Las risas a su alrededor eran crispadas y las voces estaban cargadas de emoción. Las luces se reflejaban en las joyas y las copas de vino y la cubertería sin utilizar. Los fuertes olores de la comida persistían en medio de la intensa fragancia de la madreselva.
– Requiere mucha experiencia, un gran coraje, mucha serenidad y una gran habilidad para atacarla y despacharla sin hacerte daño a ti ni a tu vecino, me dijo -afirmó Rose apasionadamente, con los ojos brillantes.
– Entonces, querida señora, debería dejar esa peligrosa pieza a un cazador con coraje y fuerza, ojos de lince y corazón valeroso -replicó con decisión el hombre sentado a su lado-. Sugiero que se contente con la caza del faisán u otro deporte parecido.
– ¡Mi querido coronel Bertrand -respondió Rose con radiante inocencia-, son las instrucciones dictadas por la etiqueta para comer una naranja!
El coronel se ruborizó en medio del incontrolable estallido de carcajadas.
– ¡Le pido disculpas! -dijo Rose tan pronto como logró hacerse oír-. Me temo que no me he explicado bien. La vida está llena de peligros de toda clase. Sales de un escollo para caer en otro.
Nadie le contradijo. Más de uno de los presentes había advertido la condescendencia del coronel y ninguno se apresuró a salir en su defensa. Lady Warden se pasó el resto de la velada soltando risitas.
Cuando terminó por fin la cena, las damas se retiraron para que los hombres disfrutaran de su oporto y tuvieran -Emily lo sabía muy bien-, la conversación política seria sobre estrategias, dinero y trueque de favores que era el propósito de la velada.
En un principio, se encontró sentada con media docena de esposas de hombres que o ya eran parlamentarios o esperaban serlo, o bien tenían dinero y muchos intereses que dependían del resultado de las elecciones.
– Ojalá se tomaran más en serio a los socialistas -dijo lady Molloy tan pronto como se sentaron.
– ¿Se refiere al señor Morris y a Sydney Webb? -preguntó la señora Lancaster con los ojos abiertos y una sonrisa al borde de la carcajada-. Con franqueza, querida, ¿ha visto alguna vez al señor Webb? ¡Dicen que es un hombre menudo, desnutrido e infradotado!
Sonaron risitas entre el grupo, tan nerviosas como divertidas.
– Pero el hecho de que una persona tenga un aspecto ligeramente estrafalario no debería impedirnos ver el valor de sus ideas -dijo Rose, desvelando sus profundos sentimientos- o, lo que es más importante, darnos cuenta del peligro que pueden significar para el verdadero poder. Deberíamos atraerla para que se alíe con nosotros en lugar de no hacerle caso.
– No van a aliarse con nosotros, querida -señaló la señora Lancaster razonablemente-. Sus ideas son tan extremistas que es imposible llevarlas a cabo. Quieren un verdadero Partido Laborista.
Pasaron a hablar de reformas específicas, y comentaron el ritmo al que podrían conseguirse o deberían intentarse. Emily intervino, pero fue Rose Serracold quien hizo las propuestas más escandalosas y provocó más carcajadas. Ninguna de las presentes, salvo Emily, estaba muy segura de qué se escondía detrás de su ingenio y su perspicaz observación de los sentimientos y las debilidades.
– Crees que bromeo, ¿verdad? -dijo Rose cuando el grupo se dispersó y se quedó a solas con Emily.
– No, no lo creo -respondió Emily, dando la espalda a los que estaban más próximos. De pronto estaba convencida de ello-. Pero creo que harías bien en dejar que los demás lo crean. Por el momento, los fabianos nos parecen divertidos, pero empezamos a tener las primeras sospechas de que al final la broma acabará yendo contra nosotros.
Rose se inclinó hacia ella con mirada penetrante; toda su alegría se había desvanecido.
– Precisamente por eso debemos escucharles, Emily, y adoptar al menos sus mejores ideas… en realidad, la mayoría. La reforma llegará, y debemos situarnos al frente de ella. El sufragio debe incluir a todos los adultos, pobres y ricos, y con el tiempo también a las mujeres. -Arqueó las cejas-. ¡No pongas esa cara horrorizada! Así debe ser. Del mismo modo que debe desaparecer el Imperio, pero esa es otra cuestión. Y diga lo que diga el señor Gladstone, debemos establecer por ley que la jornada laboral no sea superior a ocho horas en toda clase de profesiones, y que ningún jefe pueda obligar a un empleado a trabajar más horas.
– ¿O mujer? -preguntó Emily con curiosidad.
– ¡Por supuesto! -La respuesta de Rose fue inmediata, una reacción automática a una pregunta innecesaria.
Emily adoptó un aire inocente.
– Y si pidieras a tu criada que te trajera una taza de té a las ocho y media, ¿aceptarías que te respondiera que ha trabajado ocho horas y ya no está de servicio, e irías a buscarla tú misma?
– Touché. -Rose inclinó la cabeza, sonrojándose de vergüenza-. Tal vez solo nos referimos al trabajo en las fábricas, al menos para empezar. -Levantó rápidamente la mirada-. Pero eso no cambia el hecho de que tenemos que seguir adelante si queremos sobrevivir, por no hablar de obtener alguna clase de justicia social.
– Todos queremos justicia social -respondió Emily con ironía-. Solo que cada uno tiene una idea distinta de qué es y cómo o cuándo obtenerla.
– ¡Mañana! -Rose se encogió de hombros-. ¡Por lo que se refiere a los tories, en cualquier momento siempre que no sea hoy!
Se reunió brevemente con ellas lady Molloy, quien se dirigió sobre todo a Rose. Era evidente que seguía dándole vueltas lo que esta había dicho antes.
– Será mejor que actúe con prudencia, ¿no crees? -dijo Rose compungida cuando se hubo ido-. La pobre está un poco desconcertada.
– No la subestimes -advirtió Emily-. Puede que tenga poca imaginación, pero es muy astuta cuando se trata de juicios prácticos.
– Qué aburrido. -Rose suspiró exageradamente-. Es una de las grandes desventajas de presentarte para un cargo público: tienes que complacer al público. ¡No es que no quiera hacerlo! Pero lograr que te comprendan es el mayor desafío, ¿no te parece?
Emily no pudo evitar sonreír.
– Sé perfectamente lo que quieres decir, aunque confieso que la mayor parte del tiempo ni lo intento. Si la gente no te comprende, tal vez piense que dices estupideces, pero si lo haces con la suficiente confianza, te darán el beneficio de la duda, lo que no siempre ocurre cuando comprenden a alguien. El arte no reside tanto en ser inteligente como en ser amable. ¡Lo digo en serio, Rose, créeme!
Rose parecía a punto de soltar una respuesta ingeniosa, pero cambió de opinión y se puso seria.
– ¿Crees que hay vida después de la muerte, Emily? -preguntó.
Emily estaba tan sorprendida que habló solo con el fin de darse tiempo para pensar.
– ¿Cómo dices?
– ¿Crees que hay vida después de la muerte? -respondió Rose con impaciencia-. Quiero decir vida de verdad y no una especie de existencia sagrada como parte de Dios o de lo que sea.
– Supongo que sí. Sería demasiado horrible pensar que no la hay. ¿Por qué?
Rose se encogió de hombros con elegancia y adoptó una expresión evasiva, como si hubiera estado a las puertas de una gran confidencia y hubiera retrocedido.
– Solo quería escandalizarte para hacerte abandonar por un momento tu espíritu práctico. -Pero ni en su voz ni en su mirada había el menor rastro de humor.
– ¿Y tú lo crees? -preguntó Emily esbozando una sonrisa para restar importancia a la pregunta.
Rose titubeó, sin saber muy bien qué iba a responder. Emily percibió la emoción que palpitaba en su cuerpo: su llamativo vestido color carne y granate, y la tensión de sus manos aferradas al borde de la silla.
– ¿Crees que no la hay? -susurró Emily.
– ¡No, no lo creo! -Su voz sonó firme, con convicción-. ¡Estoy completamente segura de que la hay! -Y de una forma igual de repentina se relajó.