—¿Entiendes su teoría?
—Comprendo la mayor parte. El hecho de que no pudieras seguirlo, Edward, no significa que no seas inteligente. Sir William conoce tanto su teoría que cuando la explica a otros omite una gran parte. Además, eres un extraño para él, y Sir William rara vez se siente cómodo a menos que lo rodeen personas conocidas. Tiene un grupo de amigos del Linnaean —su club de Londres— y son las únicas personas con las que lo he oído conversar con naturalidad y fluidez.
—Entonces, quizá no debí preguntarle.
—No, es su obsesión; si no hubieras demostrado interés, él hubiera hablado espontáneamente de su teoría. Todos a su alrededor tienen que soportarlo. Hasta Mrs. Watchets lo ha escuchado todo dos veces.
—¿Lo entiende?
—Creo que no —dijo Amelia, sonriendo.
—Entonces no podré esperar una aclaración de su parte. Tú tendrás que explicarme.
—No hay mucho que decir. Sir William ha construido una máquina del tiempo. La ha probado, yo he estado presente durante algunas de las pruebas, y los resultados han sido concluyentes. Sir William no lo ha dicho aún, pero sospecho que planea una expedición al futuro.
Sonreí un poco, y oculté mi sonrisa con la mano.
Amelia continuó:
—Sir William lo toma muy en serio.
—Sí... pero no puedo imaginar a un hombre de su tamaño entrando en un dispositivo tan pequeño.
—Lo que has visto es tan sólo un modelo en miniatura. Sir William tiene una versión en tamaño natural. —De pronto se rió—. ¿No creerás que me refería al modelo que él te mostró?
—Sí, lo creí.
Cuando Amelia reía, su belleza se acentuaba, y no me importó haber entendido mal.
—¡Pero grande o pequeña, no puedo creer que sea posible construir semejante máquina! —exclamé.
—Mírala tú mismo. Está sólo a unos diez metros de donde te encuentras.
Me puse de pie de un salto.
—¿Dónde está?
—En el laboratorio de Sir William. —Amelia parecía haberse contagiado de mi entusiasmo, pues ella también se había levantado con presteza—. Te la mostraré.
III
Dejamos el salón de fumar por la puerta que Sir William había utilizado, y caminamos a lo largo de un pasillo hacia lo que era a las claras una puerta de reciente construcción. A través de ella se llegaba directamente al laboratorio, que era, ahora lo comprendía, el anexo cerrado con vidrios que había visto, construido entre las dos alas de la casa.
No sé cómo había esperado que fuera el laboratorio, pero en mi primera impresión le encontré un considerable parecido con el taller de fresado de una fábrica metalúrgica que había visitado una vez.
A lo largo del cielo raso, de un lado, había un eje de transmisión accionado por vapor, el cual, por medio de varias correas ajustables de cuero, proporcionaba energía motriz a múltiples máquinas que veía dispuestas a lo largo de un enorme banco situado debajo de dicho eje. Varias de estas máquinas eran tornos para metal, y también había una prensa de estampar, un balancín, equipo para soldadura de acetileno, dos enormes tornillos de banco y gran cantidad de herramientas diversas desparramadas. El piso estaba generosamente cubierto de virutas y fragmentos de metal desprendidos durante los procesos, y en muchas partes del laboratorio había lo que daba la impresión de ser trozos de metal doblado o cortado abandonados desde hacía tiempo.
—Sir William realiza gran parte del trabajo de mecánica por sí mismo —explicó Amelia—, pero a veces se ve forzado a contratar la fabricación de ciertas piezas. Yo estaba en Skipton con uno de esos encargos cuando te conocí.
—¿Dónde está la Máquina del Tiempo?
—Junto a ti.
Me di cuenta de pronto que lo que yo había tomado en un principio como otro grupo de trozos de metal desechados se ajustaba, en realidad, a un esquema coherente. Veía ahora que se parecía en cierta medida al modelo que Sir William me había mostrado, pero mientras aquél tenía la perfección de la miniatura, éste parecía más tosco debido a su tamaño.
Sin embargo, en cuanto me incliné a examinar la máquina, vi que en realidad cada una de las partes componentes estaba torneada y pulida hasta brillar como nueva.
La Máquina del Tiempo tenía algo más de dos metros de largo y metro y medio de ancho. En su punto más alto alcanzaba cerca de los dos metros, pero, como su construcción era estrictamente funcional, tal vez una descripción en términos de sus dimensiones generales induzca a error. Gran parte de la Máquina del Tiempo medía menos de un metro de altura, y tenía la forma de un esqueleto de metal.
Todos sus mecanismos estaban a la vista... y aquí mi descripción se vuelve poco precisa por necesidad. Lo que vi fue una repetición in extremis de la misteriosa sustancia que había visto antes aquel día en la máquina voladora y las bicicletas de Sir William: con otras palabras, mucho de lo que al parecer era visible no se podía ver debido a la sustancia cristalina que distorsionaba la visión, en la cual estaban encerrados miles de alambres y varillas delgados, y por más que observé el mecanismo desde muchos ángulos diferentes, no me fue posible descubrir mucho.
Lo más comprensible era la disposición de los controles. Hacia un extremo del armazón, había un sillón forrado de cuero, redondeado como una silla de montar. A su alrededor había múltiples palancas, varillas y cuadrantes.
El control principal parecía ser una gran palanca situada delante del asiento. Adosado a la parte superior de esta palanca, había un manubrio de bicicleta, incongruente dentro de este entorno. Esto, creo yo, permitía al conductor tomar la palanca con ambas manos. A cada lado de esta palanca había docenas de varillas secundarias, todas ellas conectadas con diferentes articulaciones de rótula, de modo tal que al mover esta palanca, las otras entrarían en funcionamiento al mismo tiempo.
En mi abstracción había olvidado por el momento la presencia de Amelia, pero ahora comenzó a hablar y me sobresaltó.
—Parece sólida, ¿no es cierto? —dijo.
—¿Cuánto le llevó a Sir William hacer esto? —pregunté.
—Casi dos años. Pero, tócala, Edward... mira qué sólida es.
—No me atrevería —confesé—. No sabría lo que estaba haciendo.
—Sujeta una de estas barras. No hay ningún peligro.
Amelia tomó mi mano, y la llevó hasta una de las varillas de bronce que formaban parte del armazón. Apoyé los dedos con cautela sobre la varilla... luego los retiré de inmediato, pues al cerrar la mano pude ver y oír que toda la máquina se sacudía como un ser viviente.
—¿Qué es? —grité.
—La Máquina del Tiempo está atenuada; existe, digamos, en la Cuarta Dimensión. Es real, pero no existe en el mundo real tal como lo conocemos. Debes comprender que está viajando por el Tiempo, aún mientras estamos aquí.
—¡Pero no puedes hablar en serio... porque si estuviera viajando no estaría aquí ahora!
—Al contrario, Edward. —Señaló un enorme volante que se encontraba inmediatamente delante del asiento de cuero, que correspondía más o menos a la rueda dentada de plata que yo había visto en el modelo de Sir William—. Está girando. ¿Lo puedes ver?
—Sí, sí, puedo —dije, acercándome tanto como me atrevía. La gran rueda giraba casi imperceptiblemente.
—Si no estuviera girando, la máquina permanecería estacionaria en el tiempo. Para nosotros, como explicó Sir William, la máquina desaparecería en el pasado, puesto que nosotros mismos avanzamos en el tiempo.
—De modo que la máquina debe funcionar siempre.
Mientras estábamos en el laboratorio la noche se había cerrado, y la oscuridad se extendía por el misterioso lugar.