No veía los muros, ni la mesa, ni la lámpara. No veía nada sino aquellos dedos que corrían fervientemente por el teclado. Rusanov sintió que el corazón le latía apresuradamente, persiguiendo a la música. Se le nublaron, los ojos.
Los sonidos se estremecieron, golpearon, como si quisieran escapar de aquel tosco instrumento.
El piano no podía tocar toda la melodía, y la música, comprimida y rota, vivía y llamaba con más fuerza aún, con más obstinación.
La música se alzaba a veces en un torbellino, y moría luego en un suspiro doloroso. Parecía expresar todos los sentimientos humanos, y sin embargo no había en ella sentimientos y era como un rayo de sol incoloro donde se combinan todos los colores del arco iris. Se detuvo un momento y luego estalló otra vez. No, no fue un estallido, sino una explosión. Los sonidos se alzaron como una tromba, se unieron, y se desvanecieron. Un adagio suave y delicado murió luego como la llama última de un fuego que se apaga.
Hubo un instante de silencio, y luego entraron en el cuarto los acostumbrados sonidos terrestres: un tren lejano, voces. Rusanov se acercó a la ventana. Sobre el techo parpadeaba la brillante Procyon, en la constelación de Canis Minor. La luz de la estrella parecía emitir una música solemne y misteriosa.
Edición Digital de Arácnido
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