—Cuando uno quiere detenerse, basta con deslizar la tira de nuevo hacia su lugar, y ya se puede utilizar la bicicleta normalmente.
—¿Y dices que mi bicicleta tiene uno de éstos?
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijiste? ¡No hubiera sido necesario que hiciéramos ningún esfuerzo en el paseo!
Amelia reía otra vez, mientras yo corría hasta mi bicicleta y la enderezaba. Tal como ella dijera, debajo de la empuñadura de la derecha había un trozo similar de mica.
—¡Debo probarlo de inmediato! —grité, y monté en mi bicicleta. En cuando logré el equilibrio, deslicé la tira de mica hacia adelante y la bicicleta avanzó con mayor rapidez.
—¡Funciona! —le grité entusiasmado, haciéndole un gesto con la mano... y en ese momento la rueda delantera golpeó contra una mata de pasto y caí al suelo.
Amelia corrió hasta mí y me ayudó a ponerme de pie. Mi bicicleta estaba a unos pocos metros; la rueda delantera giraba alegremente.
—¡Qué invento maravilloso! —grité, lleno de entusiasmo—.
¡Ahora corramos una verdadera carrera!
—Bien —convino Amelia—. ¡Primero hacia los estanques!
Recuperé mi bicicleta, y ella corrió hacia la suya. En pocos minutos los dos estábamos sentados en las bicicletas, corriendo con una velocidad espectacular hacia la cima de la colina. Esta vez, la carrera fue más pareja, y al bajar por la pendiente hacia los lejanos estanques nos mantuvimos uno al lado del otro. El viento me golpeaba la cara y no tardé mucho en sentir que me arrancaba el sombrero. El de Amelia se iba para atrás, pero quedaba sujeto a su cuello por una cinta.
Al llegar a los estanques, pasamos a gran velocidad junto a la niñera y los dos niños, que se quedaron mirándonos atónitos. Riéndonos a carcajadas, rodeamos el mayor de los dos estanques, luego retiramos las tiras de mica y pedaleamos hacia los árboles a velocidad moderada.
Cuando nos bajábamos de las bicicletas, pregunté:
—¿Qué es, Amelia? ¿Cómo trabaja?
Me había quedado sin aliento, aunque la energía consumida en realidad había sido mínima.
—Está aquí —respondió Amelia.
Con un movimiento giratorio, sacó la empuñadura de goma, dejando así al descubierto el tubo de acero del manubrio. Sostuvo este último de manera que yo pudiera ver dentro de él... y allí, depositado en su interior, había un poco del material cristalino que había visto en la máquina voladora.
—Hay un cable que corre por el bastidor —explicó Amelia— y está conectado a la rueda. Dentro de la maza de la rueda hay un poco más de ese producto.
—¿Qué es esta sustancia cristalina? —pregunté—. ¿De qué está hecha?
—Eso no lo sé. Conozco alguno de los materiales que la componen, puesto que tuve que pedirlos, pero no estoy segura de cómo se combinan para lograr el efecto.
Agregó que Sir William había diseñado la bicicleta modificada cuando el deporte se hizo popular algunos años antes. Su idea había sido ayudar a las personas débiles o mayores cuando se toparan con una pendiente.
—¿Te das cuenta de que tan sólo este invento proporcionaría a Sir William una fortuna?
—A él no le interesa el dinero.
—No, pero piensa en el beneficio público que significaría. Una máquina así podría transformar la industria del transporte.
Amelia sacudía la cabeza.
—No comprendes a Sir William. Estoy segura de que pensó en sacar una patente por esto, pero creo que le pareció mejor que nadie conociera su invento. Andar en bicicleta es un deporte, practicado en su mayor parte por los jóvenes, y con el fin de tomar aire fresco y hacer ejercicio. Como has visto, no requiere ningún esfuerzo andar en bicicleta de esta manera.
—Sí, pero habría otros usos.
—Sin duda, y por eso digo que no comprendes a Sir William, ni cabría esperar que lo hicieras. Es un hombre de inteligencia inquieta, y tan pronto ha terminado un invento se dedica a uno nuevo. Adaptó las bicicletas antes de construir su carruaje sin caballos, y eso fue antes de la máquina voladora.
—¿Ya ha abandonado la máquina voladora por un nuevo proyecto? —dije.
—Sí.
—¿Puedo preguntar qué será?
Amelia respondió:
—Pronto conocerás a Sir William en persona. Tal vez él mismo te lo diga.
Reflexioné sobre esto un instante y dije:
—Dices que a veces no es nada comunicativo. Quién sabe si me lo dirá.
De nuevo estábamos sentados uno cerca del otro, bajo un árbol.
—Entonces —contestó Amelia— podrás preguntarme otra vez, Edward.
Capítulo 4
SIR WILLIAM EXPONE UNA TEORÍA
I
El tiempo pasaba, y pronto Amelia sugirió que regresáramos a la casa.
—¿Corremos una carrera o volvemos paseando? —dije, sin especial entusiasmo por ninguna de las dos posibilidades, puesto que descansar juntos bajo los árboles me había resultado una experiencia exquisita. El día estaba aún cálido y soleado, y flotaba en el parque un aire caliente, agradable y cargado de polvo.
—Volveremos paseando —contestó resuelta—. No se hace ejercicio andando en bicicleta sin pedalear.
—Y podemos regresar más despacio —agregué—. ¿Lo haremos otra vez, Amelia? Quiero decir, ¿volveremos a pasear en bicicleta juntos otro fin de semana?
—No podremos vernos todos los fines de semana —dijo—. A veces debo trabajar y en algunas ocasiones salgo de viaje.
Sentí un arranque ilógico de celos ante la idea de que viajara con Sir William.
—Pero cuando estés aquí, ¿pasearemos entonces?
—Tendrás que invitarme.
—En ese caso lo haré.
Cuando volvimos a las bicicletas, primero desandamos el tramo donde habíamos corrido la carrera y recuperamos mi sombrero perdido. No había sufrido daños, y me lo puse calzándolo bien sobre los ojos para impedir que se volara otra vez. Durante el regreso a la casa no sucedió nada, y la mayor parte del tiempo permanecimos en silencio. Yo comenzaba a comprender por fin la verdadera razón que me había traído a Richmond esa tarde; no era de ningún modo para conocer a Sir William, pues, aunque todavía me fascinaba lo que sabía de él, habría cambiado con gusto la inminente entrevista por una o dos horas más, o toda la noche, en el parque con Amelia.
Entramos a la propiedad a través de un pequeño portón junto a la abandonada máquina voladora de Sir William, y llevamos las bicicletas de vuelta al cobertizo.
—Voy a cambiarme de ropa, dijo Amelia.
—Te ves encantadora tal como estás —comenté.
—¿Y tú? ¿Piensas ver a Sir William con el traje cubierto de pasto? —Se acercó y arrancó una brizna de pasto que de alguna manera se había introducido debajo del cuello de mi chaqueta.
Entramos a la casa a través de la puerta-ventana, y Amelia hizo sonar un timbre. Al instante apareció un sirviente.
—Hillyer, éste es Mr. Turnbull. Se quedará a tomar el té y a cenar con nosotros. ¿Podría ayudarlo a arreglarse?
—Desde luego, Miss Fitzgibbon. —El sirviente se volvió hacia mí—. ¿Quiere venir por aquí, señor?
Me indicó que lo siguiera, y nos dirigimos hacia el corredor. Desde atrás, Amelia lo llamó.
—Hillyer —dijo—. ¿Podría decirle también a Mrs. Watchets que estaremos listos para el té dentro de diez minutos, y que lo tomaremos en la sala de fumar?
—Bien, señorita.
Hillyer me llevó a través de la casa hasta el primer piso, donde había un pequeño cuarto de baño. En su interior, había jabón y toallas, y, mientras yo me lavaba, Hillyer se llevó mi chaqueta para que la cepillaran.
La sala de fumar estaba en la planta baja, y era una habitación pequeña, cómodamente amueblada, que usaban con frecuencia. Amelia estaba esperándome; tal vez mi comentario sobre su aspecto la había halagado, porque después de todo no se había cambiado, sino que apenas se había puesto un saquito sobre la blusa.