– Haces que parezcamos un cruce entre una bañera humeante y un vaso de leche caliente -dijo Isadora en un momento de silencio, mientras el archidiácono tomaba aire para responder.
El obispo se quedó mirándola.
– Lo has expresado de forma excelente, querida -dijo-. Ambos son purificadores y reparadores, un bálsamo para el cuerpo y el espíritu.
¿Cómo podía haberla interpretado tan mal? ¡La conocía desde hacía más de un cuarto de siglo y creía que le daba la razón! ¿No sabía reconocer un sarcasmo? ¿O era lo bastante inteligente para volverlo en su contra y desarmarla haciéndole creer que lo había tomado en sentido literal?
Isadora sostuvo su mirada desde el otro lado de la mesa, casi esperando que se estuviera mofando de ella. Al menos sería una muestra de comunicación, de inteligencia. Pero no era así. Él la miró sin comprender, luego se volvió hacia la mujer del archidiácono y se puso a hablar sin parar sobre los recuerdos de su querida madre, quien, según recordaba Isadora, era bastante divertida y para nada la mujer sin carácter que él describía.
Pero cuántas personas que conocía tendían a no ver a sus padres como lo hacía el resto del mundo, sino más bien como los estereotipos de padre y madre que querían hacer de ellos, buenos o malos. Tal vez ella tampoco había conocido tan bien a sus padres.
Las mujeres de la mesa hablaban muy poco. Estaba mal visto que intervinieran en la conversación de los hombres, y no estaban preparadas para meter baza. Ellos creían que las mujeres eran buenas por naturaleza, al menos las mejores; las peores eran el origen mismo de la perdición. Entre unas y otras no había tantas. Pero no era lo mismo ser bueno que saber algo de la bondad. A las mujeres les correspondía ser buenas, mientras que los hombres hablaban de ello, y cuando era necesario, decían cómo se debía actuar.
Como no se le exigía ni se le permitía participar en la conversación, aparte de alguna expresión interesada y amable, Isadora dejó vagar su invaginación. Era curioso cuántas de las imágenes que desfilaban por su mente estaban relacionadas con lugares lejanos, sobre todo el mar. Pensó en los vastos espacios del océano rodeados de un horizonte plano por todos lados, tratando de imaginar lo que debía de sentirse al tener solo una cubierta en continuo movimiento bajo los pies, con el viento y el sol en la cara, y saber que en la pequeña totalidad de ese barco tenías todo lo necesario para sobrevivir y no perderte a través de la impenetrable inmensidad que podía alzarse en terribles tempestades para golpearte, incluso para agarrarte y aplastarte como una mano poderosa. O que podía permanecer tan calmada que el aire de la brisa no bastaría para llenar tus velas.
¿Quién vivía debajo? ¿Criaturas hermosas, criaturas aterradoras? ¿Criaturas inimaginables? Y lo único que te guiaba eran las estrellas en lo alto y, por supuesto, el sol, un perfecto reloj si sabías interpretarlo.
– … realmente tenemos que hablar de ello con alguien -decía una mujer envuelta en encaje de color marrón en distintos tonos-. Contamos con usted, obispo.
– Por supuesto, señora Howarth -asintió él sabiamente, llevándose la servilleta a los labios-. Por supuesto.
Isadora desvió la mirada. No quería verse envuelta en la conversación. ¿Por qué no hablaban del mar? Era la analogía perfecta de lo solo que uno está en la travesía de la vida, cómo tiene que llevar en el interior todo lo que necesita, y la constatación de que solo el que puede interpretar los cielos sabe en qué dirección navegar.
El capitán Cornwallis lo habría entendido. Luego se sonrojó de lo fácilmente que había acudido el nombre a su mente, y sintió una oleada de placer. Tenía la sensación de ser transparente. ¿Le había visto alguien la cara? Por supuesto, nunca había hablado con Cornwallis de tales cosas, al menos directamente, pero estaba más segura de lo que él pensaba que si hubieran hablado. Él era capaz de decir tanto en un par de frases, mientras que los hombres que la rodeaban se dedicaban a hablar sin parar durante toda la velada sin decir prácticamente nada.
El obispo seguía hablando, y ella miró su cara complaciente, incapaz de escuchar, y con un horror que la recorrió como unos insectos que se arrastrasen por todo su ser, cayó en la cuenta de que le tenía aversión. ¿Cuánto tiempo hacía que se sentía así? ¿Desde que conocía a John Cornwallis o antes?
¿Qué había sido toda su vida, transcurrida día tras día en presencia -no podía decir compañía- de un hombre que no le inspiraba simpatía, y mucho menos amor? ¿Un deber, una disciplina del espíritu? ¿Una existencia desperdiciada?
¿Cómo habría sido todo si hubiera conocido a Cornwallis hacía treinta y un años?
Tal vez no le habría amado entonces, ni él a ella. Habían sido personas muy diferentes; aún no habían aprendido las lecciones del tiempo y la soledad. De todos modos, era inútil pensar en ello. No era posible cambiar el pasado.
Pero no podía descartar el futuro del mismo modo. ¿Y si escapaba de esa farsa y se marchaba? ¿Sería posible acudir a Cornwallis? Por supuesto, ninguno de los dos había dicho gran cosa nunca -eso sería impensable-, pero ella sabía que él la amaba, del mismo modo que se había dado cuenta poco a poco de que ella también le amaba. Tenía la honradez, el coraje, la ingenuidad que saciaba como agua clara su sed interior. Debía descubrir su sentido del humor, ser paciente, pero allí estaba, sin visos de crueldad. Era doloroso pensar en él. Hacía que esa ridícula velada, y su presencia en ella, le parecieran aún más lamentables. ¿Tenía alguna de esas personas la más remota idea de lo que pasaba por su cabeza? Se puso colorada al pensar en ello.
Seguían hablando de política, comentando de nuevo lo peligrosas que eran las ideas liberales extremistas; ya habían socavado los valores del cristianismo. Amenazaban la sobriedad, la asistencia a la iglesia, la observancia del domingo, la obediencia general y el respeto, hasta la misma santidad del hogar salvaguardado por el pudor de las mujeres.
¿De qué habrían hablado ella y Cornwallis? ¡Desde luego, no se habrían dedicado a manifestar lo que otras personas deberían hacer, decir o pensar! Hablarían de lugares maravillosos, ciudades antiguas sobre las costas de otros mares, ciudades como Estambul, Atenas, Alejandría, lugares de leyendas antiguas y aventuras. En su imaginación el sol brillaba sobre las piedras calientes, el cielo era muy azul y demasiado deslumbrante para mirarlo durante un rato, y hacía calor. Bastaría con hablar de ello con él; no tendría que ir allí siquiera, solo escuchar y soñar. Incluso permanecer sentados en silencio, sabiendo que pensaban en lo mismo, sería suficiente.
¿Qué pasaría si lo dejara todo y se fuera con él? ¿Qué perdería? Su reputación, por supuesto. ¡La condena sería ensordecedora! Naturalmente, los hombres se escandalizarían, aterrados ante la posibilidad de que imbuyera ciertas ideas y diera mal ejemplo a sus esposas. Las mujeres se pondrían aún más furiosas, porque la envidiarían y la odiarían por eso. Las que permanecieran fieles a la llamada del deber, que serían la mayoría de ellas, reaccionarían indignándose con actitud virtuosa.
No podría volver a hablar con ninguna de ellas. Le harían el vacío por la calle. Se volvería invisible. Resultaba curioso que no se pudiera ver a una mujer de mala vida. ¡Uno habría dicho que sería la más visible de todas! Isadora sonrió al pensarlo, y advirtió una expresión de asombro en la cara de la mujer que tenía enfrente. ¡La conversación no era precisamente divertida!
Volvió a la realidad. Aquello solo era una fantasía, una dulce y dolorosa forma de escapar de una velada aburrida. Aunque fuera lo bastante valiente para fugarse con Cornwallis, él jamás accedería a su ofrecimiento. Sería profundamente deshonroso aceptar a la mujer de otro hombre. ¿Se sentiría tentado siquiera? Tal vez no. Se avergonzaría de ella, de su descaro, o de que pensara siquiera que era capaz de aceptar semejante propuesta.