Valentina Zuravleva
La música de las estrellas
Título en inglés: Ballad of the Stars, 1982.
Traducción del ruso al inglés de Roger DeGaris.
Había una calma insólita en aquella víspera de Año Nuevo. Las nubes que se habían cernido sobre la ciudad el día antes, se abrían ahora lentamente como las cortinas de un teatro y descubrían un cielo estrellado.
Los abetos se alzaban rectos e inmóviles, plateados por la nieve, como una guardia de honor que esperaba el nuevo año a lo largo de las murallas del Kremlin. De cuando en cuando una débil ráfaga arrancaba a las ramas unos copos de nieve que caían sobre los transeúntes.
Pero las gentes no prestaban atención al encanto de la noche. Tenían demasiada prisa. El Año Nuevo llegaría dentro de media hora. El río de hombres y mujeres, ruidoso y excitado, cargado con cajas y paquetes, se movía más y más rápidamente.
Sólo un hombre parecía no tener prisa. Llevaba las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, y miraba con ojos atentos y brillantes por debajo del ala del sombrero. Muchos de los que iban en la marea humana reconocían en seguida aquella cara delgada y la barba corta y gris. El hombre, por este motivo, se había internado en una callejuela lateral. Allí no necesitaba responder a los innumerables saludos ni explicar a los conocidos por qué prefería deambular por las calles en la noche de Año Nuevo. El poeta Constantin Alexevitch Rusanov no sabía en verdad qué poder desconocido lo impulsaba a buscar la soledad en aquella noche. No tenía ningún deseo de pensar en la poesía.
Quizá esto era triste, pues el nuevo año era el sexagésimo en la vida de Rusanov.
Rusanov caminaba escuchando el crujido de la nieve bajo sus pasos. De pronto, junto a un farol de la calle, descubrió que un castillo de nieve le cerraba el camino. Unos diamantes de nieve centelleaban en las torres, a la luz eléctrica.
Inconcluso, pensó Rusanov advirtiendo un trineo de niño y una pala junto al castillo, y sintiendo el deseo absurdo de terminar de construir los muros. Esto sería realmente una sorpresa de Año Nuevo para los niños, a la mañana siguiente.
Rusanov se inclinó para tomar la pala y en ese momento alguien lo golpeó desde atrás. Cayó de bruces en la nieve y oyó un ruido de vidrios rotos, y un grito:
—¡Oh, cuánto lo siento!
Había tanta turbación en la voz que Rusanov no pudo enojarse. Un par de manos lo ayudó a ponerse de pie. Se volvió y vio a una muchacha menuda vestida con una chaqueta de paseo.
— Lo siento tanto — dijo otra vez la muchacha, evidentemente confundida.
Caminó cuidadosamente alrededor de Rusanov y recogió un paquetito que estaba caído junto al farol de la calle.
— Roto…, me parece — dijo, con tristeza.
Rusanov se sintió culpable.
—¿Qué pasó?
— Yo llevaba la placa — explicó la joven—, un negativo…, y lo golpeé contra el farol.
Abrió el paquete. Un negativo bastante raro, pensó Rusanov, pues en la placa se veía un fondo negro y una cinta luminosa manchada con finas líneas negras.
—¿Qué es eso? — preguntó.
— Un espectro. El espectro de la estrella Procyon. ¿Entiende usted?
Rusanov miró a la muchacha con cierto interés.
Alrededor de dieciséis años, pensó, y se corrigió inmediatamente: no, mayor, quizá veinticinco o veintiséis.
— Un momento — dijo—, ¿a dónde iba corriendo en medio de la noche con esa foto?
— A la oficina de telégrafos — dijo la muchacha—. Es un gran descubrimiento.
Rusanov se rió entre dientes. Le gustaban los encuentros inesperados e insólitos. Se sintió de pronto de mejor humor.
—¿Un descubrimiento?
— Sí, Constantin Alexevitch. Lo reconocí a usted en seguida.
Rusanov se rió otra vez.
La muchacha lo miró pensativamente. ¿Se lo diría?
— Escuche — empezó—. Descubrí en el espectro de Procyon… ¿Pero sabe usted algo de espectros? Aguarde un instante. Se lo explicaré.
Rusanov no entendió en seguida aquella narración entrecortada. La muchacha hablaba muy rápidamente y preguntaba de cuando en cuando:
—¿Está seguro que entiende?
Como la historia no seguía tampoco un orden cronológico, Rusanov tenía que llenar los claros con conjeturas.
Parecía que la muchacha se había entusiasmado con la astronomía mientras estaba aún en el colegio. Luego de graduarse en el Departamento de Física de la Universidad de Moscú había ido a trabajar en el observatorio de las montañas Altai, en Siberia.
La primera desilusión: en vez de hacer descubrimientos capaces de sacudir al mundo se había dedicado a la tarea exasperante y tediosa de clasificar fotografías de espectros estelares.
Al cabo de cuatro meses creyó haber hecho un descubrimiento. Un error, le había explicado secamente el director del observatorio.
Tres meses más y otro estallido de alegría. Un nuevo error, y otra desilusión.
Pasaron los meses. Trabajo, trabajo, y más trabajo. Nada que pudiera llamarse romántico. Innumerables fotografías de spectra estelares. Cálculos. Clasificaciones. Y ni un solo descubrimiento.
Parecía que se iba a pasar toda la vida en esta monotonía. Y de pronto…
— Al principio ni siquiera yo podía creerlo — continuó diciendo la muchacha—. No es verdad muy agradable repetirse incesantemente, como si se le hablara a un niño: «Tienes que trabajar, olvida esos sueños…» Sí, pero esta vez era tan evidente. Yo tenía ante mí trescientos cincuenta espectros de Procyon. Los otros astrónomos habían visto los espectros por separado, pero yo los tenía ahí, todos juntos. Y me pareció entonces que esas líneas formaban un cuadro. Son cosas que ocurren, ¿no es cierto? De los trescientos cincuenta espectrogramas elegí noventa, de acuerdo con el orden en que habían sido fotografiados. Todos tenían algo común: las líneas de los metales no ionizados, el espectro de Procyon ya conocido. Pero en todos, además, había una línea nueva, otro elemento. El primer espectrograma tenía la línea del hidrógeno, el segundo la del helio, el tercero la del litio… Seguían así el orden natural hasta el torio, el elemento nonagésimo en la tabla periódica de los elementos de Mendeleiev. ¿Entiende usted? Parecía que alguien hubiese puesto los elementos en una secuencia precisa, de acuerdo con la tabla periódica. Nada en la naturaleza puede explicar este hecho, excepto que esas líneas sean señales enviadas por seres inteligentes.
—¿Usted cree realmente eso? — preguntó Rusanov, muy serio.
—¡Claro que sí! —exclamó la muchacha—. Tome usted, por ejemplo, los sonidos separados que pueden oírse en la naturaleza. Bueno, imagínese que los oye de pronto ordenados en escalas musicales. Eso no sería posible sin la intervención de un ser inteligente… No quise hablarle a nadie de este descubrimiento, temiendo que fuese otro error. Poco más tarde comenzaron mis vacaciones. Dejé el observatorio como en un sueño. Hice el viaje reprochándome constantemente no haber hablado. Ya en Moscú, mis pensamientos seguían aún en el observatorio.
Las dos figuras estaban todavía de pie en la callejuela tranquila, a la luz del farol. Rusanov miraba fijamente el castillo de nieve, en silencio.
— Usted…, usted no me cree, ¿no es cierto? — preguntó la muchacha.
Rusanov, en verdad, creía tan poco a la muchacha como a alguien que le hubiese dicho que acababa de descubrirse el séptimo continente en el mar Caspio.
—¿Cómo se llama usted, muchacha de ciencia, que derriba a la gente y saca fotos de los astros? — dijo, evitando la palabra definitiva.
— Alla — respondió la joven—. Alla Vladimirovna Yungovskaya, astrónoma.
Alla Vladimirovna Yungovskaya, repitió Rusanov mentalmente, y pensó: No, no parece tener más de dieciséis años.