
– ¿Por qué piensa en un crimen?
– Porque si hubiera sido un accidente o una muerte natural, un comisario no se habría presentado a las ocho y media de la mañana para interrogar a la amante del muerto.
Para quitarse el sombrero.
– Sí, lo han matado.
– ¿Anoche?
– Lo descubrimos ayer, pero el fallecimiento se remonta al lunes por la noche.
– ¿Cómo?
– De un disparo.
– ¿Dónde?
– En la cara.
Ella se sobresaltó y tembló como a causa de un escalofrío.
– No; quería decir que dónde ocurrió.
– En su casa. ¿Usted conoce el cuarto que tenía en la azotea?
– Sí. Una vez me lo enseñó.
– Mire, señora, tengo que hacerle algunas preguntas.
– Estoy a su disposición.
– ¿Su marido lo sabía?
– ¿Lo de mi relación con Angelo? Sí.
– ¿Se lo había dicho usted?
– Sí. Jamás le he ocultado nada.
– ¿Estaba celoso?
– Por supuesto que sí. Pero sabía dominarse. Por otra parte, Angelo no era el primero.
– ¿Dónde se veían ustedes?
– En su casa.
– ¿En el cuarto de la azotea?
– No, allí jamás. Una vez me lo enseñó, ya se lo he dicho. Me dijo que a veces subía a leer y tomar el sol.
– ¿Con qué frecuencia se veían ustedes?
– Variaba. En realidad, cuando a uno de los dos le apetecía, telefoneaba al otro. Algunas veces nos pasábamos incluso cuatro o cinco días sin vernos, porque yo tenía compromisos o porque él se iba a hacer sus recorridos por la provincia…
– ¿Usted era celosa?
– ¿De Angelo? No.
– Sin embargo, Michela me ha dicho que sí. Y que últimamente había habido muchas peleas entre ustedes.
– Yo a Michela no la conozco, jamás tuve ocasión. Angelo me hablaba de ella. Creo que está equivocada.
– ¿En qué?
– Acerca de las peleas. No eran por celos.
– ¿Por qué entonces?
– Porque yo quería dejarlo.
– ¿Usted?
– ¿Por qué se sorprende tanto? Se me estaba pasando el capricho, eso es todo. Y además…
– ¿Y además…?
– Y además, me daba cuenta de que Emilio sufría demasiado, aunque no lo expresara. Era la primera vez que lo veía tan mal.
– ¿Y Angelo no quería que usted lo dejara?
– No. Creo que estaba empezando a experimentar por mí un sentimiento que, al principio, no había tomado en consideración. ¿Sabe una cosa? Angelo era muy inexperto en cuestión de mujeres.