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¿Por qué iba a ser alguien tan misterioso como para que la misma Maude Lamont hubiese tenido que hacer ese extraño dibujo en lugar de escribir su nombre? No había nada ilegal en consultar a un médium. Ni siquiera era motivo de escándalo o de ridículo, salvo para los que habían afirmado lo contrario y habían quedado, por tanto, como hipócritas. Gente de toda clase lo había probado; algunos como parte de una investigación seria, otros por pura diversión. Y siempre estaban los solitarios, los inseguros, los acongojados que necesitaban que les aseguraran que sus seres queridos seguían existiendo en alguna parte y se preocupaban por ellos incluso en el más allá. Tal vez el cristianismo, al menos como la Iglesia lo predicaba ahora, ya no lo hacía por ellos.

Pasó las páginas para ver si había otros cartuchos, pero no encontró ninguno, a excepción del que había descubierto al principio, que aparecía repetido una media docena de veces en los meses anteriores de mayo y junio. Parecía haber acudido cada diez días más o menos, con irregularidad.

Al volver a mirar la agenda advirtió también que Roland Kingsley había estado siete veces antes, y Rose Serracold, diez. Solo en tres ocasiones habían coincidido todos en la misma sesión. Miró los demás nombres y vio que muchos de ellos se repetían a lo largo de los meses; otros aparecían un par de veces, o tal vez durante tres o cuatro semanas seguidas, y no volvían a aparecer. ¿Se quedaban satisfechos o desilusionados? Tellman tendría que encontrarlos e interrogarlos, averiguar qué les daba Maude Lamont, qué explicación tenía la extraña sustancia que le habían encontrado en la boca y la garganta.

¿Por qué una mujer sofisticada como Rose Serracold, amiga de la hermana de Charlotte, había acudido allí en busca de voces, apariciones…? ¿A qué deseaba encontrar respuesta? Sin duda había una conexión entre su presencia y la de Roland Kingsley.

Pitt notó la presencia de Tellman antes de verlo al otro lado de la puerta. Se volvió hacia él.

Tenía una expresión interrogante.

Pitt le entregó la agenda y vio cómo bajaba la vista hacia ella para a continuación alzarla.

– ¿Qué significa esto? -preguntó, señalando el cartucho.

– No tengo ni idea -reconoció Pitt-. Alguien tan desesperado por qué no se supiera su identidad como para que Maude Lamont no escribiese su nombre ni siquiera en su agenda.

– Tal vez no lo sabía -dijo Tellman. Respiró hondo-. Tal vez por eso la mataron. Porque ella lo averiguó.

– ¿Y trató de hacerle chantaje? ¿En base a qué?

– Fuera lo que fuera lo que le hacía venir aquí, era secreto -replicó Tellman-. Tal vez no era un cliente, sino un amante. Es algo por lo que alguien podría estar dispuesto a matar. -Torció el gesto-. Tal vez eso es lo que le interesa a tu Brigada Especial. Un político que no puede permitirse que se haga pública una aventura amorosa en plenas elecciones. -Le miraba de forma desafiante, furioso por haber recibido aquel caso contra su voluntad y no haber sido puesto al corriente, por haber sido utilizado pero no informado.

Pitt había supuesto que se ofendería. Era consciente de la herida, pero fue casi un alivio que por fin se manifestara abiertamente entre ellos.

– Es posible, pero lo dudo -dijo con franqueza-. No tengo ni idea de por qué está involucrada la Brigada Especial, pero, que yo sepa, lo único que me interesa en este caso es la señora Serracold. Y si resulta que ha matado a Maude Lamont, tendré que ir tras ella como haría con cualquier otra persona.

Tellman se relajó un poco, pero hizo lo posible por ocultarlo. Irguió ligeramente los hombros.

– ¿De qué estamos tratando de proteger a la señora Serracold? -No parecía consciente de haber utilizado el plural, pues no dio señales de haber reparado en ello.

– De una traición política -respondió Pitt-. Su marido va a presentarse al Parlamento. Su adversario podría emplear medios corruptos o ilegales para desacreditarlo.

– ¿Quieres decir a través de su mujer? -Tellman parecía sorprendido-. ¿Es lo que se llama… una emboscada… política?

– Probablemente no. Espero que no tenga nada que ver con ella, y que sea una simple casualidad.

Tellman no le creyó, y su escepticismo se reflejó en su cara. En realidad, Pitt tampoco creía lo que acababa de decir. Había conocido demasiado bien el poder de Voisey para atribuir a la suerte cualquier golpe a su favor.

– ¿Cómo es la tal señora Serracold? -preguntó Tellman, frunciendo ligeramente el entrecejo.

– No tengo ni idea -reconoció Pitt-. Estoy empezando a averiguar algunas cosas sobre su marido y, lo que es más importante, sobre su adversario. Serracold es muy rico, el segundo hijo de una familia de rancio abolengo. Estudió historia en Cambridge, es aficionado al arte y ha viajado bastante. Está muy interesado en la reforma y es miembro del Partido Liberal, y se presenta para el escaño de Lambeth sur.

La cara de Tellman reflejó todas sus emociones, aunque de haberlo sabido se habría puesto furioso.

– Es un rico privilegiado que no ha trabajado un solo día en su vida, y ahora cree que le gustaría formar parte del gobierno y decirnos a los demás qué es lo que se debe hacer y cómo hacerlo. O más bien, qué es lo que no se debe hacer -respondió.

Pitt no se molestó en discutir. Desde el punto de vista de Tellman, probablemente aquello se aproximaba bastante a la verdad.

– Más o menos.

Tellman espiró despacio; no tenía la menor sensación de triunfo, pues no había conseguido provocar la discusión que había esperado.

– ¿Qué clase de persona acude a una mujer que habla con fantasmas? -preguntó-. ¿No saben que todo eso son sandeces? -Se estremeció ligeramente, aunque hacía calor al sol y no corría la más leve brisa en el jardín amurallado, con sus sombras silenciosas, su fragancia y el zumbido de las abejas.

– Se trata de gente que busca algo -respondió Pitt-. Vulnerable, sola, que se ha quedado estancada en el pasado porque el futuro le parece insoportable sin sus seres queridos. No lo sé… Las personas pueden ser utilizadas y explotadas por los que creen que tienen poder o saben cómo crear una ilusión, o ambas cosas.

El rostro de Tellman era una máscara de indignación, mientras la compasión pugnaba en su interior.

– ¡Tendría que ser ilegal! -dijo con los labios rígidos-. ¡Es una mezcla de prostitución y trucos de estafador de feria, pero al menos ellos no utilizan el sufrimiento ajeno para hacerse ricos!

– No podemos impedir que la gente crea en lo que quiera o en lo que necesite -replicó Pitt-. O que explore la verdad que le venga en gana.

– ¿La verdad? -dijo Tellman, burlón-. ¿Por qué no se limitan a ir a la iglesia los domingos? -Pero era una pregunta para la que no esperaba respuesta. Sabía que no la había; él mismo no tenía ninguna-. En fin, tenemos que averiguar quién lo hizo -dijo ásperamente-. Supongo que no se merecía que la asesinaran, como cualquier otra persona, aunque se metiera donde no debía. ¡No me gustaría que molestaran a mis muertos! -Apartó la mirada de Pitt y la clavó en los laureles situados junto al muro más lejano, donde estaba la puerta que daba a Cosmo Place-. ¿Cómo hacen los trucos? He registrado esa habitación de arriba abajo y no he encontrado nada, ni palancas ni pedales ni alambres, nada. Y la criada asegura que no tiene nada que ver con eso… ¡Claro, qué va a decir! -Tellman arrastró los pies por el césped-. ¿Cómo haces creer a la gente que te estás elevando en el aire, por el amor de Dios? ¿O que tu cuerpo se está alargando?

Pitt se mordió el labio.

– Lo más importante para nosotros es cómo puedes saber lo que las personas quieren oír para luego poder decírselo.