Sonreí para mis adentros, mientras Dykes se lanzaba a relatar su última conquista, pues, aunque no había averiguado nada más sobre la joven, estaba seguro, por lo menos, de que no me vería envuelto en una competencia incómoda y engañosa.
Continué escuchando a Dykes hasta las nueve menos cuarto; entonces sugerí regresar al hotel, con la excusa de que tenía que escribir una carta. Nos separamos en el vestíbulo; Dykes entró en el salón para viajantes y yo subí a mi habitación. La puerta de la sala estaba cerrada, y pude oír la voz de Mrs. Anson del otro lado.
Capítulo 2
UNA CONVERSACIÓN EN LA NOCHE
I
Era costumbre del personal del Devonshire Arms —quizá por instrucciones de Mrs. Anson— rociar las tulipas de las lámparas de aceite con agua de colonia. Como consecuencia de ello, una fragancia dulce e intensa se esparcía por la planta baja del hotel, una fragancia tan persistente que aún hoy no puedo sentir el perfume del agua de colonia sin que aquel lugar vuelva a mi mente.
Esa noche, sin embargo, creí percibir un aroma diferente mientras subía las escaleras. Era más seco, menos pesado, más impregnado de hierbas que los perfumes de Mrs. Anson... pero dejé de percibirlo, entré en mi habitación y cerré la puerta.
Encendí las dos lámparas de aceite que había en el cuarto, luego compuse mi apariencia delante del espejo. Sabía que había rastros de alcohol en mi aliento, de modo que me cepillé los dientes y me puse una pastilla de menta en la boca. Me afeité, me peiné el cabello y el bigote y me cambié la camisa.
Cuando terminé, coloqué un sillón junto a la puerta y acerqué una mesa. Sobre esta última puse una de las lámparas y apagué la otra. Luego se me ocurrió tomar una de las toallas de Mrs. Anson, la doblé y la coloqué sobre el brazo del sillón. Ya estaba listo.
Me senté y me dispuse a leer una novela.
Transcurrió más de una hora, durante la cual, si bien tenía el libro abierto sobre las rodillas, no leí ni una sola palabra. Alcanzaba a oír un sutil murmullo de conversación que subía de las habitaciones de la planta baja, pero todo lo demás estaba en silencio.
Por fin oí pasos suaves en la escalera, y me preparé de inmediato. Dejé el libro a un lado, me puse la toalla plegada sobre el brazo. Esperé hasta que las pisadas sobrepasaran mi puerta y entonces salí.
En la tenue luz del corredor vi una figura femenina que al oírme se volvió. Era una mucama, y llevaba una botella de agua caliente con una funda de color rojo oscuro.
—Buenos noches, señor —dijo con un leve gesto de cortesía y luego continuó su camino.
Crucé al cuarto de baño, cerré la puerta. Conté lentamente hasta cien y luego regresé a mi habitación.
Otra vez esperé, ahora en un estado de agitación mucho mayor que antes.
A los pocos minutos oí otros pasos en la escalera, esta vez un poco más fuertes. De nueve esperé hasta que las pisadas pasaran, antes de salir. Era Hughes que iba a su habitación. Nos saludamos con una inclinación de cabeza, mientras yo abría la puerta del baño.
De vuelta en mi habitación empezaba a enfurecerme conmigo mismo por tener que emplear recursos complicados y pequeños engaños. Pero estaba decidido a seguir adelante tal como lo había planeado.
La tercera vez que oí pisadas, reconocí los pasos de Dykes, que subía saltando los escalones de dos en dos. Me sentí aliviado por no tener que representar la escena de la toalla.
Pasó otra media hora y comenzaba a perder la esperanza, preguntándome si habría calculado mal. Después de todo, Miss Fitzgibbon bien podía estar alojada en las habitaciones privadas de Mrs. Anson; yo no tenía motivo alguno para suponer que tuviera un cuarto en este piso.
Finalmente, sin embargo, la suerte me sonrió. Oí pasos suaves en la escalera y esta vez al asomarme al corredor vi la espalda de una mujer alta y joven que se alejaba. Arrojé la toalla dentro de mi habitación, tomé mi valija de muestras, cerré la puerta con suavidad, y la seguí.
Si se había dado cuenta de mi presencia detrás de ella no lo demostró. Caminó hasta el final del corredor, donde una pequeña escalera llevaba hacia arriba. Giró y subió.
Me apresuré en la misma dirección, y al llegar al pie de la escalera vi que estaba a punto de introducir la llave en la cerradura. La joven me miró.
—Disculpe, señorita —dije—. Permítame presentarme. Me llamo Turnbull, Edward Turnbull.
Mientras ella me observaba, me sentí terriblemente tonto, mirándola desde el pie de la escalera. No dijo nada, pero me contestó con una ligera inclinación de cabeza.
—¿Tengo acaso el placer de dirigirme a Miss Fitzgibbon? —proseguí—. ¿Miss A. Fitzgibbon?
—Soy yo —dijo con una voz agradable y bien modulada.
—Miss Fitzgibbon, comprendo que mi pedido le parecerá extraño, pero tengo aquí algo que creo que será de interés para usted. Me pregunto si podría mostrárselo.
Por un momento no dijo nada, sino que continuó mirándome. Luego dijo:
—¿De qué se trata, Mr. Turnbull?
Miré por el corredor, temiendo que en cualquier momento apareciera algún otro huésped.
—¿Me permite usted subir? —pregunté.
—No, no se lo permito. Yo bajaré.
Miss Fitzgibbon tenía un bolso grande de cuero que apoyó sobre el descanso, junto a su puerta. Luego, recogiendo un poco su falda, bajó lentamente la escalera.
Cuando estuvo frente a mí, en el corredor, continué:
—Sólo la detendré unos minutos. Fue una suerte que usted se hospedara en este hotel.
Mientras hablaba, me había agachado y trataba de abrir mi valija de muestras. Cuando lo logré, saqué una de las Máscaras Protectoras. Me puse de pie, con el artefacto en la mano y noté que Miss Fitzgibbon me observaba con curiosidad. Había algo en su mirada franca que desconcertaba.
—¿Qué es lo que tiene allí, Mr. Turnbull? —preguntó.
—La llamo Máscara Protectora de la Vista —respondí. No dijo nada, de modo que continué un poco confuso—. Verá, sirve tanto para los pasajeros como para el conductor, y se puede quitar con rapidez.
En ese instante, la joven se apartó de mí como para subir la escalera otra vez.
—¡Espere, por favor! —exclamé—. No me explico bien.
—Ya lo creo. ¿Qué tiene usted ahí y por qué debería interesarme tanto como para que usted se dirija a mí en el corredor de un hotel?
Su actitud era tan fría y formal que yo no sabía cómo expresarme.
—Miss Fitzgibbon, entiendo que usted es empleada de Sir William Reynolds, ¿no es así? —dije.
La joven confirmó este hecho, de modo que comencé a balbucear las razones por las que yo creía que la Máscara podría interesar a Sir William.
—Pero todavía no me ha dicho de qué se trata.
—Protege los ojos del polvo cuando se viaja en automóvil —dije y dejándome llevar por un impulso repentino, levanté la máscara y la sostuve sobre mis ojos. Entonces la joven se echó a reír, pero me pareció que su risa no era hiriente.
—¡Pero si son antiparras para viajar en automóvil! —exclamó—. ¿Por qué no lo dijo?
—¿Las ha visto ya? —pregunté sorprendido.
—Son comunes en los Estados Unidos.
—¿Entonces Sir William posee algunas?
—No... pero probablemente, piense que no las necesita.
Me agaché de nuevo, para revisar mi valija de muestras.
—Hay un modelo para damas —dije, buscando con afán entre los diversos productos que llevaba. Por fin encontré un modelo más pequeño producido por la fábrica de Mr. Westerman. Me puse de pie y se lo alcancé. En el apuro volteé sin darme cuenta la valija y una cantidad de álbumes para fotos, billeteras y agendas se desparramaron por el piso.