—¿Un inventor? —pregunté, sin poder creerle—. Debe ser una broma.
—Eso es lo que me dijeron —respondió Dykes—. Se llama Sir William Reynolds, un hombre muy importante. No sé nada de eso ni me importa, puesto que mi interés se concentra en su asistente.
Permanecí sentado con la tablilla para escribir sobre las rodillas, sorprendido ante esta inesperada información. A decir verdad, no estaba interesado en los planes malignos de Dykes, pues siempre trataba de que mi conducta fuera correcta, pero el nombre de Sir William Reynolds ya era otro asunto.
Observé pensativo a Dykes mientras terminaba su cigarrillo, luego me puse de pie.
—Creo que me iré a dormir —dije.
—Pero aún es temprano. Tomemos un vaso de vino juntos, yo invito. —Se inclinó para hacer sonar el timbre—. Quiero ver si hacemos esa apuesta.
—No, gracias, Dykes. Si me disculpas, tengo que terminar esta carta. ¿Tal vez mañana por la noche...?
Lo saludé y me alejé, abriéndome paso hacia la puerta. Cuando salí al corredor, Mrs. Anson se acercaba a la puerta de la sala.
—Buenas noches, Mr. Turnbull.
—Buenas noches, Mrs. Anson.
Al pie de la escalera, noté que la puerta de la sala estaba entreabierta, pero no había rastros de la huésped.
Una vez en mi habitación, encendí las lámparas y me senté en el borde de la cama, tratando de poner en orden mis ideas.
II
La mención del nombre de Sir William me sorprendió, pues él era en aquella época uno de los científicos más famosos de Inglaterra. Más aún, yo tenía un gran interés personal en ciertos asuntos indirectamente relacionados con Sir William, y la información casual que Dykes me había proporcionado era de suma importancia para mí.
En las décadas de 1880 y 1890 hubo un repentino auge de adelantos científicos y para aquellos interesados en estos temas fue un período fascinante. Nos aproximábamos al siglo veinte, y la perspectiva de entrar en una nueva era rodeada de maravillas científicas estimulaba a las mentes más brillantes del mundo. Daba la impresión de que cada semana aparecía un nuevo invento que prometía cambiar nuestra forma de vida: tranvías eléctricos, carruajes sin caballos, el cinematógrafo, las máquinas parlantes de los americanos... yo pensaba mucho en todo esto.
De todos, el carruaje sin caballos era el que más atraía mi imaginación. Hacía cosa de un año había tenido la suerte de que me invitaran a pasear en uno de estos maravillosos inventos, y desde entonces presentía que, a pesar del ruido y de los inconvenientes que traían aparejados, estas máquinas tenían un gran futuro.
Fue como resultado directo de esta experiencia que yo me había interesado, aunque en pequeña medida, en este floreciente invento. Luego de leer en un periódico un artículo sobre los conductores americanos, había convencido al propietario de la firma, Mr. Westerman mismo, para que agregara una nueva línea a su gama de productos. Se trataba de un instrumento que yo había dado en llamar Máscara Protectora de la Vista. Estaba hecha de cuero y vidrio y se la colocaba sobre los ojos sujetándola con correas, para protegerlos del polvo, los insectos, etcétera.
Corresponde agregar que Mr. Westerman no estaba totalmente convencido de la conveniencia de dicha máscara. En realidad, había fabricado sólo tres modelos de muestra, y me había comisionado para que los ofreciera a nuestros clientes habituales, con la aclaración de que sólo cuando hubiera obtenido pedidos en firme la máscara pasaría a ser un artículo permanente de la línea de productos Westerman.
Yo atesoraba mi idea y estaba aún orgulloso de la iniciativa, pero hacía ya seis meses que llevaba las máscaras en mi valija de muestras y hasta ese momento no había conseguido despertar ni el menor interés en ningún cliente. Al parecer, otras personas no estaban tan seguras como yo con respecto al futuro del carruaje sin caballos.
Sir William Reynolds, en cambio, era un caso diferente. Ya era uno de los conductores más famosos del país. Todavía nadie había superado su record de velocidad de algo más de 25 kilómetros por hora, establecido en el trayecto entre Richmond e Hyde Park Corner.
¡Si lograba interesarlo en mi Máscara, sin duda otros lo seguirían!
De este modo, conocer a Miss Fitzgibbon se convirtió en una necesidad imperiosa para mí. Esa noche, sin embargo, mientras yacía perturbado en la cama del hotel, no podría haber imaginado hasta qué punto mi Máscara Protectora cambiaría mi vida.
III
Durante todo el día siguiente estuve cavilando sobre la forma de entablar conversación con Miss Fitzgibbon. Si bien cumplí con mis visitas a los negocios de la zona, no podía concentrarme, y regresé temprano al Devonshire Arms.
Como había dicho Dykes la noche anterior, era muy difícil tramar un encuentro con un miembro del sexo opuesto en este hotel. No podía aprovechar los recursos que las reglas de cortesía normalmente brindaban, y por lo tanto tendría que dirigirme a Miss Fitzgibbon directamente. Claro está que podía pedir a Mrs. Anson que me presentara a la joven, pero a decir verdad, me parecía que su presencia en la entrevista sería un impedimento.
Otro motivo de distracción durante el día había sido mi curiosidad sobre Miss Fitzgibbon misma. El comportamiento protector de Mrs. Anson parecía indicar que se trataba de una muchacha muy joven, cuya actitud como mujer soltera contribuía por cierto a confirmar esta hipótesis. De ser así, mi tarea era más difícil, pues ella confundiría sin duda mis intenciones con otras como las que Dykes alentaba.
Como nadie atendía el mostrador de recepción, aproveché la oportunidad para echar una mirada subrepticia al registro de huéspedes. La información de Dykes había resultado correcta, pues la última anotación estaba escrita con letra clara y prolija: Miss A. Fitzgibbon, Reynolds House, Richmond Hill, Surrey.
Me asomé al salón de viajantes antes de subir a mi habitación. Allí estaba Dykes, de pie frente al hogar, leyendo “The Times”.
Propuse que cenáramos juntos, y luego camináramos hasta uno de los bares del pueblo.
—¡Qué estupenda idea! —dijo—. ¿Estás celebrando algún triunfo?
—No exactamente. Pienso más en el futuro.
—Buena estrategia, Turnbull. ¿Nos vemos a las seis?
Así lo hicimos y poco después de la cena nos habíamos acomodado en un acogedor bar de nombre “La Cabeza del Rey”, Cuando estábamos sentados ante dos vasos de oporto, y Dykes había encendido su cigarro, mencioné la principal preocupación que tenía en mi mente.
—¿Desearías que hubiera aceptado apostar contigo ayer a la noche?
—¿A qué te refieres?
—Tú me comprendes, con toda seguridad.
—¡Ah! —exclamó Dykes—. La viajante.
—Sí. Me preguntaba si te estaría debiendo cinco chelines ahora, de haber aceptado la apuesta.
—No tuve tanta suerte, amigo. La dama misteriosa permaneció encerrada con Mrs. Anson hasta que me retiré a dormir, y no vi trazas de ella esta mañana. Es una presa que Mrs. Anson guarda celosamente.
—¿Supones que se trata de una amiga personal?
—No, no lo creo. Está registrada como huésped.
—Claro —respondí.
—Has cambiado desde anoche. Creí que no te interesaba la dama.
—Sólo preguntaba —me apresuré a decir—. Parecías dispuesto a hablarle y quería saber cómo te había ido.
—Permíteme explicarlo de este modo, Turnbull. Consideré las circunstancias y decidí que mis talentos estaban mejor aprovechados en Londres. No veo forma de trabar relación con la joven en la que no intervenga Mrs. Anson. En otras palabras, querido amigo, reservo mis energías para el fin de semana.