Выбрать главу

En cada asiento había una tarjeta con el menú, naturalmente en francés. Cada una llevaba, escrito un nombre para indicar dónde debía sentarse cada comensal. Los lacayos empezaron a servir la sopa según las preferencias de los invitados, que podían escoger entre rabo de buey y marisco, y empezaron a comer inmediatamente, ya que era lo correcto.

Emily lanzó una mirada a Jack por encima de la mesa, pero este estaba ocupado hablando con un diputado liberal que también iba a defender su escaño contra un vigoroso ataque. Le llegaban palabras sueltas que daban a entender que estaban preocupados por las facciones entre los diputados irlandeses, las cuales podrían influir si la lucha entre los principales partidos era reñida. La capacidad para formar gobierno podía depender de la obtención del apoyo de los parnellitas o los antiparnellitas.

Emily estaba cansada de la cuestión del autogobierno sencillamente porque llevaba discutiéndose desde que ella tenía memoria, y la solución no parecía más próxima que cuando se la habían explicado por primera vez en el aula del colegio. Centró sus esfuerzos en cautivar al estadista entrado en años y de aspecto bastante augusto sentado a su izquierda, que también había rehusado el primer plato.

El segundo plato consistía en salmón o eperlanos. Ella se inclinó por el salmón y se abstuvo de hablar durante un rato.

Renunció al plato principal, ya que no le apetecían los huevos al curry ni las mollejas con champiñones, y escuchó los retazos que le llegaban de la conversación que se mantenía al otro lado de la mesa.

– Creo que deberíamos tomárnoslo muy en serio -decía Aubrey Serracold, inclinándose ligeramente hacia delante. La luz arrancaba destellos en su cabello rubio, y su rostro alargado estaba muy serio; todo rastro de humor había desaparecido de él, y por una vez su encanto habitual resultaba invisible.

– ¡Por el amor de Dios! -protestó el estadista entrado en años, con las mejillas sonrosadas-. ¡Ese hombre dejó el colegio a los diez años para bajar a las minas! Hasta los mineros tienen suficiente juicio como para creer que es capaz de hacer algo por ellos en el Parlamento, aparte del ridículo. Perdió en su Escocia natal, y no tiene nada que hacer aquí en Londres.

– Por supuesto que no. -Un hombre de cara campechana se volvió indignado, cogiendo su copa de vino y sosteniéndola un momento en alto antes de beber-. ¡Somos el partido lógico de los trabajadores, no una creación moderna de fanáticos de mirada extraviada con picos y palas en las manos!

– ¡Esa es la clase de ceguera que nos va a costar el futuro! -replicó Aubrey con la mayor seriedad-. No debemos descartar a Keir Hardie tan a la ligera. Muchos hombres verán su coraje y su determinación, y se enterarán de cuánto ha mejorado su situación. Pensarán que si es capaz de conseguir tantas cosas para él, también podrá hacerlo para ellos.

– ¿Sacarlos de las minas y sentarlos en el Parlamento? -dijo una mujer vestida de rojo amapola con incredulidad.

– ¡Oh, querida! -Rose daba vueltas a su copa entre los dedos-. ¿Qué demonios quemaremos entonces en nuestros fuegos? Dudo que las personas que ostentan cargos en la actualidad sean de la más mínima utilidad práctica.

Se produjo un estallido de carcajadas, pero fueron agudas y demasiado ruidosas.

Jack sonrió.

– Es muy gracioso si lo tomamos como una broma que se dice en la mesa, pero no tan divertido si los mineros le escuchan y votan a más individuos como él, llenos de pasión por la reforma pero que no tienen ni idea de lo que eso cuesta… Me refiero al coste real, en comercio y manutención.

– ¡No le escucharán! -exclamó un hombre de bigote blanco con un ademán cortés, aunque rechazando con el tono de su voz la gravedad que le daba Jack-. La mayoría de los hombres tienen más sentido común. -Vio la expresión de duda de Jack-. Por el amor de Dios, Radley, solo votan la mitad de los hombres del país. ¿Cuántos mineros tienen casa propia o pagan más de diez libras al año de alquiler?

– Entonces, por definición -Aubrey Serracold se volvió hacia él con los ojos muy abiertos-, ¿los que pueden votar son los que prosperan bajo el sistema actual? Eso invalida el argumento, ¿no le parece?

Los comensales se miraron. Era una observación inesperada y, a juzgar por los rostros, no había sido bien recibida.

– ¿Qué pretende decirnos, Serracold? -preguntó el hombre del bigote blanco con cautela-. Si algo funciona, ¿por qué cambiarlo?

– No -replicó Serracold con la misma cautela-. Si funciona para un sector de la población, ¿no debería ser ese sector el que tenga derecho a decidir si mantenerlo o no? Y es que todos tenemos tendencia a ver las cosas desde nuestro punto de vista y a preservar nuestros intereses.

El lacayo retiró los platos usados y, prácticamente sin que nadie se diera cuenta, sirvió espárragos escarchados.

– Tiene un concepto muy bajo de sus colegas del gobierno -dijo un hombre pelirrojo con un tono ligeramente áspero-. ¡Me sorprende que quiera unirse a nosotros!

Aubrey sonrió con un extraordinario encanto, bajando la mirada por un instante antes de volverse hacia su interlocutor.

– En absoluto. Creo que somos prudentes y lo bastante justos para ejercer el poder solo en la medida en que se nos otorga honradamente, pero no tengo tanta confianza en nuestros adversarios. -Sus palabras fueron recibidas con carcajadas, pero Emily advirtió que no disipaban del todo la ansiedad, al menos la de Jack. Le conocía lo suficientemente bien para percibir la tensión en sus manos al sostener el cuchillo y el tenedor, y cortar con destreza las puntas de los espárragos. Guardó silencio unos minutos.

La conversación viró hacia otros aspectos de la política. Los platos usados fueron retirados y reemplazados por la caza: codorniz, urogallo y perdiz. Emily siguió rechazándolos. A las mujeres jóvenes siempre se les recomendaba que lo hicieran, por si luego les olía el aliento. Siempre se había preguntado por qué resultaba aceptable que los hombres no lo hicieran. En una ocasión se lo había preguntado a su padre y había recibido una sorprendida mirada de incomprensión. A él nunca se le había ocurrido pensar en la desigualdad que encerraba ese detalle.

Esta vez ella rehusó por no considerarse lo bastante mayor para ser dispensada de aquel hábito. Esperaba no serlo nunca.

Después de la caza llegaron los postres. El menú incluía helado, confitura de nectarinas, merengues o gelatina de fresones, que aceptó y comió con el tenedor, como exigían los buenos modales, un arte que necesitaba cierta concentración.

A los quesos les siguió una selección de helados, crema napolitana o sorbete de frambuesa, y para acabar, piña -seguramente del invernadero-, fresones, cerezas, albaricoques y melones. Observó divertida los distintos grados de destreza que exhibían los comensales a la hora de pelar y comer cada una de las frutas con cuchillo y tenedor. Más de uno tuvo motivos para lamentar su elección, sobre todo los albaricoques.

Se reanudó la conversación. Era su deber mostrarse encantadora, halagar a los presentes con su atención, divertirles o, lo que era más frecuente, parecer divertida. El mayor cumplido que podía hacerse a un hombre era encontrarlo interesante, y ella sabía que pocos podían resistirse a ello. Era asombroso cuánto podía revelar un hombre de sí mismo si una sencillamente le dejaba hablar.

Bajo los planes, las promesas y las bravuconadas se percibía una profunda inquietud, y cada vez estaba más convencida de que esos hombres que habían estado antes en el gobierno y conocían sus sutilezas y peligros no querían perder esas elecciones, pero tampoco deseaban ganar de todo corazón. Era una situación curiosa que le preocupaba porque no la comprendía. Escuchó durante un rato hasta que se percató de que cada uno, movido por su propia ambición y pasión, deseaba ganar su batalla particular, pero no la guerra. El vencedor acababa recibiendo un botín con el que no sabía muy bien qué hacer.