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– ¿De modo que entró aquí y la encontró? -Pitt señaló con la cabeza la figura de la butaca.

– Eso es. Cerca de las siete y diez -respondió Tellman.

Pitt se sorprendió.

– Es un poco temprano para que se despierte una señora, ¿no crees? Sobre todo cuando no empieza a trabajar hasta la noche y a menudo se queda levantada hasta tarde con clientes.

– También se lo pregunté. -Tellman echaba fuego por los ojos-. Dijo que la señorita Lamont siempre madrugaba y que luego dormía una siesta por la tarde. -Su expresión revelaba la inutilidad de tratar de dar sentido a las costumbres de alguien que creía hablar con fantasmas.

– ¿Tocó algo la criada?

– Asegura que no, y no he visto pruebas de que lo hiciera. Dice que enseguida vio que la señorita Lamont estaba muerta. No respiraba y estaba azulada, y cuando le puso un dedo en la nuca la notó fría.

Pitt se volvió hacia el forense con una mirada interrogante.

Snow apretó los labios.

– Murió en algún momento de la noche -dijo, lanzando a Pitt una mirada penetrante e inquisitiva.

Pitt echó otro vistazo al cadáver, luego se acercó más y examinó el rostro y la extraña y pegajosa sustancia que le salía de la boca y le caía por un lado de la barbilla. Al principio había creído que era vómito provocado por algún veneno ingerido; tras examinarlo con más detenimiento, advirtió que tenía una textura que le daba una apariencia similar a una gasa muy fina.

Se irguió y se volvió hacia el médico.

– ¿Veneno? -preguntó, dando rienda suelta a su imaginación-. ¿Qué es? ¿Puede decirlo? Por su cara, parece que la hayan estrangulado o asfixiado.

– Asfixia. -Snow hizo un ligero gesto de asentimiento-. No puedo decirlo con seguridad hasta que vaya a mi laboratorio, pero creo que es clara de huevo.

– ¿Qué? -Pitt se mostró incrédulo-. ¿Por qué iba a comer clara de huevo? ¿Y qué es el… el…?

– Alguna clase de muselina o gasa. -Snow torció el gesto, como si estuviera a las puertas de un descubrimiento más profundo sobre la naturaleza humana y temiera lo que iba a encontrar-. Se ahogó con ella. Se le introdujo en los pulmones al inhalar. Pero no fue un accidente. -Pasó por delante de Pitt y tiró del encaje del corpiño de la mujer sin vida. Se desprendió por donde lo había roto poco antes al examinarla, y volvió a cerrarlo por decencia. Entre los senos se veía el comienzo de un amplio cardenal que estaba empezando a oscurecer cuando la muerte había cortado el flujo de la sangre.

Pitt miró a Snow a los ojos.

– ¿Le obligaron a tragarlo?

Snow asintió.

– Diría que con una rodilla -asintió-. Alguien se lo metió en la boca y le sujetó el cuello. Puede ver el ligero arañazo de una uña en la mejilla. La inmovilizaron con bastante peso, hasta que ella no pudo evitar inhalar y ahogarse.

– ¿Está seguro? -Pitt trató de apartar de su mente la imagen: el espeso líquido saliendo por la garganta mientras la mujer luchaba por respirar.

– Todo lo seguro que se puede estar -respondió Snow-. A menos que al hacer la autopsia encuentre algo totalmente distinto. Pero murió de asfixia. Se ve en su expresión y en los pequeños coágulos de sangre de sus ojos. -Pitt se alegró de que no se los enseñara. Los había visto antes y se conformaba con la palabra del médico. En lugar de ello cogió una de las manos frías y la volvió ligeramente para examinar la muñeca. Encontró los ligeros cardenales que esperaba. Alguien la había sujetado, tal vez solo Unos instantes, pero con fuerza.

– Ya veo -murmuró-. Será mejor que me confirme si es clara de huevo, pero supongo que lo es. ¿Por qué iba alguien a elegir una forma de matar tan extraña e innecesaria?

– Ese es su trabajo -respondió Snow secamente-. Yo puedo decirle qué le ocurrió, pero no por qué ni quién lo hizo.

Pitt se volvió hacia Tellman.

– ¿Dices que la encontró la criada?

– Sí.

– ¿Ha dicho algo más?

– No mucho, solo que no vio ni oyó nada después de dejar a la señorita Lamont con los clientes que esperaba. Pero dice que se cuidaba de no hacerlo. Una de las razones por la que les gustaba la señorita Lamont era la privacidad que les ofrecía… así como su… ¿Cómo lo llamas? -Frunció el entrecejo, escudriñando la cara de Pitt. Se había negado resueltamente a llamarlo «señor» desde los días duros en que habían ascendido a Pitt. Tellman se había sentido molesto porque consideraba que Pitt, hijo de un guardabosque, no era la persona adecuada para estar al frente de una comisaría. Aquello era cosa de caballeros, militares o marinos que estaban de vuelta, como Cornwallis-. ¿Cómo lo llamas? ¿Don, número, truco?

– Probablemente las tres cosas -respondió Pitt. Y pensando en voz alta, añadió-: Supongo que cuando el propósito es entretener, resulta bastante inofensivo. Pero ¿cómo sabes cuándo alguien se lo toma en serio, tanto si tu intención es que lo haga como si no?

– ¡No se sabe! -replicó Tellman-. Mis trucos se limitan a los juegos con una baraja de cartas o a sacar conejos de un sombrero. De ese modo no engañas a nadie.

– ¿Sabes quiénes fueron los clientes de anoche y si vinieron de uno en uno o todos a la vez?

– La criada no lo sabe -respondió Tellman-. O al menos eso es lo que dice, y no tengo motivos para no creerla.

– ¿Dónde está? ¿Se encuentra en condiciones para responder a mis preguntas?

– Oh, sí -respondió Tellman con seguridad-. Está un poco afectada, desde luego, pero parece una mujer sensata. No creo que haya comprendido aún lo que esto va a significar para ella. Pero en cuanto hayamos acabado de registrar la casa, y puede que también precintado esta habitación, no habrá motivos para que no pueda quedarse aquí un tiempo, ¿verdad? Hasta que encuentre otra casa.

– No -convino Pitt-. Es mejor que se quede. Así sabremos dónde encontrarla si tenemos más preguntas que hacerle. Hablaré con ella en la cocina. No puedo esperar que venga aquí. -Echó un vistazo al cadáver mientras cruzaba la habitación en dirección a la puerta. Tellman no le siguió. Tenía a hombres a sus órdenes que se encargarían de registrar la casa e incluso de interrogar a los vecinos, aunque era razonable suponer que el crimen había tenido lugar después del anochecer, y había pocas probabilidades de que alguien hubiera visto algo.

Pitt recorrió el pasillo hacia la parte trasera de la casa, pasando por delante de otras cuantas puertas, hasta llegar a la del fondo, que estaba abierta y dejaba ver un suelo de madera reluciente bañado por el sol. Se detuvo en el umbral. Era una cocina ordenada, limpia y acogedora. Sobre el fogón negro había un cazo de agua humeante. Delante del fregadero, había una mujer alta y un tanto delgada, arremangada hasta los codos y con las manos sumergidas en agua jabonosa. Estaba inmóvil, como si se hubiera olvidado por qué se encontraba allí.

– ¿Señorita Forrest? -preguntó Pitt.

La mujer se volvió despacio. Aparentaba casi cincuenta años y tenía el pelo castaño, con las sienes canosas, recogido hacia atrás con horquillas. Poseía una cara original de bonitos pómulos y cejas, nariz recta pero no demasiado prominente, boca grande y bien moldeada. No era guapa; de hecho, en cierto modo era poco agraciada.

– Sí. ¿Usted también es policía? -preguntó con un ligero ceceo que no alcanzaba la categoría de defecto del habla. Sacó las manos del agua despacio.

– Sí-respondió Pitt-. Siento molestarle con más preguntas en estas circunstancias tan penosas, pero no podemos permitirnos esperar a una ocasión mejor. -Se sintió un poco absurdo mientras lo decía. Ella parecía estar en completo dominio de sí misma, pero él sabía que la conmoción afectaba de distintas maneras a la gente. A veces lo hacía de un modo tan profundo que no había señales externas-. Me llamo Pitt. ¿Quiere sentarse, señorita Forrest?

Ella obedeció despacio, secándose las manos mecánicamente en un trapo que colgaba de una barra de latón frente al fogón. Se sentó en una de las sillas de respaldo duro que había cerca de la mesa y él se sentó en otra.